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Viajero por el mundo: recorridos, regresos y memoria* Volver arriba
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Mi texto surgió de una idea general sobre Neruda de la que tenía lecturas, resonancias de lugares y algún verso que me daba vueltas: “viajero por el mundo”, lo titulo, apostillando: “recorridos, regresos y memoria”. La idea que me surgía era hablar de un viajero que alguien, con algún sentido metafórico, había bautizado como “viajero inmóvil”; el verso que me venía una y otra vez a la memoria era “mi única travesía es un regreso”, de Jardín de invierno. Pablo Neruda viajó tantas veces y regresó tantas veces que ésta es una incursión en sus viajes y regresos, sus navegaciones y regresos, que fue el libro con el que cerró su ciclo de Odas elementales en la década de los 60. Sobre las ideas que citaba: valoré hace años un libro que indudablemente tiene aportes de interés, pero sobre cuyo título pesaba la nota distante del propio Pablo Neruda. Me refiero a Neruda: el viajero inmóvil de Emir Rodríguez Monegal. Decía Neruda en Confieso que he vivido: Emir Rodríguez Monegal, crítico de primer orden, publicó un libro sobre mi obra poética y lo tituló El viajero inmóvil. Se observa a simple vista que no es tonto este doctor. Se dio cuenta en el acto que me gusta viajar sin moverme de mi casa, sin salir de mi país, sin apartarme de mí mismo. (En un ejemplar que tengo de ese maravilloso libro de literatura policial titulado La piedra lunar, hay un grabado que me gusta mucho. Representa a un viejo caballero inglés, envuelto en su holapanda o mac-farlán o levitón o lo que sea, sentado frente a la chimenea, con un libro en la mano, la pipa en otra y dos perros soñolientos a sus pies. Así me gustaría quedarme siempre, frente al fuego, junto al mar, entre dos perros, leyendo los libros que harto trabajo me costó reunirlos, fumando mis pipas) (V: 873) La tesis de Rodríguez Monegal no era ciertamente la que interpretaba con humor Neruda. Rodríguez Monegal decía como interpretación de este poeta que había cambiado de imagen con frecuencia en sus versos (el metafísico ante las cosas que se destruyen, el capitán, el amante, el profeta, el viajero en el mundo, el político, etc) y había realizado diferentes poéticas. Pero a pesar de esto, decía que “el poeta cambia, muda de piel, asume otra persona. Es cierto. Pero también el poeta persiste en sí mismo, gira sobre su inmóvil centro, se ratifica. Es claro. El poeta es uno y su sistema, uno también”[1], aunque la metáfora del “viajero inmóvil” no es desde luego la más afortunada para interpretar esa unidad buscada[2]. Hablo aquí en cualquier caso de otra cosa: el “viajero inmóvil” estuvo permanente en movimiento como bien analizó Rodríguez Monegal en su capítulo “El gran exilio del mundo”, y no es metafórico éste, cuando podríamos construir un amplio mapa de ciudades y geografías recorridas por Neruda: Asia, Europa, América y África (sobre todo en sus costas) aparecen como destinos en un periplo casi permanente que testimonian sus poemas y prosas. No voy a intentar trazar más que algún recorrido y su plasmación poética y prosística y la posterior recuperación ya en los itinerarios de la memoria. Sobre el verso “mi única travesía es el regreso”, verso de 1972, vinculado a su abandono apresurado de Francia por la enfermedad, me remito a lo que Alain Sicard escribió sobre “la llamada del océano”[3], donde se constelan las ideas de muerte que el mar nerudiano fue acrecentando. Neruda es un poeta que en todo esto, inmóvil o atraído por la muerte, viaja y regresa. De eso precisamente voy a hablar. Comenzaré por la noción de viajero que Neruda utiliza como emblema poético. En Las manos del día, libro de 1968, hay dos reconstrucciones de la memoria que se llaman “El viajero”. En la primera de ellas se construye un enigma del pasado que explica así:
Cuando muy joven me extravié en el mundo,
Los viajes tienen sus enigmas, como el construido aquí, donde probablemente el poeta recorre en la memoria su viaje juvenil a Asia, el que está en base de la experiencia de Residencia en la Tierra. El viaje como extravío es una secuencia de la memoria que asume desde el tiempo “muy joven” que el poeta relata. Sobre las nociones de extravío y encuentro con algo que va a ser muy significativo (aquí, el “desmedido pie de piedra” blanca, grandioso “como un monte”, semienterrado en la selva) es interesante plantearnos que construye la misma secuencia de extravío y encuentro que se produce en los primeros cantos de “Alturas de Macchu Picchu” del Canto General. En los viajes posiblemente podemos extraviarnos, o encontrarnos, o evitar el regreso, o regresar a fin de cuentas. Creo que todo lector de Neruda encontrará una insistencia en términos como viaje, regreso, extravío, encuentro. Creo que el viaje como extravío es una secuencia suficientemente trazada en el Neruda de la escritura residencial para que tengamos que volver sobre ella. Un breve apunte sólo: es fácil recorrer el episodio del primer gran viaje entre 1927 y 1931, el de Rangoon, Batavia, Singapur, el del extravío, el de la angustia ante una naturaleza en la que el poeta ve sobre todo destrucciones, en un tiempo de desolación, de desesperación en el extremo del análisis que realizó Amado Alonso[4]. Cartas, memorias y poemas dan cuenta de un estado de ánimo en el que el poeta escribe los más extraordinarios ejemplos de angustia. El itinerario está muy trazado. Intentemos otro. En “La luna en el laberinto”, la segunda parte de Memorial de isla negra, hay otra versión de los primeros viajes en un poema que se llama precisamente así, “Primeros viajes”, en el que nos dice:
Cuando salí a los mares fui infinito.
y concluye, tras descubrir un mundo compensatorio (en el que aprendió a ser él mismo, a descubrir la mujer) que:
Para mí todo era nuevo. Y caía
La memoria de los primeros viajes no es desde luego en el Memorial el recuerdo desolado del poema que cité antes del extravío y la derrota y suponemos por tanto que la reconstrucción de la misma experiencia está basada en otro itinerario. Es evidente que la lectura de “Cuando salí a los mares fui infinito” nos remite a otra contraseña nominal de Neruda sobre la que Alain Sicard escribió alguna de las mejores páginas, con la noción inicial del poeta de “Tentativa de hombre infinito y su fracaso”. Curiosamente, en la reconstrucción que Neruda está haciendo de la experiencia inicial, cuando ya ha cumplido sesenta años, el poeta asume la infinitud como condición del viaje.
Hay un joven inquieto, sobre el que he tenido ocasión de escribir varias veces, que está anclado en Santiago de Chile en 1923. Acaba de publicar Crepusculario, su primer libro, y está a punto de publicar lo que será su primer gran emblema editorial, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Escribe en revistas de Santiago reflexiones adolescentes, cargadísimas de lenguaje embellecido, enigmáticas. El viaje es un sustento de las mismas, concebidas como “Viajes imaginarios”, que es el título de tres artículos del período. Antes, en la revista Zig-Zag, el 4 de agosto de 1923, ha publicado “Las anclas” (En Para nacer he nacido se tituló “El barco de los adioses”):
Desde la eternidad navegantes invisibles vienen llevándome a través de atmósferas extrañas, surcando mares desconocidos. El espacio profundo ha cobijado mis viajes que nunca acaban. Mi quilla ha roto la masa movible de icebergs relumbrantes que intentaban cubrir las rutas con sus cuerpos polvorosos. Después navegué por mares de bruma que extendían sus nieblas entre otros astros más claros que la tierra. Después por mares blancos, por mares rojos que tiñeron mi casco con sus colores y sus brumas. A veces cruzamos la atmósfera pura, una atmósfera densa y luminosa que empapó mi velamen y lo hizo fulgente como el sol. Largo tiempo nos deteníamos en países domeñados por el agua o el viento. Y un día -siempre inesperado- mis navegantes invisibles levantaban mis anclas y el viento hinchaba mis venas fulgurantes. Y era otra vez el infinito sin caminos, las atmósferas astrales abiertas sobre llanuras inmensamente solitarias (IV: 293-294).
El texto nos conduce en esta imaginaria navegación trazada por navegantes invisibles a la posibilidad de surcar de nuevo “hacia el infinito sin caminos, los mares rojos y blancos que se extienden entre otros astros eternamente solitarios” (IV: 289). El viaje imaginario estaba en la primera creación y en plural, “los viajes imaginarios”, dio título a tres notas publicadas en la revista Claridad de Santiago el 1 de diciembre de 1923. En esos textos se acrecienta una pasión por la distancia del lugar en el que vive : el poeta dice ser “el más vasto impulso de la tierra subiéndose a la tarde infinita”; pide “que el agua se divida en ríos rumorosos al salir de mis venas liberadas de la amarra de los límites”; exige: “alcanzadme una torre que pueda avizorar tierras ajenas”; y más adelante, reitera imperativamente “trazad una larga línea desde un monte a una estrella difícil; [...] y [...] atravesad desde los montes hacia la estrella difícil”.
El viaje es una forma de superar la propia finitud, la espacial aquí, la que le mantiene atado a una geografía y unos lugares que son primero Temuco y luego Santiago. Éstos se comportan en cualquier caso como lugares raíces, como Chile en su conjunto de naturalezas y lugares y, como veremos, generarán una específica poética del regreso. Hay otros textos en los que se centra otra dimensión del viaje y son, por ejemplo, las crónicas. Las primeras son las escritas entre 1927 y 1930 para La Nación de Santiago de Chile, donde relata su experiencia de Oriente. Son crónicas de un viajero, como la que publica el14 de agosto de 1927 donde el poeta habla de las costas de Brasil, del paso del ecuador, de algunas personas del barco que le llaman la atención. “Port-Said” es la siguiente crónica, y en ella se atisba ya el paisaje urbano junto al teatrillo humano de la ciudad, vislumbrada en su recorrido marítimo que al mes siguiente, el 2 de septiembre, es ya una “Danza de África”, desde Djibouti, donde hay ya una toma de posesión de la ciudad:
Djibouti me pertenece. Lo he dominado paseando bajo su sol en las horas temibles: el mediodía, la siesta, cuyas patadas de fuego rompieron la vida de Arturo Rimbaud, a esa hora en que los camellos hacen disminuir su joroba y apartan sus pequeños ojos del lado del desierto. Del lado del desierto está la ciudad indígena. Tortuosa, aplastada, de materiales viejos y resecos: adobe, totoras miserables. Variada de cafés árabes en que fuman tendidos en esteras, semidesnudos, personajes de altivo rostro (IV: 333).
Dos precisiones: junto a la referencia espacial y humana, las crónicas se van tejiendo a través de referencias literarias como la de Rimbaud, o en crónicas anteriores, la visión de las mujeres árabes como salidas de relatos de Pierre Loti, o las vasijas grandiosas comparadas con las de El ladrón de Bagdad. Neruda aparece como un viajero también literario que recorre escenarios e imágenes que identifica con resonancias culturales previas. Su llegada a Asia comienza por Colombo el 8 de septiembre de 1927. La sensación de ciudad muerta por la noche, abandonada, es la primera, hasta la resurrección de la mañana (“Los muertos habían salido del sepulcro, los muertos de extraños colores y vestidos”). La ciudad va adquiriendo sus tonos más brillantes mediante una población que hierve alrededor del poeta, hasta llegar al lugar que considera más bello, el mercado:
Lo más hermoso de Colombo es el mercado, esa fiesta, esa montaña de frutas y hojas edénicas. Se apiñan a millones las piñas, las naranjas verdes, los minúsculos limones asiáticos, las nueces de arec, los mangos, las frutas de nombre difícil y de sabor desconocido. (...). El inmenso mercado se mueve, hierve por todas partes su carga fastuosa, embriaga el perfume agudo de los frutos, de los montones de legumbres, el color exaltado, brillante como cristalería, de cada montón, detrás del cual muchachos hindúes, no más morenos que sudamericanos, miran y sonríen con más sabiduría, más resonancia íntima, en actitud de más calidad que la manera criolla (IV: 336).
Cuando el barco parte de nuevo, la descripción vivísima del puerto adquiere un momento esencial sobre el que conviene detenerse. Habla de barcos mercantes, de un crucero inglés y de
las canoas cingalesas de velas ocre y rojo, tan estrechas que los tripulantes van en pie sobre ellas. De pie y desnudos, como estatuas, parecen salir de la edad eterna del agua, con ese aire secreto de la materia elemental (ib: 337).
Creo que debemos reparar en la intensidad del sintagma “materia elemental”, que aparece aquí por primera vez y es luego un lugar común que generará una poética específica, la de las Odas elementales, el ciclo de escritura comenzado en 1954 y que duró un quinquenio y cuatro libros esenciales, y que fue inevitable rastrear en las odas materiales de Residencia en la tierra (al vino, a la madera, al apio...) e incluso alguien rastreó en el mercado y las mercaderías de Argüelles, en Tercera residencia, en el poema crucial “Explico algunas cosas”. Presiento que el concepto de materia elemental está aquí, con el sintagma, que ha sucedido además a la vivísima descripción del mercado de Colombo. El viajero va creando inicios de lo que serán sus constantes poéticas mucho más tarde. Llevo insistiendo mucho tiempo sobre la coherencia global de la obra nerudiana para no conmoverme con esta “materia elemental” de 1927. Siguen otras crónicas y no puedo detenerme mucho sobre ellas: “El sueño de la tripulación”, en septiembre de 1927, que anuncia la llegada a Sumatra, y donde hay descripciones oceánicas tan irremediablemente poéticas que merecen ser recordadas:
Es de noche, una noche llegada con fuerza, decisiva. Es la noche que busca extenderse sobre el océano, el lecho sin barrancas, sin volcanes, sin trenes. Allí ronca su libertad, sin encoger sus piernas en las fronteras, sin disminuirse en penínsulas; duerme, enemiga de la topografía con sueño en libertad (IV: 337)
Notemos que esta noche que sueña en surrealista defiendo siempre, al margen de debates sobre otros orígenes de la imagen del poeta, que este Neruda de 1927 ha leído ya muchas veces el manifiesto de Bretón y está dentro de las imágenes surrealistas anticipa océanos posteriores en donde “el lecho sin barrancas, sin volcanes, sin trenes” permite releer, aunque se muy posterior y según Neruda escrito en Puerto Saavedra, un poema como “El sur del océano” de la segunda Residencia. Singapur es el siguiente recorrido y allí, entre tantas otras cosas, está la sensación de la materia que se corroe y se destruye que, como dije, Amado Alonso, analizó como centro estilístico de las residencias:
Todo tiene un aire corroído, patinado de viejas humedades. Las casas sustentan grandes costurones de vejez, de vegetaciones parásitas: todo parece blando, carcomido. Los materiales han sido maleados por el fuego y el agua, por el sol blanco del mediodía, por la lluvia ecuatorial, corta y violenta como un don otorgado de mala gana (IV: 341).
Madrás y su formidable acuario en noviembre de 1927, el canto de los pescadores; el “domino de los trajes” en Rangoon a comienzos de 1928; el “Invierno el los puertos” de Shangai, ya en febrero de 1928; el “Ceilán espeso” de julio de 1929, con su encuentro con ciudades que se llaman Anuradhapura, Polonaruwa, Mihintala, Sirigiya, Dambulla, donde:
Delgados capiteles de piedra enterrados por veinte siglos asoman sus cáscaras grises entre las plantas; estatuas y escalinatas derribadas, inmensos estanques y palacios que han retornado al suelo con sus genitores ya olvidados (IV: 355),
en donde tenemos una sensación similar a la descrita en el primer poema del extravío, con su encuentro en la selva del desmedido pie de piedra semienterrado. En 1930, en Wellawatta, Ceilán, aparece la última crónica y, en ella, una constatación que es intuición elemental para lo que está escribiendo:
Todo parece en ruinas y despedazándose, pero en verdad fuertes ligamentos elementales y vivientes unen estas apariencias con vínculos casi secretos y casi imperecederos (IV: 357)
Comenzaba diciendo y reitero ahora que no es extraño que las sensaciones de los años 60 sobre aquel viaje, las que reconstruye en la memoria, nos hablen de extravío una vez y de sensación de infinito otra: en las crónicas hay elementos para determinar estas poéticas de Neruda, las del extravío y el infinito, que tanta trascendencia tuvieron.
En 1932 regresa a Chile en un viaje breve que sirve entre otras cosas para publicar el año siguiente El hondero entusiasta. En 1933, está en Buenos Aires y se realiza el famoso encuentro con Federico García Lorca, la conferencia al alimón en la que redescubren juntos a Rubén Darío. En 1935, en Febrero, comienza la experiencia española en Barcelona, y en septiembre, en Madrid, capital de la República española, cuya trascendencia ha ocupado muchas páginas para que reiteremos ahora lo que significa España en la poética de Neruda, lo que significa de reconocimiento de sí mismo en el “corazón de Quevedo” o en las viejas piedras españolas. Creo que la trascendencia de aquel viaje en el que medió la guerra civil no necesita más explicación: España en el corazón y sucesivos textos de recuerdos del episodio marcan precisamente el surgimiento de la poética histórica que muy pronto se va a concretar en el Canto general. No parece posible seguir al viajero a partir de aquí porque la actividad misma, el viaje, se hace casi permanente. No parece oportuno seguirlo en su exilio de 1949 y su nuevo encuentro con París, donde ya había vivido en 1937 y en 1939. Y no es posible seguirlo porque nos dispersaríamos en una sucesión de recorridos por la Unión Soviética (1949), México, Guatemala, Rumania, Hungría, Italia, Bombay, Ceilán, Varsovia, en 1950; Italia y Rusia en 1951, país al que viaja en 1952 y 1953, año en el que también estará en Berlín y Dinamarca. Podríamos detenernos con el poeta en los meses de Capri y recorrer con él los itinerarios del cuerpo de Matilde y de la isla en la que consigue descansar y volver al amor; podríamos seguir luego al poeta en sus regresos a Chile en 1952 y sucesivos viajes; podríamos ir con él a Brasil, a Francia, o a Oxford en 1965, y de nuevo a París, a Hungría, a los Estados Unidos, al Perú, a Italia, Francia, Inglaterra en 1967, a la embajada de Francia en 1971. Textos nos acompañarían, pero dejaríamos un cuadro breve y, por breve, muy impresionista de cada viaje. Parece oportuno centrarnos en algunos motivos temáticos que nos organicen los retornos.
Toda la construcción del viaje genera un espacio poético del regreso. En la creación del mismo se suceden situaciones que concentran los retornos más determinantes, los que tuvieron que ver con episodios que transformaron su vida y su poesía. Hernán Loyola ha organizado las prosas de regreso en relación a dos momentos centrales: el que recorre 1931-1939, Santiago-Madrid ida y vuelta y El retorno del soldado errante, dedicado a 1952-55, tras el período de exilio iniciado en 1949. Las circunstancias diferentes resuelven en intensidad textual lo que, en poesía, tiene también muchos registros. La selección de imágenes es imprescindible para encontrarnos con los momentos donde se va estableciendo un sentido de retorno a un lugar intenso y abandonado al que se desea volver. “La copa de sangre” (IV: 416'418) es uno de esos textos intensos con los que traza una manera de proceder y poetizar el espacio. Escrito probablemente en Temuco, en agosto de 1938, anuncia desde el principio la condición del retorno y sus reencuentros con un espacio familiar y originario:
Cuando remotamente regreso y en el extraordinario azar de los trenes, como los antepasados sobre las cabalgaduras, me quedo sobredormido y enredado en mis exclusivas propiedades, veo a través de lo negro de los años cruzándolo todo como una enredadera nevada... La nueva presencia en la tierra familiar le lleva a una identificación con la misma:
pertenezco a un pedazo de pobre tierra austral hacia la Araucanía, han venido mis actos desde los más distantes relojes, como si aquella tierra boscosa y perpetuamente en lluvia tuviera un secreto mío que no conozco y que debo saber, y que busco, perdidamente, ciegamente, examinando largos ríos, vegetaciones, inconcebibles montones de madera, mares del sur, hundiéndome en la botánica y en la lluvia, sin llegar a esa privilegiada espuma que las olas depositan y rompen, sin llegar a ese metro de tierra especial, sin tocar mi verdadera arena.
Y en ella sin embargo el poeta nos cuenta la búsqueda sin encuentro con las materias, mares y tierras, hasta que un recuerdo de infancia, un ritual de familia habitual en el sur la copa de sangre de un cordero recién sacrificado ofrecida al niño le ofrece una identidad duradera:
Entonces, mientras el tren nocturno toca violentamente estaciones madereras o carboníferas como si en medio del mar de la noche se sacudiera contra los arrecifes, me siento disminuido y escolar, niño en el frío de la zona sur, con el colegio en los deslindes del pueblo, y contra el corazón los grandes, húmedos boscajes del Sur del mundo. Entro en un patio, voy vestido de negro, tengo corbata de poeta, mis tíos están allí todos reunidos, son todos inmensos, debajo del árbol guitarras y cuchillos, cantos que rápidamente entrecortan el áspero vino. Y entonces abren la garganta de un cordero palpitante [...] y pálido, indeciso, perdido en medio de la desierta infancia, levanto y bebo la copa de sangre.
El regreso tiende a dirigirse siempre a la memoria de acontecimientos que pueblan los lugares a través del tiempo. El retorno se carga también de novedades en las que la memoria juega a descubrir las cosas que se han transformado, a reconocerse con los objetos o los árboles, a transformar los espacios con nuevos aportes. En 1952 vuelve a la casa de los Guindos, la que fundó en 1943 y compartirá con Delia del Carril hasta 1955. “El olor del regreso” se hace sensación que la memoria establece en los recorridos por las estancias y el jardín:
Mi casa es profunda y ramosa. Tiene rincones en los que, después de tanta ausencia, me gusta perderme y saborear el regreso. En el jardín han crecido matorrales misteriosos y fragancias que yo desconocía [...] Los castaños han sido los últimos en reconocerme [...] La biblioteca me reserva un olor profundo de invierno y postrimerías. Es entre todas las cosas la que más se impregnó de ausencias (IV: 851-852),
mientras la naturaleza va provocando recuerdos y el regresado sitúa en la casa, desde los cajones que abre, libros, caracolas o un mascarón de proa, “los nuevos habitantes” que se reconocen en un espacio al que nos dice que está llegando por el estallido de la primavera que es como “la juventud que golpea con sus recuerdos y su más arrobador aroma” (IV: 854). La memoria establece también una identificación con el regreso y, desde ella, el poeta recuenta una y otra vez viajes. Un texto significativo es “Viaje de vuelta”, un amplio escrito en donde recuerda su salida de 1949 y un breve encuentro con Temuco y, minuciosa e ideológicamente, pasa revista a sus viajes del período: Leningrado, Moscú, Stalingrado, el viaje en el Transiberiano, Mongolia, un vuelo a China, recorridos por Shangai, Pekín, y más lugares luego de Europa donde va cantando las excelencias de todo lo que ha visto, para afirmar una posibilidad similar en el Chile al que ha vuelto y donde siempre, nos dice, estarán sus raíces. Navegaciones y regresos, el cuarto libro de las Odas elementales, publicado en 1959, resulta muchas veces poetización de estos episodios: “A Chile, de regreso”, “Encuentro en el mar con las aguas de Chile”, “Regreso” son ejemplos del establecimiento de una memoria del viaje que se entrega al retornar:
Patria, otra vez regreso a mi destino.
La fundación del espacio del regreso
El Neruda que está escribiendo su retorno es el mismo que escribe los Cien sonetos de amor concluidos también en 1959, donde la identidad amorosa funda un espacio familiar con Matilde en imágenes que tiene que ver con una geografía que es la de “las casas del Poeta”, principalmente el entorno de Isla Negra que en años sucesivos se convierte en espacio principal de la memoria: en 1966, Una casa en la arena, y en 1973, Geografía de Pablo Neruda[6] textualizan y recrean fotográficamente un hábitat que es el del amor y la vida cotidiana, y sigue siendo el de la poetización permanente de la historia con su crisis ya abiertas. El poeta que escribe Canción de gesta en 1960, dedicando el libro a la revolución cubana, es el mismo que pide silencio al comienzo de Estravagario (1958) en una inflexión hacia lo personal e íntimo que no contradice el papel público que realiza cuando es convocado para ello. En la poética final se intensifican fragmentariamente recuerdos del viajero y sobre todo la constatación del mismo permanente viaje descrito en Fin de mundo (1969), por la presentación de sí mismo como “El que buscó” en recorridos por “ciudades enemigas” en las que “nunca encontré lo que buscaba”. La acción doble del viajero se concreta en poemas como “Anduve”, o la del que regresa en “Volver volviendo”. En los libros póstumos aparece la síntesis del viaje que ha realizado a lo largo de toda su vida, como en “Regresos” de Jardín de invierno:
Yo soy el hombre de tantos regresos
Notas
[2] La broma de Neruda sobre el libro de Rodríguez Monegal también podía tener otro origen más externo, como son las posiciones que éste mantiene en su introducción sobre la no concesión del Premio Nóbel al chileno en 1963-1964: “Es ingenuo pensar, como se ha hecho, en una conspiración internacional de terribles y diligentes enemigos”, dice Rodríguez Monegal en la página 12. En 1966, Rodríguez Monegal aparece, como director de la revista Mundo Nuevo, financiado por la Fundación Ford, que a su vez financiaba la CIA y el entorno del Congreso por la Libertad de la Cultura, que sí tuvo una posición activa contra el Nóbel a Neruda en aquellos años. [3] Alain Sicard, El pensamiento poético de Pablo Neruda, Madrid, Gredos, 1981, págs. 416-418. [4] Amado Alonso, Poesía y estilo de Pablo Neruda, Buenos Aires, Sudamericana, 1951. [5] En “Alturas de Macchu Picchu” el conocimiento comienza por el encuentro con “un mundo como una torre enterrada” (v. 13). [6] Los dos bellos libros tienen la siguiente identificación editorial: Pablo Neruda, Sara Facio y Alicia d’Amico (fotografías), Geografía de Pablo Neruda, Barcelona, Ayma Editora, 1973; y Pablo Neruda, Una casa en la arena, fotografías de Sergio Larraín, Barcelona, Lumen, 1966. |