Agonía, presencia y
hermetismo en la poética
de Pablo Neruda y Walt
Whitman.
Ensayo sobre una metáfora
de apertura


Álvaro Rodríguez Cespedes
Periferike, Bilbao


____________________________  

Virtualidad y significación
Palabra poética: exceso y presencia
Poesía: agonía patética
Contaminación, asimilación y
    otra vez Presencia

Ascensión. El lugar de la Palabra
Despedida
♦ Bibliografía




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Este ensayo aborda algunas relaciones intertextuales y simbólicas que unen a los dos más grandes poetas del continente americano: Walt Whitman y Pablo Neruda. Afirmar que ellos son los más importante e influyentes podrá parecer injusto, o al menos exagerado, si consideramos la presencia de una larga lista de grandes poetas americanos, de la talla de Emily Dickinson en lengua inglesa y César Vallejo en lengua española (sólo por nombrar dos de los más extraños y profundos). Aún con esta seria dificultad, la hipótesis que defiende este trabajo es que Whitman y Neruda son los más grandes no porque salgan vencedores en una comparación de estilo, ritmo u otras consideraciones técnicas, sino porque su mundo imaginario (y mitológico) funda el ser poético americano; según nuestra interpretación sin la matriz de sus figuras retóricas la América poética (de lengua inglesa y española respectivamente) no habría sido posible. El criterio interpretativo que atraviesa esta ponencia lo constituye el considerar la poética de Neruda y Whitman como potencia imaginaria, es decir, como una presencia (fuerza), de cuyo caudal de figuras retóricas emanan infinitas posibilidades de identidad individual y colectiva.

Tanto Leaves of Grass de Whitman como El Canto General[1] de Neruda, y esto es algo que rompe las barreras idiomáticas, podrían ser caracterizadas como obras caudalosas en las que el torrente de palabras y de imágenes desborda toda consideración formal posible: las voces poéticas no sólo son todos y cada uno de los hombres, sino también todas las cosas, naturaleza, muerte, regeneración. Del vértigo y el riesgo que implica este intenso fluido ninguna poesía sale incólume, y sólo unas pocas airosas. Whitman y Neruda constituyen dos casos americanos de este triunfo, por ello este trabajo considera el mundo poético como un protoplasma donde la conciencia americana encuentra los elementos y tecnologías retóricas para el conocimiento de su identidad no sólo poética, sino también histórica y política.

Este carácter protoplasmático define ante todo el Ser de la poesía. Las tecnologías retóricas de persuasión que hay en Neruda y Whitman adquieren un carácter polifónico, caudaloso, fluvial, caótico. La fuerza imaginaria se hace real, se realiza en una experiencia traumática que produce una fisura en el yo del poeta. Esta herida constituye un Pathos abierto en medio de la corteza mudable que es el yo poético. Así, tanto en Song of My Self como en los poemarios que componen Residencia en la Tierra (I, II y III) el yo poético se muestra en medio de una aventura políglota, polilógica y polimorfa. Podemos definir un pathos metamórfico y un metamorfismo patético que consiste en aceptar el asombroso reto de Whitman y Neruda, esto es, el experimentar que la poesía en ellos deviene en mundo, en una galaxia de posibilidades, en un cosmos de escenificaciones donde la esencia de la identidad es siempre estar en otra parte. Así la poesía se vuelve errancia entre un “haber dicho” (finalidad) y un “no acabar nunca de decir lo que tiene que decir” (provisionalidad). La definición del pathos poético muestra de manera superlativa esta tensión entre la aspiración a la eternidad y la perfección expresiva (que intenta una comunicación clara, categórica, terminante) y el ineluctable fantasma de la imperfección expresiva (gracias a  la cual el texto se proyecta incansablemente sobre el tiempo, con la certeza de que su retórica será  una y otra vez revisada por contextos históricos no imaginados).

 

Virtualidad y significación

Ninguna realidad susceptible de ser  comprendida como texto, es decir legible, interpretable, posee un significado unívoco ni último. Un poema no oculta verdad alguna, expresa algo que sólo él puede expresar, de manera que su interpretación en nada puede parecerse al acto de develar, de sacar a la luz un significado ya preexistente. Un gran poema es ante todo una irrupción en nuestro presente de una realidad que antes no existía y que nos impele fuertemente a reconstruir y reinterpretar nuestro mundo, nuestro yo (identidad). En un precioso libro titulado El acto de leer (1987) W. Iser desarrolla, con sutileza y profundidad difíciles de imitar, una noción clave para nuestras intenciones expositivas: el significado de  un texto (literario) poético se realiza en un proceso constructivo, esto es, a través de una experiencia estética en la que el lector “recibe el sentido del texto en cuanto lo constituye” (Iser 1987: 45) y crea las condiciones de la constitución del sentido del texto. El significado es un acontecimiento, un fenómeno.  Recordemos que el énfasis del hecho estético como lugar de encuentro entre poesía (texto) y lector había sido puesto de relieve, entre otros, por el poeta-profeta norteamericano Emerson: un poema es siempre un  nuevo poema al encuentro con un nuevo lector:

 

Emerson dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados. Despiertan cuando los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas. Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético (Borges 2000: 100).

 

Iser retoma este enunciado y nos muestra algunas de sus más importantes consecuencias y derivaciones. Los “espíritus hechizados” que veía Emerson son traducidos por el lenguaje hermenéutico de Iser en matrices o urdimbres de sentido (a las que el autor se refiere como repertorio y estrategias del texto) que se hacen presencia en una infinidad de significados concretos, ninguno de los cuales, por otra parte, puede arrogarse la pretensión de ser el verdadero, el único o definitivo. Asumir que el poema se “realiza” en el encuentro (experiencia) de dos polos, el artístico o creativo del autor y el estético o constructivo del lector, permite a Iser extraer varias consideraciones significativas. Por una parte, el “lugar” de la realización de la obra poética es un espacio virtual (existe sólo singular y momentáneamente) y, por otra, su ser expresa un límite o borde. Virtualidad y liminalidad son los dos atributos que indican la imposibilidad de identificar la obra con uno u otro polo y, además, manifiestan con exactitud la dialéctica entre el aspecto formal-estructural del texto y el experiencial-subjetivo (contingente) del lector. La tensión que caracteriza al significado como acontecimiento se muestra sobre todo como un exceso, de este ser fluido y posible, que rebasa ampliamente a las partes involucradas[2]. Ahora bien, la virtualidad del encuentro no niega su concreción, por el contrario, la hace posible: el lugar donde convergen texto y lector es un lugar limitado por condicionantes socio-históricas y por los sistemas simbólicos (culturales), es decir, es un lugar especificado. La noción de significación como praxis nos aleja de cualquier automatismo y también de todo subjetivismo. El esfuerzo imaginativo-creador que exige el encuentro con el poema niega la noción de una recepción pasiva de un significado fijo, a la vez que se revela como un esfuerzo mediado por la cultura, por sus formas perceptivo-conceptuales y expresivas; la experiencia estética no es nunca ni completamente subjetiva ni totalmente objetiva, es en sí misma una mediación de lo objetivo por lo subjetivo, y viceversa. Desde esta perspectiva teórica es necesario abandonar la  concepción difundida de la obra “como manifestación de un significado representativo” —de una época, clase o momento histórico—, en cambio habría que aproximarse a la certeza de que “la interacción del texto configura un privilegiado campo de observación, tanto de las normas sociales e históricas de su entorno como aquellas de sus lectores potenciales” (Iser 1987: 34). 

 

Palabra poética: exceso y presencia

Volvamos a la noción de obra como exceso. Nada mejor que esta imagen para hablar de Whitman y de Neruda, ambos son sin duda poetas excesivos tanto en el sentido estético que hemos apuntado anteriormente, como en su sentido de transgresión moral o espiritual. El caso de Whitman es paradigmático. En las numerosas ediciones que conoció Leaves of Grass (entre 1855 y 1892) nunca cesó de acusársele de deficiente en rima e irregular en ritmo, de obscena y dislocada.  Tanto escándalo producía Whitman en la crítica que el año de su muerte, 1892, el New York Times decía que a Whitman no se le podía llamar un gran poeta, a riesgo de negar para la poesía su estatuto de arte (Loving 2002: 13). Sabemos que sólo Emerson, su poeta-padre e inspirador, se estremeció y sintió en los versos de Whitman el latir de una nueva poética emanada del canto a la naturaleza, que yace en el hombre americano, y en cada hombre, tanto en su grandeza como en su insignificancia, en su singularidad como en su universalidad. Cabría aquí preguntarse ¿qué era lo inconcebible de la poética de Whitman que sólo Emerson supo comprender?

Un punto de partida para construir una respuesta se halla en la anotación de Borges citada a propósito de este gran poeta y profeta norteamericano. Tanto para Emerson como para Whitman la Palabra poética (con mayúscula) es palabra sintonizada con el fluir del cosmos, con sus leyes más íntimas. Hay en ambos una vacación e invocación litúrgicas de la epifanía divina. Para Emerson la poética de Whitman es poderosa debido a que encarna de manera total la idea de Poeta-Dios, es decir el poeta como liberador y redentor, como mediador y testigo del hombre generalizado y redimido. La idea de que todos los dioses alguna vez fueron hombres obsesiona a Whitman, por ello en la sección 43 de Song of My Self la aceptación de Dios no sólo implica la aceptación de la multiplicidad de su presencia (en un sentido panteísta): en los Evangelios, los sermones de Buda, los libros védicos, el Corán o el Tonalpohuali; también, y este es el énfasis central del poema, proclama otra certeza esencial: se cumplirá un tiempo en que los hombres serán dioses y donde cada cosa del mundo, hasta la brizna más pequeña será rescatada, resurrecta del olvido y la indiferencia, y restituida en su valor. En la parte final del Song of My Self, Dios avanza en una procesión sencilla y multitudinaria. Es como si la victoria que reclamaba Emerson para Norteamérica, después de la derrota del Gólgota, se hiciera carne en la poética whitmaniana a través de una extraña posesión del mundo: la celebración del yo y el autoerotismo (sexo) que expresan una cifra del macrocosmos. Así cuando comienza diciendo: “I celebrate myself, and sing myself” lanza una invocación abreviada del cosmos, de la omnipresencia de Dios. Todavía con mayor fuerza en las últimas secciones del Canto (digamos de la 41 en adelante) se aprecia como el yo poético se asimila casi por completo al hombre dios, por ejemplo en la sección 48:

 

Escucho y veo a Dios en cada cosa, /pero no lo/ comprendo en lo más mínimo, / Ni comprendo cómo pueda existir algo más prodigioso/ que yo mismo. / ¿Por qué desearía yo ver a Dios mejor que en este día?/ Algo veo de Dios en cada hora de las veinticuatro y en/ cada uno de sus minutos, / En el rostro de los hombres y de las mujeres veo a/ Dios, y en mi propio rostro en el espejo; / Encuentro cartas de Dios tiradas por la calle y su/ firma en cada una, / Y las dejo donde están porque sé que dondequiera que/ vaya, Otras llegarán puntualmente. (Whitman 1969[3]: sección 48)

 

Creo que Emerson veía en la poesía de Whitman la manifestación de una poderosa presencia. Preguntarse si el propio Whitman era consciente de ella es superfluo o cundo menos secundario, pues su poesía Es esa presencia. La poesía como exceso deviene, ahora, como presencia, como una presencia excesiva. En la sección 24 del poema dice “Walt Whitman, un cosmos…” aunque para ser francos hay que reconocer que al leer Hojas de hierba lo que se experimenta es más bien un caos. Al leer estos caudalosos poemas el lector se ve arrastrado hacia un espacio imaginario donde no hay certeza de si habrá salida o si quedaremos perpetuamente atrapados por su intensidad y su belleza. Borges, gran lector ( y traductor) de Whitman dijo: “su fuerza es tan avasalladora y tan evidente que sólo percibimos que es fuerte” (Borges 1980: 139). Por su parte Neruda, quien toma  a Whitman como substrato de su creación, siente que las palabras no caben en él, que nunca cupieron. El poema Final de Crepusculario (1923) denota esta extraña posesión:

 

Vinieron las palabras, y mi corazón, /incontenible como un amanecer,/ se rompió en las palabras y se apegó a su vuelo, y en sus fugas heroicas lo llevan y lo arrastran,/ abandonado y loco, y olvidado bajo ellas/ como un pájaro muerto, debajo de sus alas. (Neruda 1973: 79).

 

Si parafraseamos en cifra el poema Arte poética de Residencia en la Tierra, veremos la forma en que el yo poético es poseído, vaciado y reconstituido en palabra profética:

 

Entre sombra y espacio…/tengo las misma sed ausente y la misma fiebre fría/ un oído que nace, una angustia indirecta…/las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio,/el ruido de un día que arde con sacrificio/ me piden lo profético que hay en mí…/un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos…/ un movimiento sin tregua y un nombre confuso (Neruda 1973: 184-85).

 

En Alturas de Macchu Picchu (1950), quizá uno de los poemas más bellos y magnéticos de Neruda, se expresa esta búsqueda que es asimilación, identificación fugaz, muerte y resurrección (renacimiento) a través de la palabra. Revisemos algún fragmento clave en este sentido:

 

Alguien que me esperó entre los violines / encontró un mundo como una torre enterrada / hundiendo su espiral más bajo de todas / las hojas de color de ronco azufre: / más bajo, en el oro de la geología, / como una espada envuelta en meteoros, / hundí la mano turbulenta y dulce / en lo más genital de lo terrestre. (Neruda 1973: I: 331)

 

y luego:

 

Cuántas veces en las calles de invierno de una ciudad o en / un autobús o un barco en el crepúsculo. O en la soledad más espesa / la de la noche de fiesta, bajo el sonido / de sombras y campanas, en la misma gruta del placer humano, / me quise detener a buscar la eterna veta insondable / que antes toqué en al piedra o en el relámpago que el beso / desprendía…/ No pude asir sino un racimo de rostros o de máscaras / precipitadas, como anillos de oro vacío, / como ropas dispersas hijas de un otoño rabioso / que hiciera temblar el miserable árbol de las razas asustadas. (Neruda 1973: II: 332-33).

 

Las secciones VI y VII del poema marcan la ascensión al lugar (las cimas andinas) donde la Palabra debe ser invocada como presencia de las voces silenciadas, aunque sobre ello volveré más adelante. Por ahora me interesa mostrar la relación entre muerte y resurrección (presencia) poética:

 

Muertos de un solo abismo, sombras de una / hondonada, / la profunda, es así como el tamaño de vuestra magnitud / vino la verdadera, la más abrasadora / muerte y desde las rocas taladradas, / desde los capiteles escarlata, / desde los acueductos escalares / os desplomasteis como en un otoño / en una sola muerte. / Hoy el aire vacío ya no llora, / ya no conoce vuestros pies de arcilla, / ya olvidó vuestros cántaros que filtraban el cielo / cuando lo derramaban los cuchillos del rayo, / y el árbol  poderoso fue comido / por la niebla, y cortado por la racha;

 

y proclama:

 

Pero una permanencia de piedra y de palabra: / la ciudad como un vaso se levantó en las manos / de todos, vivos, muertos, callados, sostenidos / de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe / de pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada: / este arrecife andino de colonias glaciales (Neruda 1973: VII: 336-37).

 

La interpelación e invocación de la muerte aparece en otro gran poema de Whitman  When Lilacs last in the Dooryard  Bloom’D (La última vez que florecieron las lilas en el huerto). En este extenso poemario dedicado al presidente Lincoln, asesinado en 1865, la voz poética anuncia la muerte a través el canto enigmático de un tordo, pero este horizonte mortal es también reconciliación y renacimiento[4].

He mostrado en estos fragmentos un tono en que la palabra poética parece poseída por una fuerza extremadamente poderosa, pero he intentado expresar que esta fuerza  emana no tanto de su carácter oculto (dudo que haya en ella substancia alguna), sino que es praxis poética: la palabra abriéndose, manifestando su ser como un complejo sistema hidráulico que riega e inunda. Lo que en verdad ha ejercido, ejerce y seguirá ejerciendo poder sobre los lectores de Neruda y Whitman es ese impresionante tejido de sentidos y de imágenes retóricas que hay en sus poemas; un exceso que nos arrastra e identifica, pero que difícilmente podemos asimilar. A este atributo me refería cuando, al principio de este escrito, hablaba del mundo poético de estos dos creadores como protoplasma, es decir, como un magma indeterminado y determinante del que surgen infinitos procesos de creación-recepción, de interpretación-significación.

 

Poesía: agonía patética

En un libro tan magnífico como provocador, Harold Bloom (2002) plantea que las grandes obras poéticas, que él llama canónicas, están marcadas por la extrañeza derivada de unas formas de originalidad que difícilmente podemos comprender: “un signo de originalidad capaz de otorgar el estatus canónico a una obra literaria es esa extrañeza que nunca acabamos de asimilar, o que se convierte en algo tan asumido que permanecemos ciegos a sus características” (Bloom 2002: 14). La poesía surge de una lucha contra el mundo y su raíz central es lo que Bloom llama agón, es decir, un decurso de “influencias” donde el poeta es la vez texto y contexto de la angustia. Para este polémico crítico, cuyo principal objetivo de ataque es lo que él llama la “escuela del resentimiento”[5], lo que verdaderamente constituye el pathos de una obra literaria-poética es la constelación de influencias donde el creador se debate angustiosamente. La especificidad de lo estético no se deja reducir ni a lo psicológico, ni a lo cultural o a lo histórico: se trata de relaciones intertextuales en las que el ámbito tropológico es determinante para la obra de arte, y donde lo psicológico y lo histórico aparecen como resultado de una lectura errónea o de un encubrimiento (Ver Bloom 2002: 17-18). Es de sumo interés destacar que el origen de la creación artística presenta un aspecto patético o patológico, en el doble sentido de ser una desviación, tanto como un fuerza emocional, parcialmente consciente y, sobre todo, irreductible a un ethos o a un logos.

Este aspecto agónico-patético me parece ser la fuente de la productividad y de la originalidad poética de Whitman, cuya presencia poética sigue siendo re-petida y re-citada. Quiero destacar ante todo que la forma de la poesía en tanto medio o significante, en cuanto substrato retórico, encarna esta angustia, es ella misma. En las secciones 27-28 y 29 del Canto pueden apreciarse la expresividad patológica y la crisis whitmaniana:

 

Me libro al fin para enfrentarme con el enigma de los / enigmas, / El enigma del Ser (26). Ser en cualquier forma, ¿qué es eso? / (Giramos y giramos para volver al mismo punto, todos / nosotros, sin fin),…/apenas puedo resistir el roce de mi cuerpo o el de otro (27)

 

y en la siguiente:

 

Los centinelas abandonan todas las otras partes de mi/ cuerpo,/ Me han dejado desamparado a merced de un rojo/ Asesino[6]./ Todos acuden al promontorio para acusarme y/ Atacarme./Los traidores me han entregado,/ Balbuceo de manera insensata, me he vuelto loco, soy/ El que traiciona,/ Yo fui el primero que arribé al promontorio, mis/ Propias manos me llevaron./¡Tacto malvado!, ¿qué estás haciendo? El aliento se/ corta en la garganta, / ¡Ya no puedo más! ¡Abrid las compuertas! (Whitman 1969: sección 28)

 

La referencia de la ascensión al promontorio, al igual que he comentado respecto de la ciudad andina de Macchu Picchu para Neruda, parece ser para Whitman el lugar de la invocación de la Palabra poética: un promontorio rodeado por la inmensa mar que es reunificación y muerte. El pathos es aquí una lucha múltiple en la que se enfrentan los fragmentos de un Yo que ha estallado metafóricamente, expresando la letanía de la mar que anuncia la muerte y el regreso al origen unitario. Las palabras que trae la mar son palabras de muerte, de transformación y redención, son palabras sagradas.

El substrato de crisis y angustia, una serie de identificaciones momentáneas, y la evocación de la mar, la noche y la muerte como el lugar de la unidad y del cambio, son también imágenes claves para penetrar en la magnífica tri-patología poética que es Residencia en la Tierra (1, 2 y 3). Estas obras escritas entre las dos décadas que van de 1924 a 1945,  y atravesadas por experiencias tan determinantes para Neftalí Reyes como la Guerra Civil Española, el fascismo y la Segunda Guerra Mundial, se me antojan como los poemas que mejor expresan la influencia de Whitman en el agón nerudiano. Sobre todo en la primera Residencia, la imaginación poética, constituye  un caos sombrío que se identifica con la muerte, o más exactamente con el suicidio. El Yo heteronómico de Whitman se expresa en Neruda en un tono enteramente patológico, arrastrado y herido en una deriva sin fin ni territorio. Este yo nerudiano, que adopta la máscara de un hombre infinito, no se encuentra en ninguna parte. Residencia en la Tierra (1) es un poema desintegrador donde el yo poético de Neruda está fuera de control, desbocado en una caída y probablemente en un regreso, por ejemplo en el primer poema, Galope muerto[7], oímos:

 

Es que de dónde, por dónde, en qué orilla? / El rodeo constante, incierto, tan mudo, / como las lilas alrededor del convento, / o la llegada de la muerte a la lengua del buey / que cae a tumbos, guardabajo, y cuyos cuernos quieren sonar. / Por eso, en lo inmóvil, deteniéndose, percibir, / entonces, como aleteo inmenso, encima, /como abejas muertas o números, / ay, lo que mi corazón pálido no puede abarcar, / en multitudes, en lágrimas saliendo apenas, / y esfuerzos humanos, tormentas, / acciones negras descubiertas de repente/ como hielos, desorden vasto, / oceánico, para mí que entro cantando, / como con una espada entre indefensos. (Neruda 1973: 169-70)

 

En toda la primera Residencia Neruda expresa la angustia de un yo disuelto y cambiante, aunque fuertemente presente, que se funde con la letanía de la mar, los paisajes exóticos; pero sobre todo lo hace con la letanía de lo humano como sufrimiento, rasgo que exuda espesamente en cada uno de sus versos. Es aquí donde la figura de Whitman (como poeta del alma que sufre oscuramente) emerge como figura simbólica central de la voz nerudiana. La mimesis deliberada de Neruda con Whitman como el poeta “que expresa lo desconocido”, aquello que no ha sido nombrado y que “tiene los ojos bien abiertos para verlo todo”, hay que reconocerlo, le quita originalidad. Sin embargo, sostengo que en ciertos pasajes de Residencia en la Tierra, y sobre todo en Alturas de Machu Pichu, Neruda sí resiste la equiparación de ser el Whitman de la lengua española. Veamos primero  algunos versos ejemplares de Residencia:

 

Vago de un punto a otro, absorbo ilusiones, / converso con los sastres en sus nidos: / ellos, a menudo, con voz fatal y fría / cantan y hacen huir los maleficios.
Hay un país extenso en el cielo / con las supersticiosas alfombras del arco iris/ y con vegetaciones vesperales: / hacia allá me dirijo, no sin cierta fatiga, / pisando una tierra removida de sepulcros un tanto frescos, / yo sueño entre esas plantas de legumbre confusa (Caballo de los sueños, Neruda 1973: 171).

 

También en el final de Colección nocturna:

 

Mi corazón, es tarde y sin orillas, / el día, como un pobre mantel puesto a secar, / oscila rodeado de seres y extensión: / de cada ser viviente hay algo en la atmósfera: / mirando mucho el aire aparecerían mendigos, / abogados, bandidos, carteros, costureras, / y un poco de cada oficio, un resto humillado / quiere trabajar su parte en nuestro interior. / Yo busco desde ataño, yo examino sin arrogancia, / conquistado, sin duda, por lo vespertino (Neruda 1973: 179).

 

En el poema Unidad podemos sentir la fuerza del hermetismo en Neruda, algo de total sello whitmaniano:

 

Hay algo denso, unido, sentado en el fondo, / repitiendo su número, su señal idéntica. / Cómo se nota que las piedras han tocado el tiempo, / en su fina materia hay olor a edad, / y el agua que trae el mar, de sal y sueño.
Me rodea una misma cosa, un solo movimiento: / el peso del mineral, la luz de la miel, / se pegan al sonido de la palabra noche: / la tinta del trigo, del marfil, del llanto, / envejecidas, desteñidas, uniformes, / se unen en torno a mí como paredes.
Trabajo sordamente, girando sobre mí mismo, / como el cuervo sobre la muerte, el cuervo de luto. / Pienso, aislado en lo extremo de las estaciones, / central, rodeado de geografía silenciosa: / una temperatura parcial cae del cielo, / un extremo imperio de confusas unidades / se reúne, rodeándome (Neruda 1973: 173).

 

En la segunda Residencia en la Tierra (1931-1935), especialmente en dos conocidos poemas, Barcarola y El sur del océano, la voz poética está atravesada por un sufrimiento inascible, las voces llegan y anuncian oscuramente un lugar oculto, nocturno, marítimo:

 

Si tu soplaras en mi corazón cerca del mar; / como un fantasma blanco, / al borde de la espuma, / en mitad del viento, / como un fantasma desencadenado, a la orilla del mar, llorando.
Como ausencia extendida, como campana súbita, / el mar reparte el sonido del corazón, / lloviendo, atardeciendo, en una casa sola: / la noche cae sin duda, / y su lúgubre azul de estandarte en naufragio / se puebla de planetas de plata enronquecida…
En la estación marina / su caracol de sombra circula como un grito, / los pájaros del mar lo desestiman y huyen, / sus listas de sonidos, sus lúgubres barrotes / se levantan a orillas del océano solo (Neruda 1973: 211-12).

 

También en el poema El sur del Océano encontramos una extraña referencia marítima, un tiempo, un chispazo que “debajo del océano mira”, y en su parte final dice:

 

Es una región sola, ya he hablado / de esta región tan sola, / donde la tierra está llena de océano, / y no hay nadie sino unas huellas de caballo, / no hay nadie sino el viento, no hay nadie / sino al lluvia que cae sobre las aguas del mar, / nadie sino la lluvia que crece sobre el mar (Neruda 1973: 214).

 

Contaminación,  asimilación y otra vez Presencia

Un rasgo predominante de la presencia poética es su virulencia, cuestión que toca especialmente al huésped eterno de este drama: el lector. Al leer Song of My Self, Residencia en la Tierra o Alturas de Macchu Picchu, uno nunca deja de sentir una mezcla de familiaridad y extrañeza, de identificación y distancia, pero es sólo a través de esta delicada dialéctica que logramos comprender y dotar de significado al texto. Contaminación y asimilación son dos de extremos de  la poderosa retórica de estos dos poetas elegíacos. Whitman nos lleva al afuera, a los atardeceres de su amado Paumanok, a los campos de batalla, a los ríos arteriales de América, al bosque; su cantar es el de una letanía que a través de una epifanía –el canto enigmático de un cuervo, en un atardecer marítimo o una medianoche- se hace presencia. La epifanía posee la estructura del despertar y el contacto con el yo poético de Whitman es presencia inmediata:

 

Quédate conmigo este día y esta noche y serás dueño/ del origen de todos los poemas,/ Serás dueño de los bienes de la tierra y el sol (aún/ quedan millones de soles)/Ya no recibirás de segunda o de tercera mano las/ cosas, ni mirarás por los ojos de los muertos, ni/ te alimentarás de los espectros de los libros,/ Tampoco mirarás por mis ojos, ni aceptarás lo que te/ digo/ Oirás lo que te llega de todos lados y lo tamizarás (Whitman 1969: sección 2).

 

Neruda en su extenso poemario de búsqueda, erotismo e identificación que es el Hondero entusiasta (1923-1933) dice:

 

Porque tú eres mi ruta. Te forjé en lucha viva. / De mi pelea oscura contra mí mismo, fuiste. / Tienes de mí ese sello de avidez no saciada. / Desde que yo los miro tus ojos son más tristes. / Vamos juntos. Rompamos este camino juntos. / Seré la ruta tuya. Pasa. Déjeme irme. / Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame. / Haz tambalear los cercos de mis últimos límites (Neruda 1973: 163).

 

Veo de común en la voz de Whitman y Neruda, el hecho de que el yo caótico del poeta “sufre” una serie de identificaciones momentáneas en la que sólo prevalece la sensación de ambigüedad entre lo transitorio y lo permanente. La  fina dialéctica entre lo interno y lo externo busca una mediación en la que la que cualquier identidad es frágil y mutable. La fuerza centrífuga que actúa sobre la poética provoca que el Yo sea no sólo plural, sino sobre todo infinito en la medida que cuenta, como hemos sugerido, con el lector como una personaje más del poema. Las dos obras elegíacas que hemos invocado, el Canto a Mí mismo y el Canto General,  muestran una cautivante metamorfosis tropológica de la que el Yo sale fragmentado. Hay en ellas desde un naturalismo que usa la hierba y la piedra, las montañas y los ríos, la sal, una poética del cuerpo y la sexualidad, un historicismo donde el yo poético se funde con las voces apagadas o silenciadas, y la evocación permanente del mar, los astros, la tierra y la muerte como el lugar de la transformación y la germinación. Por ejemplo Whitman dice en la sección 17 del Canto:

 

Estos son en verdad los pensamientos de todos los/hombres en todas las épocas y países: no son/originales míos, /Si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada, /Si no son el enigma ni la solución del enigma, son/nada, /Si no son tan cercanos como lejanos, son nada. /Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua, /Este es el aire común que baña el planeta. (Whitman 1969: sección 17)

 

En Alturas de Macchu Picchu Neruda se sumerge y escarba en el universo abstracto de la piedra, mas no busca en él la medida de la perfección artística, sino que (al igual que Whitman) busca los cuerpos sedimentados en los intersticios, tocados por la ráfaga y la noche. En la soberbia sección XI del poema se observa el aire de conjuro, de petición y profecía, con tal intensidad que nos abarca y compromete por completo, de modo que literalmente nos aprestamos a renacer en el poema:

 

Cuando, como una herradura de élitros rojos, el cóndor / furibundo / me golpea las sienes en el orden del vuelo / y el huracán de plumas carniceras barre el polvo sombrío / de las escalinatas diagonales, no veo a la bestia veloz, / no veo el ciego ciclo de sus garras, / veo el antiguo ser, servidor, el dormido / en los campos, veo un cuerpo, mil cuerpos, un hombre, mil / mujeres, / bajo la racha negra, negros de lluvia y noche, / con la piedra pesada de la estatua: / Juan Cortapiedras, hijo de Wiracocha, / Juan Comefrío, hijo de estrella verde, / Juan Piesdescalzos, nieto de la turquesa, / sube a nacer conmigo hermano. (Neruda 1973: 342-43)

 

Hay en ambos poetas un deambular y una identificación con todos los hombres, de todas clases y condiciones, pero extrañamente es esta una identificación que tiende a diluir el Yo o más exactamente a mostrarlo en toda su multiplicidad y complejidad. Whitman nos da ahora otra vuelta de tuerca y nos sitúa en otro confín de su cartografía psíquica; oigamos en este punto un breve y enigmático  fragmento del Canto:

 

Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará/ ante ti, / Y tú no te rebajaras ante él. / Tiéndete en el pasto conmigo, desembaraza tu/ garganta, /No son palabras, ni música, ni versos lo que preciso,/ Ni hábitos ni discursos ni aun los mejores/ Sólo quiero el arrullo, el susurro de tu voz suave (Whitman 1969: sección 5).

 

Una estructura esquizoide del yo: alternativamente el yo poético de Whitman busca fundirse en una naturaleza desconocida, en la que es imposible actuar salvo bajo la forma del sufrimiento, aunque se trate (en ocasiones) de un sufrimiento plácido. Como he expresado el ser humano es disuelto, arrastrado y superado por la muerte (que es redención) y esta superación, prefigura una “naturaleza” que no ha sido tocada por las imperfecciones de lo creado. Vemos en uno de los momentos más extraños y logrados del Canto a mí mismo, donde la tropología central es la hierba, los siguientes versos:

 

Uno niño me preguntó: ¿Qué es la hierba?, trayéndola/ a manos llenas, / ¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé/ Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con/ esperanza de tela verde/ O el pañuelo de Dios, /Una prenda fragante dejada caer a propósito, /Con el nombre del dueño en alguna punta, para que/lo veamos y lo notemos y nos preguntemos, ¿de/ quién?

 

O sospecho que la hierba misma es un niño, el recién/ nacido de la tierra./O un jeroglífico uniforme: crezco por igual en las regiones vastas/ y en las estrechas,/Crezco por igual entre los negros y los blancos/ Canadiense, piel roja, inmigrante, a todos me/ entrego y a todos recibo. / Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y/ hermosa de las tumbas.

 

Te usaré con ternura, hierba curva. /Acaso hayas brotado del pecho de los jóvenes, /Acaso, si estuvieran aquí, yo los amaría, /Acaso hayas brotado de los ancianos, o de los niños/ arrancados del regazo de la madre, /Y ahora eres el regazo de la madre (Whitman 1969: sección 6)

 

El poder de estos versos radica en su hermetismo. La profundidad metafísica y la obstinada búsqueda del yo como realidad ontológica no adquieren en Whitman la forma de un discurso lógica e intelectualmente fundado; no, él nos entrega imágenes, cifras y, sobre todo, visiones en el sentido que dio a esta palabra William Blake. El carácter visionario de Whitman se explica por la evasión (o el agón) de éste ante Emerson, cuya capacidad cognitiva es casi insuperable. Whitman se niega a filosofar, pero realiza, no obstante, la más difícil profecía emersoniana: des-nombrar para volver a nombrar  en una tensión dialéctica extremadamente sutil. Me parece que esto explica, en parte, la paradoja de que no se haya comprendido bien a Whitman, por excelencia un poeta de estilo coloquial y directo. Y es que Whitman confunde. Esta confusión resulta de la gran sutileza y complejidad de su poética, de la que mana con igual y sostenida fuerza un carácter elegíaco, el bardo celebrándose, como una potencia hermética de difícil comprensibilidad.

 

Ascensión. El lugar de la Palabra

He examinado en estas páginas algunos rasgos e imágenes retóricas que me parecen centrales para entrar al universo poético americano en la voz de Walt Whitman y Pablo Neruda. Quizá mi punto principal ha sido mostrar que la fuerza de estos dos creadores radica en su invocación de la Palabra poética como realidad absuelta y como mundo posible. Hemos visto como en Whitman la palabra es presencia de Dios en su sentido gnóstico y panteísta, pero intenté mostrar más bien cómo su poética nos abre a la posibilidad extrema de que Dios es en la Palabra. Se trata de la presencia de la palabra absoluta, un reino donde todo tiene cabida y donde no existe la censura. Me parece, en este contexto, que habría que matizar cuidadosamente la idea de Whitman como poeta de la religión norteamericana, salvo que entendamos que ella es una religión profana. En efecto, el Canto a Mí mismo es una obra profanadora, pues en su tono ritual y profético no existe el secreto, como en este hermoso verso:

 

Mi alma insaciable y fluida emprende su vuelo, no hay / sonda que lo mida. / Toma lo material y lo inmaterial, / No hay ley ni guardián que puedan impedírmelo. / Amarro el ancla de mi nave sólo por un momento, / Mis mensajeros parten continuamente o me traen / su mensaje. (Whitman 1969: sección 33).

 

La palabra es epifanía de un caos-cosmos unitario y sumergido. La invocación profética en Whitman como en Neruda adquiere, como he mostrado, la imagen de una con-vocatoria general y universal: todos los seres y todas las cosas, pero fijémonos ahora en que el lugar y momento de la presencia es, además, un locus dotado de un extraordinario poder simbólico. Se trata de zonas liminales (una cima o un promontorio, la medianoche, el crepúsculo y el amanecer) donde se produce una condensación simbólica que permite la mediación entre el yo explícito con todos sus determinantes históricos y culturales, y el alma incognoscible, como el hermoso verso del Crepusculario de Neruda:

 

Mi alma es un carrusel vacío en el crepúsculo (Neruda 1973:62).

 

El poeta invoca la presencia a través de la salmodia: cantando, como Homero, en un atardecer rojo la inconmensurabilidad de alma. Todo el poder generativo de la palabra se encarna en este ritual de anunciación. Me centraré por último en la constelación tropológica central de Alturas de Macchu Picchu, la que podríamos sinterizar provisionalmente como sigue: ascenso/descenso, muerte, invocación y con-vocatoria, regeneración, presencia. En especial me interesa mostrar la ascensión para invocar la palabra que se hace cuerpo y presencia a través de una estructura retórica muy especial: la voz ascendiendo:

 

Entonces en la escala de la tierra he subido / entre la atroz maraña de las selvas perdidas / hasta ti, Macchu Picchu. / Alta ciudad de piedras escalares; / por fin morada del que lo terrestre / no escondió en las dormidas vestiduras. / En ti, como dos líneas paralelas, / la cuna del relámpago y del hombre / se mecían en un viento de espinas.
Madre de piedra, espuma de los cóndores. / Alto arrecife de la aurora humana. / Pala perdida en la primera arena. (Neruda 1973: sección VI, 335).

 

La mímesis con la ascensión a las altas cumbres andinas, lugar donde la palabra debe ser invocada, adquiere en este poemario la fuerza de un renacimiento.  En Neruda ascender también es re-nacer, re-surgir. Veamos algunos versos de la magnífica sección VIII:

 

Sube conmigo amor americano. / besa conmigo las piedras secretas. / La plata torrencial del Urubamba / hace volar el polen a su copa amarilla. / Vuela el vacío de la enredadera, / la planta pétrea, la guirnalda dura / sobre el silencio del cajón serrano. / Ven, minúscula vida, entre las alas / de la tierra, mientras —cristal y frío, aire golpeado— / apartando esmeraldas combatidas, / oh agua salvaje, bajas de la nieve…
Amor, amor, no toques la frontera, / ni adores la cabeza sumergida: / deja que el tiempo cumpla su estatura / en su salón de manantiales rotos, / y, entre el agua y las murallas, / recoge el aire del desfiladero, / las paralelas láminas del viento, / el canal ciego de las cordilleras, / el áspero saludo del rocío, / y, sube, flor a flor, por la espesura, / pisando la serpiente despeñada. (Neruda 1973: 338-39).

 

Ahora bien, la elección de la imagen de ascenso no es para nada arbitraria: por una parte, como he sugerido, constituye el ritual de regeneración donde el poeta anuncia el “mundo nuevo”, que habrá de nacer pero que requiere ser bautizado por una palabra en extremo poderosa que convoca a todo el mundo y que al nombrar da vida. Por otra parte, este recurso retórico forma parte de lo que hemos llamado, siguiendo a Bloom, el agón literario del poeta chileno. Northtrop Frye en su extraordinario libro Poderosas palabras (1996) plantea, otra vez, que hay un lazo indestructible ente mitología y literatura, y siguiendo la estela de Vico muestra cómo cada sociedad posee “una mitología heredada, transmitida y diversificada por la literatura” (Frye 1996: 15) Nuestra formas de pensamiento, especialmente del pensamiento poético poseen un trasfondo mitológico, unas imágenes en las cuales una cierta comunidad se piensa a sí misma. En este sentido la historia no es tanto una estructura como un contenido, pues la estructura continúa siendo el mito. La ascensión (así como su extremo opuesto: el descenso o caída) como estructura de acción mental puede rastrearse hasta las más arcaicas y proféticas tradiciones judeo-cristianas (bíblicas); y como lugar mental reaparece obstinadamente en la tradición poética occidental desde Dante, Milton, Blake, T. S. Eliot, Yeats, Pound, el propio Whitman, a quienes es seguro que Neruda tenía como maestros ejemplares y contendientes.

En Alturas Neruda primero desciende para tocar lo humano, se sumerge en la fantasía y el sueño más oscuro, para luego ascender: en esta obra el movimiento narrativo de ascenso (klimax) está relacionado con la intensificación de la conciencia. Veamos la sección IX en la que se condensa plenamente la imagen del poeta salmodiando desde la altura andina, conjurando y trayendo el ser olvidado a la presencia:

 

Águila sideral, viña de bruma. / Bastión perdido, cimitarra ciega. / Cinturón estrellado, pan solemne. / Escala torrencial, párpado inmenso. / Túnica triangular, polen de piedra. / Lámpara de granito, pan de piedra. / Serpiente mineral, rosa de piedra. / Nave enterrada, manantial de piedra. / Escuadra equinoccial, vapor de piedra. / Geometría final, libro de piedra. / Témpano entre las ráfagas labrado. / Madrépora del tiempo sumergido. / Muralla por los dedos suavizada. / Techumbre por las plumas combatida.
Burbuja mineral, luna de cuarzo. / Serpiente andina, frente de amaranto. / Cúpula del silencio, patria pura. /  Novia del mar. Árbol de catedrales. / Ramo de sal, cerezo de alas negras. / Dentadura nevada, trueno frío. / Luna arañada, piedra amenazante. / Cabellera del frío, acción del aire. / Volcán de manos, catarata oscura. / Ola de plata, dirección del tiempo. (Neruda 1973: 339-40).

 

En este magnífico poema ritual se aprecia una invocación casi exenta de verbo, con una presencia elíptica de la acción y el uso de verbo en su forma terminal de participio pasivo. Su eficacia radica también en el uso de elementos que se relacionan entre sí por cercanía, desplazamiento y condensación, provocando una sensación de unidad y de identidad metafórica que prepara para el desenlace final. La ultra conocida sección XII corona el canto a través de una convocatoria universal, pero expresada en su forma más plausible: el antiguo hombre andino, labrador, tejedor, pastor callado. Asciende la humillación y el castigo, el sacrificio y el miedo, hasta la garganta del poeta. La palabra es aquí el demiurgo que permite el renacimiento universal:

 

Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta. / A través de la tierra juntas todos / los silenciosos labios derramados / y desde el fondo habladme toda esta larga noche / como si yo estuviera con vosotros anclado, / contadme todo, cadena a cadena, / eslabón a eslabón, y paso a paso, / afilad los cuchillos que guardasteis, / ponedlos en mi pecho y en mi mano, / como un río de rayos amarillos, / como un río de tigres enterrados, / Y dejadme llora, horas, días, años / edades ciegas, siglos estelares.
Dadme el silencio, el agua, la esperanza. / Dadme la lucha, el hierro, los volcanes. / Apegadme los cuerpos como imanes. / Acudid a mis venas y a mi boca. / Hablad por mis palabras y mi sangre” (Neruda 1973: 343-44).

 

Despedida

El poeta no es diferente de los seres y acontecimientos que nombra. También el es acontecimiento, es un transeúnte. En la medida que camina por el mundo cantando y conociendo, en este mismo proceso él se hace conocido. Su palabra es poderosa, pero como el dios Hermes-Mercurio el poeta es también oscilante e indefinido; leve y ágil establece las relaciones entre las leyes universales de la naturaleza y las formas particulares de la cultura, entre los objetos y los pensamientos. He invocado aquí a Whitman y Neruda, dos grandes poetas herméticos. Sus huellas nos han conducido por un territorio poético donde la identidad americana se expone en un doble sentido, es decir, se manifiesta (es presencia) y se arriesga. Ante todo he querido mostrar como esta identidad poética americana es abierta, no admite clausura bajo ninguna forma ni ideológica ni política, moral o religiosa, y se muestra más que como la expresión poética de un “nuevo mundo”, como mundo poético nuevo desde el que se abren diversas posibilidades de identidad. En este sentido la poética es praxis misma del ser americano. El poema es una especie de conjura, de distanciamiento, que de-construye el absolutismo de lo real, que salva al hombre de la ominosa presión de una realidad absoluta e inespecífica, que le da múltiples rostros y múltiples poderes, que reparte y democratiza, haciéndola algo más humana y menos paralizante. La poesía de Neruda (y antes la de Whitman) es un mundo nuevo a partir del cual se abren diversas fábulas de identidad, proyectando sobre el continente americano su poderosos metáfora de apertura, de irreductibilidad y de libertad.

 

 

Bibliografía

Bloom, Harold, El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 2002.

Borges, Jorge L., Prosa completa, Bruguera, Barcelona 1980.

_________, “La poesía”, en Siete Noches, Alianza Editorial, Madrid, 2000.

Frye, Northtop, Poderosas Palabras, Muchnik editores, Barcelona, 1996.

Iser, Wolfgang,  El acto de Leer, Taurus, Madrid, 1987.

Living, Jerome, Walt Whitman, El canto a sí mismo. Paidós, Barcelona, 2002.

Neruda, Pablo , Obras Completas I, Editorial Losada, Buenos Aires, 1973.

________ Confieso que he vivido. Memorias, Seix Barral, Barcelona, 1983.

Whitman, Walt, Leavess of Grass & Democratics Vistas, Everyman’s Library, London, 1912.

________ Hojas de Hierba, traducción de J.L. Borges, Lumen, Barcelona, 1969.


Notas



[1] No sólo en esta obra cumbre, también en sus primeros poemas, Crepusculario (1920-23) y Residencia en la Tierra (1925-33) se siente el fluir torrencial de Neruda.

[2] El carácter estético se vuelve extremadamente fluido, lábil, debido a que el sentido de un texto se constituye sin una referencia (código) preexistente. Este acontecimiento del sí mismo del texto implica abandonar los esquemas preestablecidos y cerrados del hecho estético.

[3] Utilizó aquí la traducción de Jorge Luis Borges, publicada en 1969. En adelante sólo citaré Whitman, año y sección.

[4] Destacaré ante todo el tono sombrío y la imaginación patética de este inmortal poema, cifrado en el siguiente fragmento de agonía sublime: “En el huerto, delante de una vieja alquería, junto al vallado / enjabelgado, /  se yergue un alto arbusto de lilas, de hojas acorazonadas / de un verde intenso, / donde se alza delicadamente numerosos capullos aguzados, / perfumados con el aroma penetrante que amo, / cada hoja es un milagro, y de este arbusto del huerto, / de capullos de tenue color y hojas acorazonadas de un verde vivo, / arranco un rama con su flor” (Whitman citado por Bloom 2002: 303, traducción de F. Alexander).

[5] Bloom llama “Escuela del Resentimiento” a la crítica neo-marxista, neo-historicista, feminista y, en general, a los llamados estudios culturales, que intentan explicar y subsumir la obra de arte a consideraciones políticas, históricas o culturales, negando su específico e irreductible carácter estético. Ver Bloom (2002) Prefacio y Preludio  y el capítulo 1 Elegía del Canon.

[6] En la traducción que ofrece Alexánder oímos: “Me han dejado a merced del torrente del tacto…”.

[7] A propósito de este extraordinario poema, quiero recordar que durante este congreso se han presentado dos excelentes interpretaciones que desde mi punto de visto son alternativas de entrada al poema y a toda Residencia en la tierra. Me refiero a la interpretación simbolista ofrecida por Marie-Laure Sara (Université de Paris III) y a la interpretación en tono ontológico-heideggeriano anotada por Jaime Concha (University of California, San Diego). Lo impresionante es que el poema acepta y resiste todas estas interpretaciones.