Pablo Neruda: su vínculo con el mar

Francisco Rivas
Escritor, Chile


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No es posible agotar el tema de Pablo Neruda y su vínculo personal y poético con el mar en un espacio tan breve. No existe, tampoco tal pretensión. Existen acabados estudios sobre el tema. Aquí sólo se trata de ilustrar esa relación tan esencial, utilizando para ello lo recordado en algunos breves encuentros con el poeta.

Neruda, que duda cabe, tenía un gran pedazo de mar en su corazón. Aun cuando su poesía desborda al propio océano, aun cuando nació en Parral, ciudad alejada de las olas, su relación con el mar es quizás más profunda que con ninguna otra manifestación natural del planeta. Para él el mar es aquello desde donde todo nace y donde todo termina.

Dos de sus casas crecían cerca del mar, él las iba arquitecturando, en Valparaíso y en Isla Negra y una tercera, en Santiago, tiene aún sus ventanales mirando el poniente, allá donde en Chile tiene su residencia el océano Pacífico. Desde todas ellas Neruda, también la del cerro San Cristóbal, lo contemplaba, sabiendo de su generosidad, de su plenitud, de su inmensidad y también de su crueldad. Igual lo amaba.

Un último encuentro con Neruda lo tuve, justamente en Isla Negra. Un día frío de Julio de 1973, dos meses antes del golpe de Estado que ensangrentó a Chile y que, nadie ignora, aceleró la muerte de Neruda.

En compañía de uno de sus amigos, el escritor Armando Cassígoli, muerto después en su exilio en México, nos dirigimos una mañana a El Tabo, un balneario aledaño a Isla Negra. En un viejo Citroen llegamos al lugar, desde donde Cassígoli le envió, con un mensajero, una nota al poeta. Él nos la devolvió invitándolo, de inmediato, a su casa, excusándose a la vez de no poder extender esa invitación a almorzar. Neruda había regresado ya de Francia y enfermo, casi postrado, continuaba escribiendo su postrimera poesía en el que, tal vez, fue su espacio favorito. La nota estaba escrita con su letra y su tinta y Cassígoli la guardó prometiéndome legármela en su testamento. En la vorágine de su exilio debió haberla extraviado.

Llegando a la casa de Neruda el jardinero, leal amigo y colaborador del poeta, nos acompañó al interior. En mi experiencia era como entrar a un templo, el más grande de los poetas vivos nos iba a recibir. No sé si Matilde estaba allí con él, pero no la vimos. Neruda estaba en el salón de su casa, sentado frente a la ventana que miraba los roqueríos de isla Negra y al mar. Saludó a Armando Cassígoli con afecto y a mí me miró fijamente antes de estirarme su mano. Nos invitó a sentarnos junto a él, e inquirió de su amigo noticias de la Capital. Por largos minutos conversaron. Los ojos de Neruda vagaban fugazmente en su entorno, luego se concentraba en lo que Cassígoli le informaba pero su mirada, de manera compulsiva, se arrancaba hacia la ventana y allí se quedaba atendiendo el ruido susurrante de la espuma sobre la arena. Me parecía a mí entonces y me parece todavía que Neruda quería impregnarse definitivamente con esas imágenes, con el océano primigenio, como si él mismo fuera ya el de aquellos versos: “Aquí está su cabeza. La piedra borró sus cicatrices cuando la noche dura borró su cuerpo. Ahora permanece y una planta de mar besa su herida”. Pronto el jardinero entró con una bandeja. Mi memoria sostiene la visión de una botella de vino tinto y un jarro con pisco sour. También una taza con una bebida caliente para Neruda.El poeta tomó la taza con la infusión y con ella se calentó las manos y estuvo un rato en silencio, observando el paisaje marino, la arena húmeda del invierno, la roca con el alga y el cochayuyo. Después, sin brusquedad, pero con energía volvió la cabeza hacia donde yo estaba. Yo me servía un segundo vaso de pisco.

—¡Que bien verlo otra vez! –me dijo –hace algunos años, no tantos quizás, en la escuela de medicina y después, ¿hace un par de años, en París, no?

Así había sido.

La primera vez, en una lectura que Neruda había realizado en la Escuela de Medicina, yo estaba sentado a su lado, como vocal de la Federación Estudiantil.

—En ese enorme auditorio del hospital universitario casi hice el ridículo por culpa suya –recuerdo que Neruda dijo y sonrió y sin dejar de vigilar, con frecuencia, el mar que lo rodeaba, dirigiéndose a Cassígoli–, este joven me pidió que recitara “Farewell” ante una multitud estudiantes. Y yo por cierto, de memoria, no lo sabía.

Allí, en ese lugar repleto de alumnos, el poeta, entonces, como disculpándose dijo a los jóvenes: si estuviésemos junto al mar, lo recordaría, porque cerca del mar debo haberlo escrito, porque allí se me refresca la memoria.

Y al momento diez, quince libros escritos por él, donde aparecía o no Farewell cayeron sobre la mesa a la que estaba sentado Neruda. Como una lluvia de meteoros de mi poesía más querida, como quizás hubiese dicho.

Neruda leyó “Farewell” ante el deleite de todos y después, en uno de los libros que se amontonaban frente a él buscó otro texto. No tuvo dificultad en encontrarlo, era “Una Casa en la Arena” y volvió a leer.

 

El mar del Sur! Adelante, descubridores! Balboas y Laperouses,
Magallanes y Cookes, por aquí caballeros, no tropezar con este
Arrecife, no enredarse en el sargazo, no jugar con la espuma!
Hacia abajo! Hacia la plenitud del silencio! Conquistadores, por
Aquí! y ahora basta!
Hay que morir!

 

Y así como en “Farewell”, en “Una Casa en la Arena” y en tantos otros textos, también en uno de sus últimos poemarios, en Aún, el poeta nos ilustra sobre su relación con los lugares que lo cobijaban cuando estaba cerca del mar, rompiente o alegre:

 

Arenas de Isla Negra, cinturón,
estrella demolida, cinta de la certeza:
el peligro del mar azota con su rosa
la piedra desplegada de la costa...
El sol nuevo amontona sus espadas
Desde abajo y enciende el horizonte
Rompiendo ola por ola su dominio.
Arrugas del conflicto! Quebrada
de Mirasol, por donde
corrió el carro glacial del ventisquero
dejando esta cortante cicatriz
el mar abajo muere y agoniza
y nace y muere y muere
y nace y muere y nace.

 

Esa mañana Neruda se retiró de la Escuela de Medicina en donde ya no volvería a recitar.

Aquella otra mañana, en 1973, en Isla Negra, después de reprenderme con afecto con su infalible memoria, calló y ya sus ojos no se separaron de la neblinosa lejanía que le dejaba ver su ventana. Nos despedimos y nos fuimos caminando hacia El Tabo. Estoy seguro de que íbamos tristes y mirábamos hacia atrás y a veces nos deteníamos, como esperando un súbito maremoto que arrancara al poeta de una muerte cruel y se lo llevara con él, allá donde el mar agoniza y nace y muere.

Fue la última vez que vi a Pablo Neruda.

Meses después, el 23 Septiembre de 1973 muere el poeta y Matilde y un grupo de amigos y militantes lo acompañan hasta el cementerio general donde depositan su féretro en un nicho temporal. Tan lejos del mar, fue otra de las inmisericordes atropellos de la dictadura militar que se iniciaba. Ahora, ya sabemos, descansa para siempre allá, en Isla Negra, donde “una planta de mar besa su herida.”

¿Quién sabe, con exactitud, cuándo conoció el mar Neruda? ¿Cuándo se acercó a él por primera vez, cuándo se empapó con su agua salada? Pero ya desde sus primeros poemas está presente con una fuerza que lo augura permanente y la certidumbre que no desaparecerá jamás. Seguramente fue en Carahue, cerca de Temuco en el sur de Chile como él mismo lo señala:

 

Descubrí el mar. Salía de Carahue
el Cautín a su desembocadura
y en los barcos de rueda comenzaron
los sueños y la vida a detenerme,
a dejar su pregunta en mis pestañas.
Delgado niño o pájaro,
solitario escolar o pez sombrío,
iba solo en la proa...
y cuando el mar de entonces
se desplomó como una torre herida,
se incorporó encrespado de su furia,
salí de las raíces,
se me agrandó la patria,
se rompió la unidad de la madera:
la cárcel de los bosques
abrió una puerta verde
por donde entró la ola con su trueno
y se extendió mi vida
con un golpe de mar en el espacio.

 

En Crepusculario, escrito entre los años 1920 y 1923 la presencia del mar en la poética nerudiana se siente con poderosa evidencia. Y no sólo como una fuerza inanimada de la naturaleza, sino como un ser germinal, aquél que vence al tiempo y a la muerte. Como ha registrado Hernán Loyola “el mar, infatigable profundidad maternal, pródigo de fecundidades”. Pero también podemos comprobar una significación distinta, menos benévola, un mar furioso, quizás a pesar suyo. Ya no es, únicamente, el océano de Crepusculario. Y así escribe:

 

La dentellada del mar muerde
la abierta pulpa de la costa
donde se estrella el agua verde
contra la tierra silenciosa...
frente a la furia del mar son
inútiles todos los sueños.”

 

Y en “Oda al Mar”:

 

… somos los pequeñitos
pescadores,
los hombres de la orilla,
tenemos frío y hambre, eres nuestro enemigo,
no golpees tan fuerte,
no grites de ese modo...
ahora, pórtate bien,
no sacudas tus crines,
no amenaces a nadie,
no rompas contra el cielo
tu bella dentadura...

 

Admiración, cautela, desasosiego antes tan vasta magnitud. Una actitud ambivalente aun en un mismo poema. Actitud válida y presente no sólo en la poesía sino en todos los sentimientos del ser humano, sea hacia las personas sea hacia las cosas. Ello se manifiesta en toda la obra de Neruda, aunque nos inclinemos a pensar que el mar era para el poeta un ser magnífico, dotado de vida propia, que aunque iracundo a veces es, en último término, el punto de partida del todo. En “Album Terusa”, de 1923, leemos:

 

Luego, el mar. El mar este, es
estruendoso y magnífico. En la playa
se rompe, se quiebra, se levanta...
Pero adentro, en la lejanía, es puro y
sereno y se redondea como el vientre
de las madres.

 

Y en su obra Anillos reconoce, a fin de cuentas, la condición incomprensible del océano:

 

Voluntad misteriosa, insistente multitud
del mar, jauría condenada al planeta:
algo hay en ti más oscuro que la noche,
más profundo que el tiempo.

 

Anillos fue escrito entre 1924 y 1926, cuando Neruda recién pasaba los veinte años de edad y todos sus poemas confirman ese contraste con relación al mar, de hermandad y respeto, de temor y desafío. El poeta se rodeaba, lo sabemos, de múltiples objetos, gran parte de ellos provenientes del mar o pertenecientes a él. Conchas y caracolas, crustáceos y calcinados esqueletos de raíces de algas, anclas y cadenas, redes de pesca, estrellas y soles de mar, mascarones de barcos muchas veces innominados y tantas otras curiosidades que el mar arrojaba a las playas o que quedaban prisioneros en las pozas, entre los roqueríos de todos los mares del planeta. También un tablón de rica madera que las olas depositaron cerca de donde él paseaba y con la que fabricó una mesa en la cual a veces escribía, o botellas de todos colores que alineaba en sus ventanas. Hasta trozos de carbón que, decía, “no caen de los buques que navegan en el filo del cuchillo del horizonte, desde las minas de Lota vienen, donde en sus intestinos neblinados por el grisú los arrancó el golpe del pico del minero,  impregnados de mar, entre medusas y anguilas, vienen nadando...”.

 

Un par de años antes de aquél encuentro en Isla Negra y dos o tres después de su lectura en le Escuela de Medicina, Neruda era embajador de Chile en Francia. Era el año en que iba recibir el Premio Nobel de Literatura. En la primavera europea de ese año viajé a una corta estadía en el hospital Saint Anne. Un día en la mañana, desocupado de mis labores hospitalarias decidí dar el paseo de toda persona que pisa París por primera vez. La torre Eiffel. Desembarqué en el metro Trocadero y me uní a las decenas de parisinos y turistas que deambulaban por ahí. De pronto creí reconocer la figura de Pablo Neruda, de pie, mirando hacia la torre y más allá, hacia la amplia perspectiva de los Campos de Marte. Con su gorro de capitán de barco, sin corbata y una chaqueta de pana color marrón. Temiendo, sin embargo, que no fuera él, sino otro hombrón solitario y meditabundo di un rodeo para mirarlo desde otro ángulo, para cerciorarme. Era Neruda y recuerdo no haber vacilado en acercarme. Lo saludé y tuve la impresión que no se sorprendió. Me miró con sus ojos capotudos y expresivos y después de algunos instantes me dijo algo parecido a lo que dos años después me diría en Isla Negra.

—¡Qué bien verlo en París, mi amigo.!

Y después pareció despreocuparse, retornando su mirada hacia más allá de la torre Eiffel. Pero inmediatamente agregó:

—Qué imprudencia –me dijo riendo–, pedirme que recitara de memoria Farewell.

No supe que decirle. Pero Neruda me tomó del brazo con su mano izquierda y con la derecha me hizo mirar hasta el fondo del paisaje, hasta la Escuela Militar. Si París tuviese mar, creo que me dijo, sería la ciudad perfecta. Esta vista es una vista oceánica, abierta, sólo interrumpida por la torre, como soberbio naufragio de hierro. Luego se acercaron dos jóvenes correctamente vestidos.

—Son mis amigos diplomáticos– me explicó y se fue caminando con sus acompañantes, dejando atrás el Trocadero y el mar de París.

Yo recordé, entonces, “Farewell”:

 

Desde el fondo de ti, y arrodillado
un niño triste, como yo, nos mira...
(Amo el amor de los marineros
que besan y se van.

Dejan una promesa
No vuelven nunca más.

En cada puerto una mujer espera:
Los marineros besan y se van.
Una noche se acuestan con la muerte
En el lecho del mar.)