Pablo Neruda y la poesía
de la primera mitad del
siglo XX en Chile


Naín Nómez
Universidad de Santiago


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En contraste con otros poetas de la vanguardia, Pablo Neruda no expresó mayormente su pensamiento en estéticas,  declaraciones teóricas ni manifiestos, con la excepción de unos cuantos escorzos aquí y allá desperdigados en cartas, discursos, homenajes, artículos de periódicos y  revistas. Es por ello que su conocido artículo “Para una poesía sin pureza” publicado en el primer número de la revista Caballo Verde para la Poesía de 1935, adquiere una notoriedad manifiesta, tanto por expresar  a cabalidad la tonalidad nerudiana de su obra desde Tentativa en adelante, como por la ruptura que provoca con sus primeros textos y la poesía de la tradición anterior. En general sus manifiestos son los poemas mismos o más bien cuando pretende fijar posiciones estéticas lo hace desde el corazón de su producción poética antes que desde una estética programática consistente.

Recordemos lo que allí se nos señala, una vez mas: “Una poesía impura como un traje, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”. Y antes había clarificado que “así es la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley”. Se trata obviamente de una estética que corrobora la discontinuidad entre naturaleza e historia, que critica los sedimentos de la poesía pura que con más de un coqueteo entró en sus textos anteriores (Crepusculario, Veinte poemas, el Hondero, más los Cuadernos de Temuco y El río invisible), que se articula en forma antagónica pero también similar a la de sus compañeros de ruta, con quienes a pesar de sus desaveniencias, (aquí en especial nos referimos a Huidobro y Pablo de Rokha), mantiene una estrecha relación intertextual, ideológica y estética. Entre otras razones, por el proyecto de ruptura con el modernismo, por la exploración de nuevos caminos estéticos, por la asunción de los problemas que plantea la relación entre vanguardia y modernidad, el conflicto entre tiempo mítico e histórico y la posición del poeta en el discurso. Poesía impura, pero también cada vez más material, como han señalado varios de sus críticos actuales. Y esa otra clave de la modernidad, la del poeta comprometido y sujeto voz de la tribu  también lo hermana con sus coetáneos incluso con los más resentidos y odiados. Por ello, el texto “Conducta y poesía” del mismo período, termina de redondear su vinculación social, al mismo tiempo que alude veladamente esos enemigos casi siempre ambiguos, pero de manifiesta presencia. Allí indica: “Es el poder de la edad o es, tal vez, la inercia que hace retroceder las frutasen el borde mismo del corazón, o tal vez lo ‘artístico’ se apodera del poeta y en vez del canto salobre que las profundas olas deben hacer saltar, vemos cada día al miserable ser humano defendiendo su miserable tesoro de persona preferida?...y en la casa de la poesía no permanece nada sino lo que fue escrito con sangre para ser escuchado por la sangre”.

He aquí la unión definitiva del poeta profeta con el poeta testigo, tan cara a muchos vanguardistas y que mostrará sus énfasis y oscilaciones en el poeta de las Residencias y el Canto General. En gran medida, el carácter modélico que tiene su lenguaje y la sacralización de su figura, se debe a los traspasos e influencias de esta especie de personificación pura, que contradice sus supuestos estéticos y la formulación escritural de una parte importante de su obra: tal vez la más creadora y rupturista.

Las Residencias y el Canto General, son por esto mismo, los textos claves de la influencia de Neruda en la poesía posterior. Las primeras, por sus enfrentamientos radicales con la escritura de la tradición y sus búsquedas desde una temporalidad dual y conflictiva a otra, que a ratos logra ser integradora; el segundo, el Canto General, por la utopía del absoluto que busca armonizar el sujeto y el objeto, el pasado y el presente, lo mítico y lo histórico, el hambre y el trabajo y por último, el romanticismo idealista con el materialismo. Si desde una de sus líneas (la revelación, lo omnisciente, lo profético, el conocimiento poético) extiende su frondoso y amplio ramaje sobre la segunda vanguardia nacional (por ejemplo, Humberto Díaz-Casanueva, Rosamel del Valle, Gustavo Ossorio, Alberto Rojas Jiménez,  Jorge y Omar Cáceres); desde otra (la lluviosa ruralidad simbólica del sur, el primer Neruda) ejerce su dominio a veces impredecible pero siempre fructífero: es el caso de Juvencio Valle, de Rubén Azocar, de Luis Oyarzún y a veces también de Julio Barrenechea. Una tercera línea de traspasos poéticos se desarrolla a partir de los años cuarenta con su poesía comprometida, que si bien no llega a una profusión de Cantos Generales, reverbera en poemas de combate, de protesta y crítica social, de acción política: en esta línea se inscriben textos de Andrés Sabella, Alberto Baeza Flores, Hernán Cañas, Volodia Teitelboim, Juan Arcos o Matilde Ladrón de Guevara, una de las pocas poetas mujeres que persisten en la estética nerudiana. Estos traspasos nerudianos no se agotan ahí, ya que repercuten en poetas mayores y menores durante toda la segunda mitad del siglo XX, haciéndose casi insoportablemente dominante después del Golpe de Estado del 73.

Sus detractores se iniciaron temprano a partir de los míticos intercambios públicos con Huidobro y de Rokha en revistas universitarias primero, revistas fundacionales de un solo número después y más tarde en periódicos como La Opinión de los años 30, cuando las diatribas personales se mezclan con las posiciones estéticas a ultranza y las clarificaciones políticas frente a la Guerra Fría y los Frentes Populares. Desde la propia vanguardia, le critican los amigos y compañeros de ruta de Pablo de Rokha: Guillermo Quiñonez, Pedro Plonka, Juan Marín, Antonio de Undurraga o Winétt de Rokha, esposa del vate de Licantén. Más tarde lo harán Mahfud Massís y Julio Tagle, comprometidos por lazos de parentesco con el poeta. Con posterioridad intervienen los poetas Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa y Teófilo Cid, quienes en 1938 fundaron el grupo La Mandrágora de tardía inspiración surrealista junto a la revista del mismo nombre. En un acto que Neruda realizaba en el Salón de Honor de la Universidad de Chile vinculado a una recolección de ayuda para los niños españoles en julio de 1940, Arenas lo interpela violentamente y le rompe el discurso que leía. Su animadversión provenía de la convicción del grupo, de que Neruda ya pertenecía a una tradición poética que se había agotado y se había hecho panfletaria. La posición discursiva del grupo La Mandrágora, intentó ser subversiva, pero fue casi anacrónica, en relación a un referente casi agotado, pero que sirvió para levantar nuevas polémicas, en que se cruzaron de nuevo los epígonos de la vanguardia y algunos poetas que los siguieron como Eduardo Anguita, Gonzalo Rojas, Mario Ferrero y Alberto Baeza Flores.

Distinta fue la posición de los llamados ‘poetas de la claridad’. Curiosamente fue Tomás Lago, uno de los amigos más cercanos de Neruda, quien en 1939 publicaba una antología titulada Ocho nuevos poetas chilenos, en la cual se incluían además de Nicanor Parra con textos de su primera obra Cancionero sin nombre, a Oscar Castro, Alberto Baeza Flores, Luis Oyarzún, Victoriano Vicario y otros. Curioso digo, porque estos poetas tenían una postura en abierta oposición a la famosa Antología de poesía chilena nueva que Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim habían publicado en 1935, en la cual se destacaban los poetas vanguardistas de primer y segundo relevo. A juicio de Lago, la antología del 35 le daba la espalda a la utilidad social de la poesía, mientras los jóvenes poetas querían una ‘poesía de síntesis’ y una ‘poesía de luz’. Aunque la postura de Lago mostró con el tiempo su equivocación (muchos de los poetas paravanguardistas integrarían el compromiso social en sus poemas y su vida personal, además de vincular su poesía al mundo popular a través de odas, liras, tonadas y glosas populares), incluyendo el hecho de que algunos de los 8 poetas no se dedicaron más al oficio, su postura sirvió para abrir los derroteros del lenguaje popular, de la escritura coloquial, de la incorporación de la oralidad, la marginalidad y la fonética urbana. En 1942, Tomás Lago prologa una pequeña antología titulada Tres poetas chilenos: Nicanor Parra, Victoriano Vicario, Oscar Castro, en donde puntualiza que

 

Los nuevos poetas, nutridos de las nuevas fuerzas de sus antecesores, han sentido la necesidad del regreso desde ese ámbito de sombras partidas donde una realidad equívoca patrocinaba un orden transmutable, vuelven desde la música, es cierto, de la morada atmósfera de la inspiración individual donde la voz humana se confundía con su espectro en los orígenes del eco. Desde esa región apartada, avanzan de nuevo hacia el medio del día buscando la potestad de la luz vertical.

 

Había que volver atrás, al mundo terrestre y habitado para no perder  la continuidad esencial del espíritu. A las tormentosas y ensimismadas experiencias individuales, debe suceder la paz comunicativa entre todos, al delirante y difícil juego mental, debe suceder el simple canto solidario.

El Canto General de Neruda y en especial “Alturas de Macchu Picchu” serán un parámetro difícil de equiparar en el intento latinoamericano de integrar la búsqueda del sujeto individual con la trascendencia social; o la fragmentación de una modernidad en crisis permanente con una respuesta totalizadora que recoge los planteamientos del realismo socialista en una nueva aleación futurista. Este intento reciclador e integrador de los ámbitos estéticos y políticos, se adapta al imperativo de un repertorio ideológico que ha cambiado radicalmente, resignificado en nuevas formas sistémicas: capitalismo, imprialismo, populismos de diverso cuño, socialismo y comunismos alternativos, economías en vías de mundialización, alternativas regionales y continentales. Esta obra de Neruda que va a ser imitada y reciclada de muchas formas por las nuevas generaciones, es otro intento por reinstalar al sujeto omnipotente de la modernidad como portavoz del mundo, pero también es una reacción frente a una experimentación vanguardistas que se siente vacía y vuelve a buscar su asidero en el mundo. En el yo apoteósico de los ‘cantos’ (no hay que olvidar la “Carta Magna del Continente” de Pablo de Rokha)  del mismo período, el discurso vuelve a la realidad mitopoética del portavoz de la tribu, que se sustenta en una subjetividad clarividente y mesiánica.

Nicanor Parra, que había iniciado su escritura con un libro de transición, Cancionero sin nombre en 1937, toma como punto de partida de su reflexión la poesía vanguardista, para hacer un vuelco radical hacia la realidad. Dice que “la del Cancionero sin nombre es una época de espontaneidad pura” (L. Morales 1991:81) y agrega que descubrió que “poesía es vida en palabras” (Calderón, 1970:302). Parra no adjura totalmente de los planteamientos vanguardistas, pero los transforma y depura de su hojarasca retórica para volver a establecer el puente con una realidad mediatizada. Recalca que

 

Crear vida en palabras: realmente eso es lo que me pareció que tenía que ser la poesía. Una vez que se acepta ese punto de partida, caben muchas cosas en la poesía: no tan solo las voces impostadas, sino también las voces naturales; no tan solo los sentimientos nobles, sino también los otros; no tan solo el llanto, sino también la risa; no tan solo la belleza, sino también la fealdad (Calderón, Ibid).

 

Ya en el Cancionero, Parra había incorporado la poesía oral y popular con una actitud lúdica desenfadada que integraba la tradición surrealista a un temple irónico que será la fuente de su antipoesía. En algunas entrevistas, había criticado con cierta sorna algunos panegíricos y ciertos estereotipos sobre la realidad contingente representados en el Canto General. Luego en la antología de Lago de 1942 había incorporado algunos de los textos que aparecerán más tarde en 1954 en Poemas y antipoemas, como por ejemplo “Se canta al mar”, “Hay un día feliz” y “Es olvido”. Aquí ya se dramatiza la figura del sujeto en forma histriónica, se utilizan coloquialismos, diálogos, formas narrativas, frases hechas, circunloquios, interpelaciones al oyente y al lector, etc. Mientras el hablante nerudiano se perpetua en su reencuentro con la materia y la historia a través del trabajo poético, Parra desacraliza sarcásticamente, la nostalgia por un campo idílico ya desaparecido al representar un personaje urbano de múltiples máscaras que va a proponer dos posturas fundamentales de ruptura frente a la modernidad en crisis: a) la del poeta que critica la urbe moderna desde un sitial marginal y degradado; b) la del poeta que se hace cargo del mito del origen perdido a partir de la imposibilidad del retorno.

Pero en esta ruptura con los modos ejemplares de la vanguardia, el antipoeta no está solo. En forma casi anacrónica, surge la obra de varios poetas que además de buscar revitalizar la tradición popular como el primer Parra, reasumen las viejas formas del romance y el soneto, incorporan nuevas temáticas y transforman las ya casi herméticas proposiciones vanguardistas en un retorno a las fuentes líricas más elementales. Es el caso por ejemplo de Alberto Rubio que revitaliza la tradición campesina a través de la personificación de los objetos cotidianos que se desnudan ante un sujeto que los releva con una ironía a veces descomunal o de Miguel Arteche que retoma las formas musicales del verso clásico para volver a darle trascendencia a la labor del poeta o David Rosenmann Taub, poeta inclasificable por su fusión vanguardista y clásica y un manejo de la lengua que retoma lo más esencial de las palabras. En una artículo publicado en la revista Atenea en 1958, el propio Arteche salía al paso a los que los consideraron conservadores y escapistas. Plantea que su generación será considerada como un núcleo que no sólo tuvo seriedad ante el oficio, sino también ante el rigor idiomático y que, actuó con la conciencia de que la estructura, el control y la presión a que debe estar sometida la poesía, son tan importantes como el ejercicio que el pensamiento realiza en lo más profundo de la composición poética. Algunos de los supuestos de la promoción emergente, eran: la utilización del verso libre o tradicional, la densidad de pensamiento, el retorno en algunos casos a la regularidad estrófica, el rechazo a la imaginería desbocada, la heterogeneidad, la despreocupación por la realidad circunsdante, el rechazo de la función social de la poesía y la asunción de la crisis a través de una actitud de desengaño y angustia frente al mundo. Al final, planteaba que el verso libre no da patente a ningún poeta para sentirse revolucionario ni vanguardista.

Así como Parra, Enrique Lihn se desprende de la órbita nerudiana y se incrusta en la del poeta que critica la urbe desde la máscara y la degradación. Algunas de sus crítica se referían especialmente a la poesía más políticamente comprometida de Neruda, con especial énfasis en Las uvas y el viento (1954) y la Tercera residencia. Escepticismo radical y desencanto circunsdado por la contingencia y el desquiciamiento de la unidad humana, hablantes que se mueven en la carencia y la orfandad, poseídos por una angustia existencial que a veces se convierte en reflexión casi filosófica, metalenguaje que busca un Absoluto cada vez mas imposible: es la búsqueda de Nada se escurre en 1949 y Poemas de este tiempo y el otro, de 1955, libros que se decantan en La pieza oscura de 1963, donde las utopías y contrautopías vanguardistas se han fragmentado en un espejo roto que se desdobla al infinito. Entremedio, los primeros libros de Gonzalo Rojas oscilan entre un entusiasmo casi pueril por las batallas individuales y sociales (el ‘relámpago de seguir siendo’ o la lucha contra la miseria del hombre), una continuidad con las búsquedas trascendentes de la vanguardia en una curiosa amalgama con el deseo de hacer de la escritura el ámbito de salvación ‘contra la muerte’ como atestigua su libro de 1964, y la búsqueda de esos instantes numinosos que nos salvan (fundamento del instante como en Octavio Paz) de las alienaciones y de caer en lo oscuro. En su eclecticismo, Rojas busca ser un continuador de la tradición vanguardista nerudiana o huidobriana, sin dejar de irrumpir con su ‘ejercicio de la palabra’, su ‘conciencia crítica del lenguaje’ o su erotismo exacerbado y efímero. Otros poetas se mueven en las mismas aguas oscilatorias frente al maestro. Alfonso Alcalde, quien había publicado Balada para la ciudad muerta en 1947 desarrolla una obra hiperbólica y desmembrada con ciertas resonancias surrealistas, pero muy atenta a la vitalidad y la emoción.

Fluctuando entre Neruda, Vallejo y de Rokha, la obra de Alcalde mantiene una fuerte ligazón con los grandes de la vanguardia, pero premunido de una escritura donde la angustia existencial se desmesura sin pausa hasta alcanzar una regeneración redentora que culmina en el deseo de superar el dolor a través de una ironía que mitiga la caída o el desposeimiento. En ese retorno a lo coloquial, a la visión degradada de la ciudad moderna, es necesario citar la obra de Armando Uribe, cuyas primeras obras de los años cincuenta, contribuyeron como Arteche, Rubio y Rosenmann Taub a despojar la escritura del oropel exuberante de los ismos y los cantos.

Entre las poetas mujeres de la época hay voces de continuidad y voces de ruptura. Entre las primeras Delia Dominguez que con Simbólico retorno y La tierra nace al canto de 1955 y 1958 respectivamente, retoma los temas del sur hurgando en el origen de los lares con un lenguaje coloquial y claro. Por su parte, Irma Astorga se anuncia con ciertos ribetes metafísicos en La muerte desnuda de 1948 para luego integrar el mundo urbano desde una cotidianidad  combativa que parece derivar del Neruda de las Odas en su Ceniza quebrada de 1961. Un caso distinto representa Stella Díaz Varín, una de las voces más relevantes de esos años con una violencia y angustia cósmica de sello muy personal, mezcla de vanguardismo y sensorialidad, de construcción y destrucción. Razón de mi ser de 1949 y Sinfonía del hombre fósil de 1953, anuncian una poeta que hasta Los dones previsibles de 1992, mantiene una integración irrenunciable entre la voz y la vida, con una rigurosidad escritural envidiable.

Si bien los poetas que se hacen cargo del mito de la nostalgia del  paraíso perdido derivan de los lluviosos paisajes del sur, sólo tangencialmente recobran una tradición que se remonta a los poetas de la ruralidad descriptiva de comienzos de siglo como Jorge González Bastías, Jerónimo Lagos y Carlos Préndez Saldías, y que luego prosiguieron Juvencio Valle con una mirada menos ornamental, o Rubén Azocar y Augusto Santelices con un simbolismo más extremado y exquisito. El vuelco simbolista que a ese mundo de árboles, tierra, ríos y montañas, le da el primer Neruda y que el segundo transfigura en un mundo vertiginoso y caótico, se transfigura en los poetas del larismo existencial en un retorno futurista (valga la antítesis) a las mejores fuentes del romanticismo europeo.

Jorge Teillier, Efraín Barquero y Rolando Cárdenas son los mejores exponentes de esta corriente, donde el repliegue frente al mundo urbano de una modernidad desgarrada y fragmentada, se resuelve en el refugio fugaz de un mundo desplegado en la memoria, pero incapaz de resolver el desarraigo, por lo menos en Teillier. Para ángeles y gorriones de 1956, muestra una aldea como imagen del universo en la cual se superpone al paisaje visible un paisaje de ensueños, y a la infancia real  aquella de la maravilla original y mítica. El cielo cae con sus hojas de 1958, El árbol de la memoria de 1961, Poemas del país de nunca jamás de 1963 van reiterando la imagen de un solo gran libro, que incesantemente alude al testimonio de un testigo que describe una edad dorada que se acaba y el escepticismo de un presente en desarraigo permanente. Nostalgia del desarraigo, pero al revés de sus antecesores ruralistas, aquí no hay retorno ni arcadia, sino un paraíso lejano que la memoria no es capaz de retener, porque se convierte en pura imagen soñada, un instante que reverbera y desaparece como “ nuestras sombras movidas por las llamas” o “trenes que parten bajo la lluvia” o “la nieve que no es de este mundo y que borra nuestras huellas” o finalmente “la luz...que alguna vez apagamos para guardar la memoria secreta de la luz”. En cambio, en Efraín Barquero la naturaleza es recuperada para dar lugar a una epifanía ancestral con el ser humano, que por un instante recrea los elementos originales, el pan, la piedra, el agua, la tierra o el viaje por la memoria hasta llegar a la raíz. Desde La piedra del pueblo de 1953, pasando por La compañera de 1956 hasta La mesa de la tierra de 1998, la obra de Barquero alude a la trascendencia de los vínculos humanos a través de los gestos cotidianos en una búsqueda que aunque solitaria y desesperada incita también a la solidaridad y se ilusiona con la dimensión fraternal del ser humano, antes de fragmentarse en el ‘doble pliegue de la muerte’. En esta línea se acerca también a los textos del Neruda humano y solidario del Canto, de las Odas y sobretodo del Memorial de Isla Negra, aquel que sabe que “ser y no ser resultan ser la vida”, que “no hay pura luz” y que no sabe cual es la moraleja. Por su parte, Rolando Cárdenas se inicia con dos libros fundamentalmente láricos, Tránsito breve en 1959 y En el invierno de la provincia en 1963, para derivar luego hacia otros horizontes poéticos que lo acercan a la llamada etnoliteratura (Poemas migratorios del 74 y Vastos imperios incluida en sus Obras completas en 1994, en donde aparecen las formas de vida casi extinguidas de los indígenas australes: los onas, los selk nam, los fueguinos con sus ritos y leyendas que sobreviven en la memoria. En Cárdenas, la alienación de las ciudades se equipara a la destrucción del mundo natural y su propia palabra se adelgaza cada vez más como si ya estuviera viviendo su propia extinción. Como indica hacia el final: “soledad y soledades en mi vocablo de exilios” porque “donde quedó nuestra sombra, está hoy lo único que poseemos”.

En los poetas de los años sesenta, la poesía de Neruda sigue siendo un signo evidente de influencia, sobre todo por los acontecimientos políticos y sociales del período, los procesos de reforma y descentralización, el crecimiento económico y demográfico. Si bien es verdad que existen una serie de poetas menores que continúan recibiendo la influencia directa de Neruda, especialmente en los grupos cercanos a la Sociedad de Escritores de Chile (puedo citar por ejemplo el caso de Homero Arce, Luis Fuentealba Lagos,  Altenor Guerrero, Carmen Abalos, Fernando Alegría, Mario Ferrero, Ernesto Murillo, Fernando Pezoa, entre muchos otros), la mayoría de los poetas que se inician en los sesenta se identifican más directamente con la matriz lárica de Teillier, la antipoesía de Parra y la intercalación narrativa y coloquial de Lihn. Reverencian al maestro, especialmente al de las Residencias y el Canto General, pero recogen el uso epigramático, la intertextualidad, los elementos conversacionales, los giros idiomáticos de registro semiurbano, la construcción casi narrativa, la desacralización y la ironía. Pero por otro lado, tampoco el código emergente  se queda en los planteamientos de los cincuenta, sino que expresa una postura que se multiplica y profundiza, incluso en poetas, que parecen seguir ese código desde cerca, como Omar Lara, Jaime Quezada, Floridor Pérez o Juan Armando Epple de los grupos Trilce y Arúspice. Con respecto a Neruda, insistimos en que aquella que Waldo Rojas, llamara la ‘promoción emergente’ tuvo siempre cierta reticencia frente a su obra, aunque no frente a su vigencia (que se mantiene hasta ahora, como la de Huidobro y de Rokha y quizás mas que ninguno, la de Mistral), entusiasmados mucho más por los antipoemas, la poesía situada de Lihn y la crisis del mundo urbano señalado por Teillier, Barquero, Rubio o Uribe.  

La partición de las aguas se efectuó en un encuentro realizado en Valdivia en 1965, donde los poetas y críticos de la promoción emergente canonizaron a sus mayores con estudios críticos, siendo ellos mismos incluídos en la sección final con sus poemas primerizos. Entre los poetas novísimos estaban Jaime Quezada, Floridor Pérez, Santiago del Campo, Carlos Cortínez, Oscar Hahn, Ronald Kay, Omar Lara, Hernán Lavín Cerda, Waldo Rojas, Federico Schopf, Manuel Silva Acevedo Enrique Valdés, entre otros. Como señala el poeta y crítico Waldo Rojas, fue mas que una generación un colectivo que se agrupó cerca de las universidades, que publicó revistas, pero que por sobre todo tuvo rigurosidad por el oficio con una reflexión encarnada del funcionamiento concreto del lenguaje a partir de una cierta vertiente metapoética. Como agrega el propio Rojas

 

La búsqueda de un lenguaje acorde con los recursos poéticos puestos al alcance por una tradición que incluía la ruptura y hasta la rebelión irreverente, lo miksmo que, en su extremo, la reflexión sobre sus límites, por una parte, y por otra la elección de una escritura conforme a una experiencia nueva del sentido de ésta en el mundo y en la época, jugaron sin duda un papel en la contención verbal y en la aplicación de estos poetas en un trabajo liteario reflexivo y madurado; trabajo movido por el deseo justificable de personalización y, ...de toma de distancias.

 

Reconociendo que la heterogeneidad de registros de estos poetas es más amplio (no hay que olvidar los grupos de Santiago y Valparaíso, con un énfasis mayor en el mundo urbano), los aportes de los mismos, como ha indicado el poeta Gonzalo Millán se alejan de los supuestos fundamentales del gran vate, fundamentalmente en lo que se refiere a romper con la especialización, a la indistinción de géneros, el uso de la intertextualidad o escrilectura, el poeta como operador o bricoleur, la poesía de la inscripción escritural o icónica, la desvalorización del sujeto y su desaparición, la cancelación del proceso analógico de la escritura, el poema como ilustración verbal de sí mismo y otros rasgos que vienen de más acá de la vanguardia. Frente a este reconocimiento, resultado incluso extraña la animadversión que diversas promociones posteriores de poetas han tenido con los poetas de los sesenta, a los que consideran conservadores y continuistas de la vanguardia (léase especialmente Neruda) y la poesía de los cincuenta. Esta actitud se resume en un ensayo de Raúl Zurita de 1983  (curiosamente un poeta de obras muy personales, pero que no podría negar su filiación nerudiana y rokhiana), donde reconoce sólo cuatro tendencias en la tradición de la poesía chilena, las cuales serían la escritura nerudiana, la escritura parriana, la escritura lárica y la escritura epigramática. Este acotado y polémico modelo deja fuera los matices de una variabilidad heterogénea que ha caracterizado la poesía chilena del siglo XX y dentro de la cual hay un sinnúmero de poetas que no pueden ser comprimidos en este catálogo, incluyendo la variable producción de los poetas que se iniciaron en los sesenta.

Me hubiera gustado haber revisado la relación entre la vasta obra de Neruda y la poesía de los últimos treinta años del Chile interno y externo, con toda la compleja trama de la división del 73. Pero por ahora sólo hemos llegado hasta aquí en esta un tanto caótica exposición. Para finalizar quisiera hacer un par de acotaciones.

Creo que la obra de Neruda ejerce hoy día una influencia que se ha convertido en casi pura hojarasca. El Canto General aún nos habla, pero fue el último canto del cisne de una época que se ha ido con sus mitos absolutos. Si hacia fines de los cincuenta, Octavio Paz aún desenvolvía una búsqueda totalizadora, aunque algo más desesperanzada con Piedra de sol, el mito de la integración parece quebrarse totalmente hacia fines de los setenta, cuando leemos el Purgatorio de Raúl Zurita o en el otro lado del mundo, El hundimiento del Titanic de Hans Magnus Enzensberger. Tal vez el último canto de cisne totalizador sea el Cántico cósmico (1989) de Ernesto Cardenal con sus casi 600 páginas y un aura mística de envidiable optimismo.

Resulta al menos curiosa la repercusión que han tenido y siguen teniendo las obras de Neruda publicadas hasta 1957, y lo poco que se conoce en el ámbito periodístico y en los traspasos poéticos a las promociones ulteriores, obras como Estravagario, Memorial de Isla Negra, Las manos del día, Aún, Jardín de invierno o El libro de las preguntas, a mi juicio, una parte fundamental del mejor Neruda, aquel que logra un equilibrio entre su compromiso y el resurgimiento de su interioridad, aquel que se cuestiona el proceso vital del individuo y de la colectividad y que establece nuevos vínculos con su propia soledad, el que se dice: ‘todos los caminos conducen al pozo de sí mismo’  y también  ‘¿debo satisfacer o debo ser?’. El Neruda que dialoga con el silencio cuando dice: “muere la vida, se aquieta la sangre/ hasta que rompe el nuevo movimiento/ y resuena la voz del infinito” o que se llena de preguntas sin respuesta: “¿Cuándo ya se fueron los huesos/ quién vive en el polvo final?” [...] “¿Se fundirá tu destrucción/ en otra voz y en otra luz? ¿Formarán parte de tus gusanos/ de perros o de mariposas?” [...] “¿No será la muerte por fin/ una cocina interminable?”. Tal vez este Neruda esté más cerca aún ahora de las nuevas generaciones, que el estatuario y petrificado de las efigies, los actos públicos o el desgastado romanticismo de los 20 poemas.