El último Neruda: piano
e malinconico


Alberto Paredes
Universidad Nacional Autónoma
de México


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Cincuenta años de producción poética (Crepusculario, 1923 – la muerte del poeta en 1973) entregan una obra en la que se alían la destreza y disciplina del verso a un caudal expresivo volcado solidariamente a los misterios del hombre. Me detengo en uno de sus libros finales y póstumos: Jardín de invierno (Losada, 1974; Seix Barral, 1977). El romanticismo alimenta a Neruda, quien hace suya la falacia patética por la que se dota de capacidad expresiva a la naturaleza (que “habla” a través de su ciclo de estaciones y accidentes  climatológicos); Jardín de invierno lo proclama desde el título. No es el “Neruda” cósmico-americano en tanto poderoso poeta-viajero, en la tradición de Hugo, Wordsworth, Whitman; es el recogimiento de un jardín, en el tiempo final, invierno del año y de la vida. El libro, al no ser panorámico, es un soliloquio sostenido, un diálogo con árboles, pájaros, colinas y mares a lo largo de veinte poemas. Algunos cuantos de los poemas retoman lo político, como uno de los dolores entrañables del autor. Pero tanto los intimistas como los de voz colectiva se instauran bajo un dominio: el Tiempo; ante tan gran señor: deterioro y resistencia. Dice Neruda, bifronte: “Debo a la muerte pura de la tierra/ la voluntad de mis germinaciones.”

Abrir el libro es toparse con un tono sentencioso y reposado; como quien de verdad ya descubrió algo y lo dice con sencillez, sin ánimos oratorios ni catequizantes (que llega a ser uno de los talones de Aquiles de nuestro poeta): “No falta nadie en el jardín. No hay nadie:/ sólo el invierno verde y negro, el día...” Así, por trece versos. Claro, conciso, poeta en su lenguaje precisamente por estar en “les mots justes”, sin prosaísmo ni oropel. Trece líneas después acaba la primera estrofa de “El egoísta”. Tal vez el recorte del último verso nos haga reparar que están medidos, aunque no lo parecen. Y sí: es una andanada de doce endecasílabos blancos rematados por el proverbial quiebre heptasilábico. (Y ya el dístico inicial merece elogio: “no parecen” endecasílabos porque no se forman con sus hemsitiquios convencionales; en ambos versos, primero un periodo largo de ocho sílabas, delimitado por un signo de puntuación –en el segundo verso son nueve, pero al acabar en vocal, se pierde la última–, y un segundo miembro, muy corto, de tres, con su acento en la sílaba intermedia: así, que si oímos desde el principio, o si el heptasílabo final nos jala las orejas: estos versos que parecen tan discretos, bien que están medidos y tienen su mucha y sigilosa gracia.) Estamos, pues, en el espíritu de la silva; tal como la entienden los mejores del siglo xx: libre combinación sin rima de las medidas afines al endecasílabo. Este poema: tersura, destreza. Tan llano como cualquier “mensaje” coloquial, y es poesía, ¿cómo y por qué si no hay lujos deslumbrantes (ni por imágenes inusitadas ni por virtuosismo sonoro)?

Por la discreción, justamente. Son cinco estrofas gobernadas por el peso del endecasílabo, con unos cuantos apoyitos en sus complementarios hepta y pentasílabo. Ningún verso ajeno. Y comparece todo tipo de endecasílabo: a) por su composición (plenos, en hemistiquios, en dos miembros asimétricos, trimembres), b) por su acentuación (tanto a maiore –acentos en sexta y décima sílabas– como a minore –en cuarta y octava–), c) en su secuencia –encabalgados y esticomíticos–. Son, pues, todas las combinaciones compositivas de una serie de endecasílabos. Es la lección bien aprendida, desde aquellos Veinte poemas...(1924) y Cien sonetos de amor (1959); vuelta cautelosa musicalidad, asordinada de tal manera que resulta el fondo expresivo del “algo” que dice el poema. Si fuera una partitura, el pianista podría leer la indicación de Mestre Neruda: piano e malinconico.

Es un Neruda en la cumbre de su poesía (fama y renombre muy merecidos por la calidad y humanismo de su obra) y en las sombras (fatiga vital a pesar de su enorme energía; una enfermedad terminal; dolor fraterno y político por su Chile y por el régimen de Allende, a punto de ser golpeados). Es, palabra por palabra, un Jardín de invierno. Un Neruda que suena matizado (mejor que asordinado), terso en su concisión no sofiticada. Música de las palabras que todos entendemos, vigilada por la métrica que, al no rimar ni ostentarse, hace de sus versos un sutil rumor.

No hay rima, pero nada más: desde el primer poema, riqueza de aliteraciones, familias de sonidos que organizan y “reflejan” los fonemas contiguos o afines por segmentos casi compases. Creo que esta es la clave: no lo llamativo de la identidad (el mismo sonido o bloque fónico creando consonancias) sino la vibración de lo afín. Zonas cuajadas de un cierto color en las que un par de vocales y un par de consonantes gobiernan sigilosamente su parte de estrofa y así se va fraseando el poema.

¿El tema? Supongo que el primer impacto (del que me siento tan lejano, a fuerza de gozar y perseguir con el oído este rumor de matices) es que es ajeno a estas discreciones: leemos un doloroso contraste: es “el invierno verde y negro”. Así de sencilla la paleta temática: jardín (naturaleza amiga) e invierno. El manejo del asunto “bifronte” conduce a lo opuesto de una síntesis (fuera platónica o materialista). En contra del ideal renacentista-barroco del soneto y del poema lírico en general como silogismo sonoro, estas silvas rechazan la conclusión. Desde el inicio no hay el gesto de “premisa mayor” y así sucesivamente. Son aseveraciones de lo que, desnudamente, el poeta no puede hacer como que ignora. Así, se entrelazan, por su inmediata sucesión, por su cruzamiento de calificativos y valores simbólicos, las dos “verdades” contrapuestas; en lo cual muy bien interviene el principio formal operante: matización, discreción; piano e malinconico.

La segunda estrofa de “El egoísta” es, por cierto, de una musicalidad excelente. Es proporcionalmente breve y se apoya en los versos cortos de cinco y siete sílabas, las aliteraciones, repeticiones de frases y paralelismos, la hacen realmente lujosa. Y el poema concluye, reflejándose a sí mismo, con una estrofa de mayor peso, la quinta, equivalente a la inicial. Parece lección del barroco: si la primera es un macizo bloque de endecasílabos (con sonidos oscuros) rematados en el heptasílabo quebrado, ésta arranca con las siete sílabas y se lanza a la salmodia de diez lentos endecasílabos, blancos, polirrítmicos, que entre todos ellos extienden una pregunta que al interrogar(se) proclama: persisto en mi penumbra... y entonces, “qué puedo hacer si respiro sin nadie,/ por qué voy a sentirme malherido?”

Me sigo deteniendo en la armadura formal de las veinte flores –como en tiempos menos ruborosos se hubiera dicho– que animan este jardín final nerudiano. Poemas con medida y sin medida; es lo que primero salta al oído del lector; los que están medidos disimulan un tanto su regla y los “libres” están más organizados de lo que pareciera. Inmediatamente después del poema inicial, “Gautama Cristo” se lanza al envés: versos largos, abiertos, irregulares; de hecho tendientes al versículo. De ahí en adelante, una peculiar combinación: quince poemas[1] acatan “la regla non” del renacimiento-barroco, en el estilo del primero, y los otros cinco[2] son libres, con tendencia versicular. Como quien dice: dos caras, la tradicional y la moderna-vigesémica, de la métrica. El resultado es extraño pero afortunado: alternancia de esquemas sonoros. El séptimo poema puede ejemplificar el libro. La primera estrofa de “Imagen” se forma de alejandrinos y endecasílabos blancos. Ya desde ahí: frecuentes terminaciones oxítonas, tanto a fin de verso como de hemistiquio, y hiatos un poco obligados, ensordecen la respiración de esas dos medidas, tan proclives a la eufonía cantabile; la segunda estrofa es un terceto endecasilabo; en la tercera hay una sorpresa que explota la dirección de ir acortando (pues en la segunda no hay alejandrinos): a cuatro endecasílabos seguidos (entre los que no falta el oxítono, como para bloquear el brillo melódico), sigue la mitad de versos, ligeramente recortados, no en heptasílabos, como sería el caso de una silva “normal” sino en eneasílabos, que para serlo piden, en el verso de remate, un hiato forzadón: “poner el grito – en el cielo”. La siguiente estrofa, también tiene su sorpresa: echa mano de las tres medidas y añade un incuestionable dodecasílabo (“tal vez son estos labios imperceptibles”), que en el bloque estrófico no disuena, aunque no deja de presentar su turbulencia[3]; la última estrofa se forma con dos alejandrinos, endecasílabo, alejandrino, endecasílabo. El resultado es un poema de versos lentos y pesados; que no canta sino que declara; es la forma para decir miren cómo todo se marchita, y no hay nada que hacer: “y hay que abrir, hay que oír lo que no tiene voz,/ hay que ver estas cosas que no existen.” Los sonidos están entre que neutralizados y torturados.

El libro presenta dos tipos de poemas “medidos” (ambos a partir de la silva): los lentos y densos, gobernados por las medidas largas, y los más alados, de los que mi favorito, formalmente, es “Los triángulos”, por su riqueza para echar mano de versos cortos (tri, tetra y pentasílabos) a la manera de pies quebrados muy bien oídos, para evocar los “triángulos temblorosos” de las aves al vuelo de que habla el poema; en esta línea también están “La piel del abedul”, “Pájaro” (por supuesto), “Jardín de invierno” (el peso del tema paliado por la ligereza métrica), “Muchas gracias” y “Un perro ha muerto”. Dos de ellos, “La piel del abedul” y “Muchas gracias” se sostienen uniformemente en eneasílabos polirrítmicos sin rima. Lo cual es extrañísimo (y afortunado por anómalo) en la vecindad de los otros poemas medidos y, especialmente, cuando uno da la vuelta de página y se topa con las andanadas de versículos.

No es tan fácil encontrar una explicación de qué poemas corresponden a cada formato; en un primer impulso (de esos que ven lo que quieren ver) podría clasificarse: “los poemas que acuden a las medidas breves son los más optimistas y casi paisajísticos; los de peso con alejandrinos y endecasílabos van por la reflexión y los humores oscuros de la intimidad, y los versiculares se encargan de lo social-declarativo”. No tanto: empezando por el último grupo: los tres primeros poemas versiculares son, en efecto declarativos (“Gautama Cristo”, “Modestamente”, “Todos saber”), pero los otros dos (“Los perdidos en el bosque”, “El tiempo”) son reflexiones de cara a la naturaleza. Además, como lo evidencian estos dos últimos, resulta inexacto poner a un lado los por principio paisajístico-optimistas y del otro los melancólico-contemplativos. Todo lo cual son las vueltas y periplos para llegar una vez más a una verdad tan rotunda que es de Pero Grullo: el buen poeta es rico, amplio, diestro y flexible en sus recursos; no se casa con patrones mecánicos sino que sabe variarlos y hacerlos que dialoguen a fuerza de sus matices.

¿Entonces para qué sirve la métrica?, ¿para qué ponerse a contar sílabas si el resultado muestra no leyes sino tendencias, frecuencias y usos versátiles –siempre asordinados, para que haya discreción, en el caso de este libro–? ¡Pues para eso! ¿Cómo vamos a saber cuáles son las destrezas y elecciones específicas de la callada música verbal de este último Neruda si no nos detenemos a aquilatar las sílabas de sus versos? Algo que es terrible es despacharse el asunto con un campante “verso libre” y sanseacabó. ¡Qué “libertad” tan meticulosa y consistentemente apagada la de Jardín de invierno! Lo dicho: más allá de las posibles declaraciones testimoniales del poeta (que no he buscado), el color sonoro, melódico de este libro es consistente y de suyo deliberado; una voluntad, una trama. No un azar, sino una indicación da el humor de la partitura: piano e malinconico.

Quiero detenerme, por último en el más bello, memorable y conmovedor poema del libro: “Con Quevedo, en primavera”. Veintiséis versos simétrica y asimétricamente organizados en dos estrofas de trece, cada una; con tres medidas: siete, once y catorce sílabas. Creo que es una de las más felices “silvas libres” de la segunda mitad del siglo xx[4].

Todo ha florecido en (1)
estos campos, manzanos,
azules titubeantes, malezas amarillas,
y entre la hiera verde viven las amapolas.
El cielo inextinguible, el aire nuevo (5)
de cada día, el tácito fulgor,
regalo de una extensa primavera.
Sólo no hay primavera en mi recinto.
Enfermedades, besos desquiciados,
como yedras de iglesia se pegaron (10)
a las ventanas negras de mi vida
y el sólo amor no basta, ni el salvaje
y extenso aroma de la primavera.

Y para ti qué son en este ahora
la luz desenfrenada, el desarrollo (15)
floral de la evidencia, el canto verde
de las verdes hojas, la presencia
del cielo con su copa de frescura?
Primavera exterior, no me atormentes,
desatando en mis brazos vino y nieve, (20)
corola y ramo roto de pesares,
dame por hoy el sueño de las hojas
nocturnas, la noche en que se encuentran
los muertos, los metales, las raíces,
y tantas primaveras extinguidas (25)
que despiertan en cada primavera.

Desde su inicio, el poema es una lección de “sílabas contadas”, de metro y correspondencias formales, en los tiempos del verso libre. El primer verso empieza cadencioso, holgado, y de súbito se corta con una preposición monosilábica que cambia su tempo y provoca el más rudo encabalgamiento de todo el poemita. Ese recorte nos detiene, al mismo tiempo que está pidiendo ir al verso de abajo. Al detenernos, uno cuenta o percibe: siete sílabas. Ajá. Lo mismo que el siguiente. Pero qué diferentes entre sí. El segundo, es un verso bimembre, dos complementos circunstanciales, enumerados entre comas; no acaba en encabalgamiento, no hay anomalías sintácticas en esta discreta bifuración interior; también los acentos tienen otra distribución (primera, tercera y sexta sílabas en este caso; primera y sólo sexta, en el verso inicial). Todo ello produce un juego de semejante-diferente; semejante por ser heptasílabos; diferente por su composición interior. El tercer verso aclara una de las reglas del poema que ya se echó a andar: las simetrías internas, la explotación de las posibilidades del hemistiquio como unidad formal. En un crescendo modulado: ahora cada miembro de verso mide lo que el verso anterior: siete sílabas, de nuevo simétricamente manejadas, lo que nos lleva a la cumbre del alejandrino. Repárese el crescendo sintáctico: el primer verso es bastante abstracto, su sustantivo es un difuso “todo”; el segundo, nos deja descansar al presentar dos sustantivos concretos y cálidos; el tercer verso repite la doble sustantivación... ahora con su adjetivo pospuesto cada uno. La dirección es clara: respiración, acumulación, crecimiento organizado. Así llegamos al final del primer periodo: un alejandrino menos marcado en sus hemistiquios (es decir, más pleno como unidad larga) con el que concluye la primera, amplia, oración. La cual se ha formado por una primera frase verbal (“florecido”) que ocupa los tres versos iniciales y una segunda frase verbal coordinada (“viven”) que se basta con su propio verso, el cuarto, para cumplirse.

De aquí en adelante el poema será este juego doble de simetrías y asimetrías; de versos que se recortan, suspendiéndose, encabalgándose, y otros que se expanden, plenos. Lo cual le dota su carácter de tapiz de dos hilos: por un lado segmentación, parcelación (que no volverá al recorte abrupto de suspenderse en preposición), células interiores paralelizándose entre sí, constantemente sucedida por versos plenos o esticomíticos. Y el poema se compone de dos estrofas, cada una de trece versos. Nueva simetría; y nueva asimetría: en la primera, el verso abundante, el endecasílabo, fue antecedido por dos heptasílabos, que dieron paso a dos alejandrinos (como quien se desdobla y crece). La segunda estrofa ya no acude a esas dos medidas complementarias, sino que se satisface con sus endecasílabos.

Al mirar la segunda oración (vv. 5-7) corroboramos qué bien está creciendo el poema. Después del amplio verso cuarto, no sorprende el recorte al heptasílabo a la manera de hemistiquio; pero se remata con sólo cinco sílabas... lo que bien mirado aplica el mismo criterio: disminución progresiva, proporcional. Al hacer la sinalefa, esas 7 + 5 sílabas dan vida al primer endecasílabo del poema. Lo que me parece afín a esa estrategia musical de primero esbozar, en germen, el tema dominante de la composición; el cual aparece pleno suficientemente después, de tal manera que cuando al fin llega, es muy bienvenido pues relaja una expectativa que lo anunciaba y prometía. Este verso, primero de su oración, se refleja con el primero de todo el poema ya que también se suspende en un encabalgamiento. Que no sorprenda que el siguiente verso sea equivalente al segundo: dos miembros para circunscribir y determinar ese “aire nuevo”. Con el verso siete, esta oración acaba idéntica que la anterior: un verso esticomítico, holgado. Así, ambas parecen trazar una gráfica donde los primeros versos son líneas dinámicas, ascendentes, que se van suspendiendo en crestas, para desembocar en su segundo momento, una llanura extensa de distención.

Me gusta que la tercera oración rompa el esquema: ahora el poeta puede echar mano de otro recurso, de otra velocidad: un solo verso amplio (endecasílabo) que se basta para cumplir su oración; la cual adquiere un tono sentencioso, inapelable. Nótese que justo esta variante sintáctica es la que introduce el yo lírico; pues las secuencias anteriores estaban dedicadas a la exposición del jardín. Hablan del brote de la primavera. Por ello les queda muy bien que vayan creciendo de a poco, con cierto zigzag accidental y empeñoso, “titubeante” como dice uno de sus adjetivos. La tercera oración es contraste formal, sintáctico y semántico; una adversación: “Sólo no hay primavera en mi recinto.”

Estamos listos para la última oración de la estrofa (vv. 9-13). Que, ya librada la machaconería inimaginativa de lo mecánico, puede volver al modelo de base. Primer verso: un suave bimembre, de seis y cinco sílabas. Ajá: ¡el primer endecasílabo que se parte convencionalmente! Pues ahora podemos notar que los anteriores habían eludido sistemáticamente la composición canónica de los dos hemistiquios. Todos. Ahora, todo el periodo oracional será endecasílabo; sutil estrategia que los tres iniciales sean a maiore, cada uno más nítido que el anterior, y los dos finales a minore, lo que provoca justamente un dístico final conclusivo de toda la estrofa que va fluyendo gracias a su polisíndeton. Conclusión que, por supuesto, se paraleliza y reitera, con el aforismo lacónico inserto justo a media estrofa (v. 8).

Los paralelismos sintácticos también son diáfanos en este periodo. El v. 9 es bimembre, ramificado; el siguiente no, pero se corresponde claramente con el sucesivo (vv. 10 y 11, respectivamente), de modo que juntos forman su unidad doble... que lo mismo hacen, como ya dije, los últimos dos entre sí; entre los cuales el primero es bimembre y el segundo esticomítico Lo dicho: un bellísimo mecano de partes que se duplican, segmentan, prolongan y siempre siguen correspondiéndose con esta muy melódica base dos o bimembre.

La segunda estrofa sigue acatando esta regla. Pero no mecánica sino creativamente. Es más pesada: sólo endecasílabos. Sólo dos oraciones (una interrogativa, a la Neruda, con sólo signo de puntuación al final, vv. 14-18; y una aseverativa-exclamativa, vv. 19-26). La primera dedicada a la primavera (ahora ya en pleno: “desenfrenada”, pues a lo largo del breve poema ha ido estallando) y la segunda al yo lírico, quien por primera vez se expone tan ampliamente y se asume atormentado, para hacer que el frenesí luminoso de la primavera termine en un paisaje nocturno.

Hay que decir, ya que sílabas contamos, que dos versos incomodan mi lectura. Son decasílabos. Estaría muy forzado meter diéresis al final del v. 17 para cuadrarlo, de la misma manera que veo muy forzado cualquiera de los dos hiatos potenciales del v. 23, para que se volviera endecasílabo, pues ambos hiatos hipotéticos son entre doble  /e/ átona. El aminoramiento de este “defecto”: no suenan nada mal. Claro que recortan un poco el aliento de la tirada estrófica (falta una sílaba), oída en sus unidades versales... pero no demasiado. Pienso que, por varios motivos, sugieren unidades o “versos” interiores: La secuencia bimembre en que aparecen; el v. 17 se forma por un hemistiquio hexasílabo, que si lo leemos de corrido con el segundo hemistiquio del verso anterior –con el cual está encabalgado– hace un buen endecasílabo: “el canto verde (/) de las verdes hojas”, a minore, (quizá de tipo sáfico) con sus claros acentos en segunda, cuarta, octava y décima sílabas; por su lado y prosiguiendo esta “restitución” de versos encubiertos por el principio del encabalgamiento operante en este momento del poema, se arma un heptasílabo, nítido y complementario (vv. 17-18): “...la presencia (/) del cielo”, que distiende el periodo acentual al pasar del troqueo inmediatamente anterior, a este compás dactílico, por el aumento de una sílaba átona. Una compensación equivalente, aunque menos laboriosa, acontece con el segundo y último decasílabo; se forma por dos miembros asimétricos, que lo “encabalgan” dentro de sí: “nocturnas, la noche en que se encuentran”; leído en su secuencia, hay una cadencia heptasilábica que funge como contrapeso a las interrupciones sintácticas que crean encabalgamientos y rupturas interiores. Leamos así: “dame por hoy el sueño – de las hojas/ nocturnas, – la noche en que se encuentran...” Es decir: tres periodos heptasílabos. Y lo que ahí aparece, después de este último encabalgamiento, es otro tempo: un periodo trimembre, que relaja la dinámica establecida: “...los muertos, los metales, las raíces”. Con el fino ribete de que el inicio de este endecasílabo trimembre, acentuado en la segunda sílaba, empiece por una cláusula trisílaba (“los muertos”): ésta, al mismo tiempo participa del carácter del periodo encabalgado de “nocturnas”, pues queda como su paralelo innegable, al ser ambas segmento inicial de verso, de sólo tres sílabas, amén de que semánticamente son afines; y también pertenece, de suyo, al tono de su propio verso: la llanura trimembre de este endecasílabo heroico (acentos en segunda, sexta y décima sílabas), con el que cierra el poemita todo, mediante un trístico de relajamiento prosódico, ya sin encablagamientos, lo cual impulsa el tono de melancólica introspección de la revelación o confesión final... “los muertos, los metales las raíces,/ y tantas primaveras extinguidas/ que despiertan en cada primavera.” Por supuesto que sintácticamente se repite el equilibrio métrico interior que protege los dos decasílabos. La regla de encabalgamientos que opera en ambos decasílabos crea una lógica sintáctica: hacer una aseveración en el cuerpo de un verso, que se remata en el siguiente con el complemento en una perífrasis sustantiva.

“Respiración”, acostumbramos llamar a esto; ritmo y melodía –podemos tomar prestadas las palabras– tanto de la secuencia métrica como sintáctica. Todo lo cual hace que el poema “diga” lo suyo con una firme sobriedad inapelable. Piano e malinconico para estar, profunda, conmovedoramente, “Con Quevedo, en primavera”. Para decir, con llaneza, en muy transparente castellano: “primavera exterior, no me atormentes”, ya que sus germinaciones provocan “la noche en que se encuentran/ los muertos, los metales, las raíces,/ y tantas primaveras extinguidas/ que despiertan en cada primavera.” El poeta, como sabemos, estaba a punto de recibir la muerte; el cáncer violentado por los horrores del golpe de Estado, poco después de haber escrito estas líneas, en aquel infausto 1973.

Pablo Neruda es, qué duda cabe, uno de los grandes poetas del siglo xx. Para serlo, supo también ser uno de los maestros en la bella artesanía del arte del verso de su tiempo. Poeta de postmodernismo, ciertamente, de postvanguaridas y de verso libre... en apariencia; poeta de finísima escuela métrica según exhibe la sobria composición de sus “versos libres”. Neruda nació en 1904; cuando el bebé lactaba la lengua materna, que tanto le habría de deber, era el imperio del “divino Rubén”, como bien se le nombraba. Era 1905, tiempo en que aparecen, luminosos, aquellos “Cantos de Vida y Esperanza. Los Cisnes y otros poemas. (Tipografía de la Revista de Archivos). Es la más hondamente artística y humana de sus obras y de ella se tiraron [en la princeps] 500 ejemplares”, según nos recuerda Julio Valle-Castillo[5]. Pues bien, uno de esos poemas, de cuando el niño Neftalí Ricardo Reyes nacía, me parece hermano y anuncio de la extraña combinación de melancolía y vitalidad, el jardín invernal, con la que, piano e malinconico, rubrica su obra el gran poeta Pablo Neruda; efectivamente, Félix Rubén García Sarmiento también supo y dijo, lo que es estar “Con Quevedo, en primavera”. Él lo dijo así, en esas bellas cuartetas eneasílabas por siempre memorables de la “Canción de otoño en primavera”. La idea, el “espíritu” son los mismos; los caminos otros; la visión nerudiana es parca y despojada, emociones abstractas; la de Darío, elocuente y pródiga en sugerir acontecimientos vividos. Pero en ambos, el sabor agridulce proviene de saludar la vejez, el desgaste vital, de cara al indoblegable ciclo de la renovación –que es Eros y es Mujer. Algunos versos de esa “Canción de otoño en primavera” sintonizan con los de Neruda, conmovedoramente; por ejemplo esta sentencia de buen moralista en verso: “sin pensar que la Primavera/ y la carne acaban también...” Y la aceptación de que aquellas mujeres amadas, “... En tantos climas,/ en tantas tierras siempre son,/ si no pretextos de mis rimas/ [y este es el verso que subrayo, en homenaje a Neruda] fantasmas de mi corazón.” Esto es Neruda, anticipado por el Divino Rubén, quien ya acarrea estos tan nerudianos fantasmas de mi corazón que nunca dejarán de proclamar, jubilosamente condenados a la quimera de la vida: Mas a pesar del tiempo terco,/ mi sed de amor no tiene fin.


Notas



[1] Que son: “El egoísta”, “La piel del abedul”, “Con Quevedo, en primavera”, “Imagen”, “Llama el océano”, “Pájaro”, “Jardín de invierno”, “Muchas gracias”, “Regresos”, “In memoriam Manuel y Benjamín”, “Animal de luz”, “Los triángulos”, “Un perro ha muerto”, “Otoño”, “La estrella”.

[2] A saber: “Gautama Cristo”, “Modestamente”, “Todos saber”, “Los perdidos en el bosque” y “El tiempo”.

[3] El dodecasílabo ha de encajar, seguramente, por la base trocaico-dactílica del periodo de donde proviene, y porque el verso siguiente también presenta un verso cuyo primer hemistiquio es más rápido, por frecuencia de sus acentos, y el segundo, una especie de larga terraza descendente en la que se espacian los acentos gracias a los vocablos de tantas sílabas; cito y marco el dodecasílabo con su verso anterior y los dos posteriores: “comò un paráguas que allí se quedó en la llúvia:/ tal véz son éstos lábios impérceptíbles/ lòs que se escúchan còmo rèsonáncia marína/ de prónto, en un descuído del camíno”. Lo más feo es, de todos modos, el ripio asonante de ‘descuido/ camino’ con el que remata la estrofa.

[4] Otra de mis favoritas: el poema epónimo de Árbol adentro (1987), de ese inevitable poeta interlocutor de Neruda: Octavio Paz.

[5] Rubén Darío, Poesía, ed. de Ernesto Mejía Sánchez, prólogo de Ángel Rama, cronología de Julio Valle-Castillo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977. Mi cita, en la p. 536.