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Pablo Neruda en el taller |
Como moneda de hierro definía Borges a la palabra: esquiva en su deambular de mano en mano, pocas veces dispuesta a rendir la magia antigua del zahir. Ya varios siglos antes, otra escritora latinoamericana, Juana de Asbaje, ironizaba sobre la misma ansiedad del creador: “Oh siglo desdichado y desvalido / en que todo lo hallamos ya servido, / pues que no hay voz, equívoco ni frase / que por común no pase / y digan los censores: / ¿Eso? ¡Ya lo pensaron los mayores!” (Cruz, 1992: 173). La misma angustia de las influencias en expresión que Harold Bloom institucionaliza en un notable ensayo de 1973, emerge de la textualidad nerudiana. En el célebre discurso “Latorre, Prado y mi propia sombra”, pronunciado en 1962, el poeta chileno reflexiona sobre ese quebranto que embarga a cada escritor, inmerso en el juego de tensiones entre la auctoritas de la tradición y la exigencia de la novedad. “En plena recepción atmosférica de lo que venía y de lo que se iba, yo sentí pesar sobre mi cabeza estas ráfagas de nuestra inhumana condición” (Neruda, 1978: 399), comenta al evocar la época de la vanguardia, en tanto que invoca él mismo la autoridad de Apollinaire para justificarse:
Entre nous et pour nous, mes amis,
Tradición e invención señalan así una bipolaridad que atormenta al escritor, prisionero en sus violentos campos magnéticos. En 1954, cuando donaba su biblioteca a la universidad, aún declaraba Neruda: “Mi generación fue antilibresca y antiliteraria por reacción contra la exquisitez decadente del momento […] Fuimos hijos naturales de la vida” (Neruda, 1978: 370-371); sin embargo, en sus memorias proclama con firmeza: “Yo no creo en la originalidad. Es un fetiche más, creado en nuestra época de vertiginoso derrumbe” (Neruda, 1974: 369). Estas declaraciones se hacen índice de una íntima desazón que también se proyecta en el verso, y queda patente, por ejemplo, en las dos odas al libro; en la primera lo increpa “vuelve a tu biblioteca, yo me voy por las calles”; en la segunda, en cambio, lo transmuta en “lámpara clandestina, estrella roja” (Neruda, 1982: 162, 164), y le rinde homenaje ferviente. Esa ambivalencia que no contradicción se manifiesta en la doble lectura que ofrenda la textualidad nerudiana: la inmanente, que aporta la personal cosmovisión de un latinoamericano en su siglo, en la clave del poeta andariego y antilibresco, y la trascendente, la de la propuesta coral que inserta la propia palabra en un diálogo universal y tácito, más allá de las coordenadas espacio-temporales, con los poetas de todas las latitudes que aún hoy pueblan los anaqueles de las bibliotecas nerudianas, una en la Universidad de Chile, otra en la Chascona. Ahí perviven, indiferentes al paso del tiempo, los volúmenes amados de tantos interlocutores que vivifican y multiplican los sentidos de su palabra, de Quevedo a Whitman, de Darío a Parra, de Góngora a Láutreamont. De ahí emerge la danza secreta y espejeante de la multitud de las sílabas, que guiñan al lector desde los rincones de la página, y que hace del texto ese camino hollado por tantos pasos el testigo orgulloso de la red fecunda de la palabra en el tiempo. La tradición es así tanto motivo de angustia como de celebración: es fuente nutricia y compañera de viaje, pero también es barrera que limita la mirada, lastre que dificulta el vuelo. No obstante, el devenir de las ideas estéticas y de la crítica ha supuesto, en el siglo XX, un cambio radical en la consideración de las relaciones literarias: lo que desde la más remota antigüedad se estudiaba como juego de fuentes e influencias que Salinas jocosamente nombró crítica hidráulica, y que tuvo su momento álgido en el positivismo, se transforma, a partir de la estética de la recepción, de la intertextualidad e incluso la deconstrucción, en diálogo fértil que teje y construye el tejido polifónico del arte universal, como lo explicita José Enrique Martínez en su revisión sistemática del tema:
En su amplitud, la intertextualidad contemplaría la actividad verbal como huella (reiteración, lo “dejà dit”) de discursos anteriores, acogería todas las formas genettianas de transtextualidad y, más allá, a la manera de Kristeva y Barthes, entendería el texto como cruce de textos, como escritura traspasada por otros textos; en cambio, la intertextualidad restringida habla de citas, préstamos y alusiones concretas, marcadas o no marcadas, es decir, de un ejercicio de escritura y de lectura que implica la presencia de fragmentos textuales insertos (injertados) en otro texto nuevo del que forman parte (Martínez, 2001: 63).
En efecto, es precisamente Julia Kristeva quien en 1967 pone en circulación el concepto de intertextualidad para desplazar definitivamente la ya caduca crítica de fuentes: todo texto es, según sus célebres asertos, un tejido nuevo de citas antiguas, a las que afirma o niega alternadamente. Invoca Kristeva en su análisis la idea de Bakhtin sobre la heteroglossia, que explicaba la parodia como “double-accented, double-styled hybrid construction” (Bakhtin, 1982: 304). Igualmente, Roland Barthes se hace eco de esas ideas, y también Genette con sus Palimpsestos título que es ya un planteamiento dialógico con Borges, al igual que Cesare Segre, que en La parola ritrovata complementa esos planteamientos con su concepto de interdiscursividad, que podría, por otra parte, vincularse con el barthiano de la logosfera. También ha hecho aportaciones de interés Michael Riffaterre, que propone como ley general del discurso literario la indirección semántica, que aplica a los textos de Du Bellay: leído aisladamente, cada soneto de su Songe resulta hermético, pero cuando se leen seguidos, las relaciones verticales intratextuales que unen significante y significado se entrecruzan con las horizontales intertextuales de palabras y códigos culturales externos al soneto en cuestión, como la tradición mítica y los sonetos de Petrarca, y el sentido del poema queda finalmente desvelado. Las aportaciones de esta corriente, que impulsa los estudios comparatistas, son muy numerosas, y de entre ellas cabe seleccionar algunas más, como las de Laurent Jenny, que ve en la intertextualidad el motor del dinamismo y la riqueza de la obra literaria, y muy especialmente las de Harold Bloom, que desde la Escuela de Yale se suma al debate con ese libro esencial que es La angustia de las influencias, donde se estudia la historia de la literatura como la batalla “entre pares fuertes, padre e hijo como poderosos adversarios, Layo y Edipo en la encrucijada”, de modo que “es necesario que dejemos de pensar en cualquier poeta como si fuera un ego autónomo, por más solipsistas que sean los poetas más fuertes. Todo poeta es un ser atrapado en una relación dialéctica (transferencia, repetición, error, comunicación) con otro u otros poetas” (Bloom, 1973: 20, 106). Sus planteamientos de los que se hace eco el poeta y crítico chileno Gonzalo Rojas, que habla de “genealogías de la imaginación” acogen además ideas del psicoanálisis freudiano, particularmente las leyes de la familia, donde el poder moral del padre se convierte en una herencia de melancolía para el hijo, y concluye con un “manifiesto de la crítica antitética”, que propone la crítica como “arte de conocer los caminos secretos que van de poema a poema” (Bloom, 1973: 112). La “muerte del autor”, proclamada por Barthes desde un título de 1968, se desprende tanto de la práctica estructuralista como de la mencionada intertextualidad: cada texto es un mosaico de citas, de modo que el lenguaje se lee, al menos, como doble, según Kristeva. La voz del autor se funde con la de la tradición y la de su época, su figura se difumina para dar protagonismo al texto, y también al crítico, que se revela como otro creador, como se desprende de las propuestas de Barthes, quien en 1970 opone los conceptos de lisible y scriptible en S/Z : los textos pueden, además de ser leídos, ser escritos. Toda esta vorágine crítica tiene amplias consecuencias en el terreno de la creación, que asume, en la llamada posmodernidad, las estrategias de la cita y la alusión ya sin complejos y de manera generalizada, aceptando una realidad que proclamaba el poeta T.S. Eliot en 1920, desde las páginas de The Sacred Wood:
Whereas if we approach a poet without his prejudice we shall often find that not only the best, but the most individual parts of his work may be those in which the dead poets, his ancestors, assert their immortality most vigorously. And I do not mean the impressionable period of adolescence, but the period of full maturity […] No poet, no artist of any art, has his complete meaning alone. His significance, his appreciation is the appreciation of his relation to the dead poets and artists. You cannot value him alone; you must set him, for contrast and comparison, among the dead. I mean this as a principle of aesthetic, not merely historical, criticism (Eliot, 1989: 48-49).
En el caso nerudiano, ese diálogo fecundo cristaliza en innumerables ejemplos, y él lo reconoce en sus prosas: “El mundo de las artes es un gran taller en el que todos trabajan y se ayudan, aunque no lo sepan ni lo crean. Y en primer lugar, estamos ayudados por el trabajo de los que precedieron y ya se sabe que no hay Rubén Darío sin Góngora, ni Apollinaire sin Rimbaud, ni Baudelaire sin Lamartine, ni Pablo Neruda sin todos ellos juntos. Y es por orgullo y no por modestia que proclamo a todos los poetas mis maestros” (Neruda, 1978: 402). Dan fe de esas convicciones los guiños que a través de sus versos rinden homenaje a una extensa nómina, en la que se integran el panteísmo de Whitman, el compromiso y la sátira de Maiakovski, la alquimia del dolor de Baudelaire, la poesía solar de Rimbaud, el enigma de lo invisible que hay en Maeterlinck, el cántico de los sentidos de Sabat Ercasty, la individualidad ineludible de Darío, la antipoesía de Parra, la palabra alucinada de Góngora, la ceniza enamorada de Quevedo, e incluso los mitos y leyendas de la tradición grecolatina y también amerindia, o las sagradas escrituras. La extensión de este trabajo no posibilita abordar la inmensidad de ese tejido palimpsestuoso, como lo llamara Genette jocosamente, pero valga para documentar el fenómeno una sola muestra, como la que supone el encuentro con los dos grandes maestros del siglo de oro español, Luis de Góngora y Francisco de Quevedo. Si bien rara vez verbalizó su fascinación por la escritura del poeta cordobés, no se sustrajo a su su hipnosis, como puede constatarse en la “Mollusca gongorina” del Canto general, o en las Odas elementales, donde el preciosismo del modelo contribuye a crear una fiesta de color y de luz en la exaltación de lo sencillo. Los oxímoros de la “Oda al vino” así lo corroboran: Vino con pies de púrpura
En cuanto al otro gran artífice del barroco hispánico, Viaje al corazón de Quevedo es un documento que habla por sí solo de la fecundidad de su descubrimiento: “La innovación formal es más grande en un Góngora, la gracia es más infinita en un Juan de la Cruz, la dulzura es agua y fruta en Garcilaso […] la amargura es más grande en Baudelaire, la videncia es más sobrenatural en Rimbaud, pero más que en ellos todos, en Quevedo la grandeza es más grande” (Neruda, 1973, II: 540). En cuanto a la proyección textual de ese ascendiente, valga como ejemplo la herencia de la singular expresión verbal de la temporalidad quevediana: “Ayer se fue; mañana no ha llegado; / Hoy se está yendo sin parar un punto: / Soy un fue, y un será, y un es cansado” (Quevedo, 1982: 52). Esas peculiares estructuras temporales se reiteran en numerosos momentos de la escritura nerudiana: aparecen por primera vez en los poemas XLIX y LXXVII de Cien sonetos de amor, donde todavía puede verse algo del entusiasmo que definiera etapas anteriores, aunque teñido de cierta melancolía. Pero ya en La barcarola, la asunción del devenir del tiempo adquiere tintes más dramáticos: "Es ahora la hora y ayer es la hora y mañana es la hora”; “Se fue ayer, se hizo luz, se hizo humo, se fue, y otro día compacto levanta una lanza en el frío” (Neruda, 1973, III:106, 122). Invadida de angustia, la poesía de Neruda se ensombrece progresivamente, y Quevedo es el personaje que habita sus últimos poemarios poblándolos de muerte; de Geografía infructuosa son los versos “fui un pobre ser: soy un orgullo inútil. / un seré victorioso y derrotado” (Neruda, 1973, III: 571). Pero será la obra póstuma, determinada por el dolor de la enfermedad y la conciencia de las postrimerías, la que presente un mayor acercamiento al modelo español. “Enigma para intranquilos” (El corazón amarillo) es un poema donde la obsesión por el tiempo y la muerte enlaza sus versos con la poesía metafísica de Quevedo y su desolada lucidez; en 2000 la crisis se agudiza:
Hoy es hoy y ayer se fue, no hay duda.
El itinerario hasta aquí establecido muestra la secreta configuración de la poesía nerudiana como movimiento alterno de homenaje y también de profanación, de actualización y reescritura; en suma, de reconocimiento humilde del magisterio de sus antecesores. Tradición y originalidad se confabulan en una poesía intencionalmente espejeante y proteica, integrada en ese árbol del conocimiento que la alimenta con su savia y la hace suya para incorporarla al libro único y universal, tal y como lo reconociera otro compañero de viaje, Oliverio Girondo: “Ambicionamos no plagiarnos ni a nosotros mismos, a ser siempre distintos, a renovarnos en cada poema, pero a medida que se acumulan y forman nuestra escueta o frondosa producción, debemos reconocer que a lo largo de nuestra existencia hemos escrito un solo y único poema” (Girondo, 1994: 149). Contagiadas estas páginas de la vocación de mosaico de citas inherente al fenómeno poético que estudian, valga igualmente, en esa estela, la constatación borgeana de esa realidad, ya en sus tempranas Inquisiciones: “Áspero privilegio del poeta, cuyo camino de perfección es calle de todos y que debe viajar a eternidad por el camino real que demasiadas músicas urgen, torpeza del poeta, cuyos versos más íntimos y decidores de su entraña de sombra, nacerán en labios ajenos” (Borges, 1998: 69). Más tarde, en Otras inquisiciones, amplía Borges esa reflexión en sucesivos ensayos. En “La flor de Coleridge” recuerda a Paul Valéry y su convicción de que la historia del espíritu, como productor o consumidor de literatura, podría realizarse sin citar nombres propios; evoca también a Emerson, en la misma línea de pensamiento, y a Shelley, que “dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe” (Borges, 1997: 17). Más tarde, en “Magias parciales del Quijote”, insiste en la idea “En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben” (Borges, 1996: 47), y en “Kafka y sus precursores” concluye: “En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha da modificar el futuro” (Borges, 1996: 89-90). Todas estas disquisiciones documentan una realidad ineludible, que ha sido punto de mira de muy diversos asedios, los cuales pueden estructurarse básicamente en las tres actitudes anotadas. Una es la clásica, que exigía del creador la imitatio y la consecuente aemulatio, de manera que la tradición legitimara su quehacer antes de que se lanzara a la aventura de la imaginación. La segunda es la del positivismo, que jerarquizaba la tarea creadora y sometía al artista al peso aplastante de unos antecedentes que recortaban y condicionaban su individualidad y su tarea. Finalmente, las propuestas de las últimas décadas dan un respiro a los que, en los términos mencionados de Apollinaire, combaten en las fronteras del porvenir, y se justifica como intertexto, heteroglosia, huella o recepción creadora lo que antes se acotaba bajo el lema de la influencia. Sin embargo, el devenir del tiempo, que todo lo subvierte, hace de su palabra tradición, y son los nuevos poetas los que sufren el fecundo maleficio de la melancolía de las influencias, muy especialmente en ese Chile que ha dado a las letras una legión de poetas de primera línea. Cabe citar el modo como Mauricio Redolés formula nítidamente esa carga que la tradición inmediata donde incluye a Neruda deposita sobre cada nuevo creador: “Para los jóvenes chilenos que nos dedicamos a esto de la poesía / mistral, huidobro, neruda, pezoa velis, parra / por mencionar sólo algunas estrellas locales / son la cordillera de los andes / y nosotros / los de hoy en la mañana / no alcanzamos ni a esos montoncitos de arena / que hacen los enamorados en las playas…” (Bianchi, 1982: 17). Incorporado ahora al territorio de los precursores, Neruda sigue su diálogo proteico y eterno, como lo testimonia, por ejemplo, ya en el siglo XXI, el texto de Roberto Bolaño “Carnet de baile”. Estructurado en fragmentos numerados, con forma autobiográfica y talante ensayístico, nos cuenta la relación de atracción y rechazo entre el autor y el paradigma nerudiano, mercantilizado y reiterado hasta la exasperación, como en los Veinte poemas de amor que su madre le leía de niño. Después sobreviene la polémica: “[los poetas] con quienes compartía la bohemia y las lecturas, se dividían básicamente entre vallejianos y nerudianos. Yo era parriano en el vacío, sin la menor duda. 23. Pero hay que matar a los padres, el poeta es un huérfano nato” (Bolaño, 2001: 210). Las contradicciones personales lo llevan a homenajes y profanaciones constantes, índice de una poderosa melancolía, para concluir: “65. No tuvo hijos, pero el pueblo lo quería . 66. ¿Como a la Cruz, hemos de volver a Neruda con las rodillas sangrantes, los pulmones agujereados, los ojos llenos de lágrimas?. 67. Cuando nuestros nombres ya nada signifiquen, su nombre seguirá brillando, seguirá planeando sobre una literatura imaginaria llamada literatura chilena. 68. Todos los poetas, entonces, vivirán en comunas artísticas llamadas cárceles o manicomios. 69. Nuestra casa imaginaria, nuestra casa común” (Bolaño, 2001: 216).
Bakhtin, Mijail, The Dialogic Imagination, Austin, University of Texas Press, 1982. Bianchi, Soledad, “La joven poesía chilena”, Arte y cultura, Rotterdam, Instituto para el Nuevo Chile, 1982. Bloom, Harold, La angustia de las influencias. Una teoría de la poesía, Caracas, Monte Ávila, 1973. Bolaño, Roberto, Putas asesinas, Barcelona, Anagrama, 2001. Borges, Jorge Luis, Obras completas, vol. II, Barcelona, Emecé, 1997. _______, Inquisiciones, Madrid, Alianza, 1998. Cruz, Sor Juana Inés de la, Obras completas, México, Porrúa, 1992. Eliot, T. S., The Sacred Wood. Essays on Poetry and Criticism, Londres, Routledge (University Paperbacks), 1989. Girondo, Oliverio, Obra, Losada, Buenos Aires, 1994. Martínez, José Enrique, La intertextualidad literaria (base teórica y práctica textual), Madrid, Cátedra, 2001. Neruda, Pablo, Obras completas, 3 vols., Buenos Aires, Losada, 1973. _______ Confieso que he vivido, Barcelona, Seix Barral, 1974. _______ Defectos escogidos, 2000, Lumen, Barcelona, 1977. _______ Para nacer he nacido, Barcelona, Seix Barral, 1978. _______ Odas elementales, ed. de Jaime Concha, Madrid, Cátedra, 1982. Quevedo, Francisco de, Poemas escogidos, ed. de José Manuel Blecua, Madrid, Castalia, 1982.
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