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La atalaya del mundo: Volver arriba
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Todo poeta civil debe construirse una reputación pública, y uno de los modos de hacerlo es el antagonismo con otras figuras literarias. Neruda salió airoso de esta lógica de la diatriba en varias ocasiones: la controversia con Jiménez y su purismo, la disputa del estatuto de cantor de América con Pablo de Rokha y la polémica con Huidobro. Desde sus estancias en Madrid en las décadas de los diez y los veinte, Huidobro había tratado a los iniciadores de la vanguardia española De Torre, Gómez de la Serna y se había ganado una corte de admiradores Cansinos Assens, Larrea, Diego que esperaban ansiosos sus visitas. Neruda, por su parte, no llegaría a Madrid sino en 1935, casi en vísperas de la guerra civil española, traído de la mano de un Lorca con el que se había topado en Buenos Aires, donde el granadino estrenaba Bodas de sangre. El enfrentamiento entre ambos en 1935 con ocasión de aquella desafortunada antología de poesía chilena, el rechazo de originales nerudianos en la Revista de Occidente, el manifiesto que Larrea y Diego se resistieron a firmar, etc. escenificó una división en el seno de la generación española del 27 y dio inicio a una larga serie de rencillas literarias, con cruces de poemas y libelos y grandes polémicas, incluso en las aulas universitarias. Ahora bien, ¿cabe encontrar entre Huidobro y Neruda algo más que la rivalidad literaria o el mero empecinamiento personal? ¿Es posible esbozar con claridad un criterio que permita observar una oposición entre ambos poetas, aparte su comunidad de origen, su coetaneidad o sus adhesiones ideológicas en España? Este trabajo pretende hacerlo mediante el estudio de la imagen en dos textos “Alturas de Macchu Picchu” y “Tour Eiffel”, que comparten el motivo de la torre con la intención de mostrar cómo la escritura de los grandes poetas chilenos se veía animada por una ideología estética divergente y cómo la contradicción y la antinomia aparecen dentro del propio discurso poético de ambos.
La torre de HuidobroNo cabe ninguna duda de la relevancia totémica o icónica de la Torre para el Huidobro parisino. De hecho, la Torre aparece en otros poemas como parte del escenario antes de hacerlo como tema en Tour Eiffel, que ofrece un tratamiento distinto del motivo de la Torre: no la perspectiva sombría o apocalíptica de la guerra, sino la de la victoria y la paz. La torre atestigua el triunfo de la civilización, si no su supervivencia, sobre las amenazas que ella misma ha ideado contra sí. Y la cronología, nuevamente, es significativa: Tour Eiffel aparece en 1918 como un canto esperanzado ante la inminencia del armisticio. El poema dice así:
Tour Eiffel
Todos los caminos conducen a París, pero dentro de París confluyen en la Torre. Ahora bien, a nadie se le escapa que la centralidad primitiva, la que ocupaba Notre-Dame, había sido sancionada por una autoridad literaria de primera magnitud: Victor Hugo, en su Notre-Dame de Paris. Una centralidad geografica, sí, porque desde su torre se contempla la lejanía, pero una centralidad ante todo cultural y moral: el peregrino que va a París acude a Notre-Dame. En cuanto al impulso ascensional, la inamovible referencia de Hugo había suscitado también el paralelismo y la confrontación entre la Torre Eiffel y la de Notre-Dame: en Là-bas, Huysmans echaba pestes de la arquitectura moderna, a su juicio incomparable con la grandeza del gótico, y escogía como ejemplos máximos de uno y otro polo a la Torre Eiffel y a Notre-Dame. La Torre Eiffel como escala y centro alternativos, por tanto, manifiesta la muerte del Cristianismo, a la que Apollinaire había aludido irónicamente en “Zone”: el “mundo antiguo” de Pío X dejaba paso al mundo moderno del hierro y el aeroplano, es decir, del progreso tecnológico, del dinamismo, del hecho más que del sentido. Por la torre se alcanza el Cielo, pero ese Cielo difiere del que prometían las religiones; se divisa el mundo, pero ese mundo se ha hecho otro. ¿Cómo es ahora ese mundo? Dicho de otro modo: el poema de Huidobro constata una convulsión y caracteriza el mundo como cambio, pero ¿hacia dónde señala ese cambio? ¿Qué imago mundi propone? En Emelina, Darío había dicho que “París y, por ende, el mundo en su totalidad es el caos”; el espacio-amalgama aparecía ante sus ojos como un eclecticismo aleatorio en el que ninguna posibilidad quedaba descartada: no existía la clave que volviera esa amalgama legible, sólo el espectáculo de una desenfrenada adición. Huidobro retoma la afirmación de Darío para contradecirla. “Yo digo que París es el cerebro del mundo”. Un modo de escudriñar las circunvoluciones de ese cerebro, de averiguar su funcionamiento, de desentrañar sus representaciones, es estudiar las imágenes que aparecen en Tour Eiffel. Algunas de ellas se repiten en otros textos de la época: la Torre como “casa suspendida del vacío” o como “clarín” son imágenes tomadas de Ecuatorial. Otras pertenecen al habitual universo huidobriano: los elementos musicales el propio clarín, la guitarra, la escala musical, el pájaro, la canción, el carillón que proliferan en Horizon carré y en Poemas árticos; los elementos naturales el rosal, la colmena, la araña, el viento, la rosa que se marchita, las estrellas que aparecen descontextualizados en sus poemas posteriores a 1916; o los elementos tecnológicos la propia Torre, la antena de radio, el telescopio por los que Huidobro ya había mostrado predilección desde el aeroplano de Horizon carré, pero especialmente desde Poemas árticos. Sin embargo, mucho más interesante que el mero inventario y la tipificación de las imágenes es el modo en que se articulan, porque casi todas ellas se rigen por un procedimiento semejante: la contemplación de la naturaleza como artificio. El fenómeno no es exclusivo de Tour Eiffel sino que venía preparándose desde dos años atrás. En “Tam” se llama a los aeroplanos “pájaros del horizonte”. En “Paisaje” un verso ruega no pisar la hierba “recién pintada”. En “Vide” un árbol es una escoba. Y en Ecuatorial un volcán es una pipa humeante, los zeppelines que sobrevuelan París se desangran cuando afina su puntería “un cazador de jabalís” y se espera que por la tarde el sol aterrice en un campo de aviación. Un uso libérrimo de la imagen, basado en la fantasía, el humorismo y el ingenio como poder asociativo, que atiende a analogías habitualmente visuales, aunque a veces también acústicas. ¿Su origen? Es preciso recordar el paso de Huidobro por Madrid en 1916, su regreso en 1918 y sus ocasionales visitas de los años veinte. ¿Quién era, además de Cansinos-Assens, por encima de Guillermo de Torre y antes que Juan Larrea y Gerardo Diego, la personalidad más atractiva de la vanguardia madrileña a los ojos de Huidobro? Ramón Gómez de la Serna. En greguerías como “Las golondrinas abren las hojas del libro de la tarde con sus incesantes cortapapeles”, Gómez de la Serna había ya adelantado la analogía lúdica entre naturaleza y artificio, mostrándole el camino a Huidobro. Versos del poeta chileno como “la luna suena como un reloj” (ver De Costa 1989, 112) ofrecen una condensación de greguerías como “El reloj de la torre está iluminado por lunas atrasadas” (Gómez de la Serna 1992, 113) o como “Al pasar la luna por la sierra de los ladrones la roban el reloj” (Gómez de la Serna 1992, 104). En Tour Eiffel se intensifica particularmente la presencia de estas imágenes y la constante analogía entre naturaleza y artificio: la radio el “telégrafo sin hilos” es un rosal y las palabras que atrae hacia sí son abejas; además de rosal, la Torre es también una colmena, en una imagen que prolonga la anterior; o, en un discurso más visual, una araña cuyas peludas patas parecen de alambre y cuya tela teje las nubes; una vez llegados a la azotea, la emisión radiofónica remeda el canto de un pájaro y el viento, que transmite y comunica las cosas, es análogo de la electricidad; desde esa elevación, los sombreros de los viandantes son como pájaros, porque tienen también alas y porque vuelan al viento; por fin, en una analogía más oscura, la Torre es una rosa que se marchita siempre en otoño y una pajarera donde se posan las aves de todo el mundo. Cabe decir, por tanto, que la constante analogía entre naturaleza y artificio constituye la columna vertebral del poema: las imágenes enhebran una sucesión de apóstrofes a la Torre hasta cuatro entre los cuales se despliega el resto de la imaginería. Este tratamiento de la naturaleza como artificio y del artificio como naturaleza presenta varios aspectos dignos de comentario. Por un lado, obedece al proceso de asimilación de las novedades tecnológicas al imaginario artístico, que ya habían iniciado, por ejemplo, Turner con “Lluvia, vapor, velocidad” o Monet con su serie sobre “La gare Saint Lazare”, y que también con el tren como motivo llega hasta la incorporación simbólica hombre-máquina en el cine. Obviamente la vanguardia, con su maquinismo ora utópico ora irónico, había acelerado este proceso en la misma medida en que se había apresurado la inventiva: la sociedad de fin-de-siècle y de la Belle Époque había asistido a una irrupción del aparato tecnológico en la vida cotidiana como no se había visto jamás: nuevos sistemas de alumbrado y calefacción, teléfono, telégrafo, máquinas de escribir, ascensores, electricidad, bicicleta, automóvil, aeroplano, dirigible... El paisaje habitual, sobre todo el urbano, había acogido estas creaciones con un entusiasmo que llevaba el sello de lo definitivo: nada sería ya igual en la vida del urbanita europeo. Y la vanguardia empezaba por constatar esta roturación de nuevos espacios y celebrarla en el Manifiesto futurista de Marinetti de 1909. La máquina era ya parte de un mundo humanizado a marchas forzadas, con las disputas entre conservacionismo e innovación que esto acarreaba. Un amigo de Huidobro, Fernand Léger, esbozaba un argumento aparentemente incontestable a favor de esa “asimilación” de la tecnología al imaginario artístico:
Los ejemplos de cambio y de ruptura surgidos en la percepción visual son innumerables [...] El gran cartel anunciador, impuesto por las modernas exigencias comerciales, que quiebra brutalmente la continuidad del paisaje, es una de las cosas que más indignan a las gentes llamadas... de buen gusto. Ha potenciado incluso la creación de esa sorprendente y ridícula sociedad que se titula pomposamente La Sociedad de Protección de Paisajes. Siguiendo esos criterios, sería preferible suprimir cualquier huella del hombre, desde los postes telegráficos a las casas (Léger, 1990, 26).
Junto con esta función asimilativa, la aparición de la naturaleza como artificio supone en algunos casos una estratagema para la “humanización” de la propia máquina. “Humanizar las cosas” era el primer punto de la “teoría poética” que Huidobro enunciaba en el manifiesto de Horizonte cuadrado. “Todo lo que pasa a través del organismo del poeta debe coger la mayor cantidad posible de su calor” (ver De Costa 1989b, 61). “Humanización” significaba, para ser más precisos, reencantamiento del mundo. Weber había llamado la atención sobre el proceso de desencantamiento de una physis concebida, more cartesiano, como mera res extensa perfectamente expoliable por la razón científico-técnica, sin reparo alguno procedente de otra instancia, como la moral o la política: el culto a la naturaleza era imposible después de que ésta desvelase sus arcanos. El templo de las “Correspondances” de Baudelaire había sido profanado: en su interior no había ya divinidad alguna, sólo una vasta maquinaria. Lo que conviene añadir es que a la advertencia weberiana le subyace una idea que recuerda la analogía entre naturaleza y artificio: el mundo terrible, aleatorio, inescrutable y amenazador del hombre primitivo, desconocedor de los procesos de la naturaleza, se había convertido en un mecanismo, lo que lo tornaba previsible: la luna de Huidobro es efectivamente un reloj desde que se conocen los hábitos, los ritmos, los comportamientos del astro. Este mecanicismo huidobriano tiene un antecedente en los materialismos del siglo XVIII. Holbach, por ejemplo, lamentaba en su Système de la Nature (1770) que el hombre se encuentre “sometido” a la Naturaleza y esbozaba una explicación histórica de este sometimiento: la sacralización de la naturaleza, que torna ininteligible el mundo físico y, por tanto, impide el progreso y fomenta el conformismo y la ignorancia. ¿Qué debe hacer la Ciencia? Dejar bien sentado que no se debe buscar ninguna explicación de los fenómenos naturales fuera de la Naturaleza misma, puesto que ésta no es inerte de por sí sino que posee un principio de movimiento. Toda causalidad es natural y en la naturaleza todo está enlazado causalmente: una refutación de cualquier planteamiento teológico y, en particular, del tomismo, más un rechazo de toda actitud timorata o nostálgica: lo que llamamos sobrenatural “no es sino un efecto cuya causa desconocemos, por un defecto en nuestro conocimiento” (Holbach 143). El siglo XVIII enarboló como estandarte la pretensión de remediar este “defecto”, esto es, de procurar un saber exhaustivo del mundo natural, y redimir así al hombre de ese inventario de afrentas a la razón que constituiría la Historia. Pero conviene advertir que semejante proyecto contiene un presupuesto irrenunciable: una caracterización de la naturaleza como mecanismo, esa cadena de causas y efectos de Holbach o esa vast chain of being de Pope. El mecanicismo huidobriano la caracterización de la Naturaleza como artificio tiene por tanto en el materialismo dieciochesco uno de sus antecedentes, sólo que lo que Holbach, Condillac, Godwin, etc. proclaman con ingenuo entusiasmo aparece en Huidobro revestido de una retórica de la ironía. ¿Cómo se hacía cargo el arte de esta nueva realidad? Y ¿qué papel jugaba aquí la máquina? El “saber que nos haga señores de la naturaleza”, que reclamaba Descartes y subyacía a discursos como el de Holbach, había presentado su tarjeta cargado de promesas que satisfacían el lado más utilitario o funcional de la vida, pero presentaba un flanco débil desde el discurso estético. Con estrategias como las imágenes de Huidobro, cantar el artefacto suponía reencantar el mundo, esto es, doblar la guardia por ese flanco de la modernidad: a los ojos del usuario común, el funcionamiento real de cualquiera de los productos o servicios modernos la electricidad, el aeroplano, etc.- suponía un prodigio tan abrumador como el fenómeno natural más espectacular el terremoto, el rayo, etc. a los ojos del hombre precientífico. “Los hombres comentaba Huidobro en una carta a Juan Larrea-aman lo maravilloso, especialmente los poetas, y lo maravilloso ha pasado a manos de la ciencia” (ver De Costa 1989b, 388). Los modernos mirabilia tenían la ventaja de ser útiles para el hombre, pero además eran mágicos para el poeta. Y la magia ejercía sobre Huidobro una notable fascinación[1]. Pero, por encima de la asimilación y el reencantamiento, la analogía entre naturaleza y artificio esconde un tercer aspecto, una lógica mucho mas astuta y mucho más interesante. En el contexto de una modernidad estética iniciada por el romanticismo, la analogía sobre la que se yerguen las imágenes de Huidobro describe una secuencia quiasmática: del artificio como naturaleza a la naturaleza como artificio. La primera mitad de este quiasmo forma parte de un lenguaje perfectamente lexicalizado por las nociones más comunes sobre los procesos de creación poética. Su origen, no obstante, no es todo lo conocido que debiera. Un poema de Wordsworth puede ponernos sobre la pista:
Thy Art be Nature; the live current quaff (...)
Se trata de una expresión más del naturalismo romántico, pero su concisión viene aquí muy al caso: Wordsworth aconseja al poeta que su arte sea naturaleza, esto es, que desprecie el ars, la techné, la destreza adquirida y, como hace la propia naturaleza, deje fluir libremente su impulso creador, sin someterlos de antemano a ningún “molde formal”. La razón de este precepto es obvia: la afirmación romántica de la superioridad de la naturaleza sobre el arte, en contra de la doctrina neoclásica que, procedente de Boileau, había hecho circular Pope en su Essay on Criticism: “Learn hence for ancients rules a just esteem;/ To copy nature is to copy them” (Pope 1849, 41). Para el poeta augusto, el mejor medio de percibir la vida de la naturaleza no residía en la percepción inmediata del artista sino a través de la mirada de los clásicos; para Wordsworth, la inmediatez es requisito irrenunciable, es fuente de originalidad. Y Huidobro recoge esta polémica con una literalidad muy interesante, porque utiliza, para descalificar la idea neoclásica de imitación, una figura de gran relevancia en el pensamiento romántico: la metáfora especular.
Los señores clásicos, ellos sí tenían facultad para crear, pero ahora esta facultad no existe, en vista de lo cual imítenles ustedes a ellos, san ustedes espejos que devuelven las figuras, sean reflectores, hagan de papel de fonógrafos y de cacatúas y no creen nada, como lo hicieron ellos... O sea hoy que tenemos locomotoras, automóviles y aeroplanos, volvamos a la carreta... Muy dignos de respeto y admiración serán los señores clásicos, pero no por eso hemos de imitarlos (ver De Costa 1989b, 26).
La ironía del tono se trata de una polémica de 1913 en la revista Azul no oculta un hecho a mi modo de ver sorprendente: la precocidad de Huidobro, la lucidez con que ha divisado un camino que tardará dos décadas en recorrer. El arte, así, debe evitar esa condición reduplicante de las teorías miméticas. El arte no es un pleonasmo, sino una creación continua; no un espejo, sino una lámpara.
El canto del ruiseñorLa analogía romántica el artificio como naturaleza manifiesta una primacía ontológica: el término propio, la realidad sustantiva, es la naturaleza misma. Pues bien, la inversión de esta analogía en Huidobro da lugar a un quiasmo de malévola intención, muy dentro del espíritu de la vanguardia: la caracterización huidobriana de la naturaleza como artificio, al contrario que la analogía romántica, puede relacionarse con algunos ready-made de Duchamp o, sobre todo, con series como las “flores mecánicas” de los futuristas italianos: la flor-hélice, la flor-aeroplano, la flor-fonógrafo... Una mirada irónica sobre la concepción romántica de la naturaleza inocente, autoidéntica, elemental y su desenmascaramiento retórico en manos de la tecnología: la naturaleza no constituye sino un artificio más; a su vez, las invenciones tecnológicas los artefactos modernos han de ser tratados por el artista como naturaleza, porque esas creaciones humanas suponen no sólo una humanización de la naturaleza, sino la construcción de una naturaleza paralela: “el hombre señala Huidobro en “El creacionismo” ya ha inventado toda una fauna nueva que anda, vuela, nada y llena la tierra con sus galopes desenfrenados, con sus gritos y sus gemidos” (ver De Costa 1989b, 226). El optimismo antropológico de Huidobro, su entusiasmo por la civilización, se sustenta por tanto sobre un fundamento doble: como recuerda el verso octavo, la Torre es telescopio, pero es también clarín. Y aquí la aporía naturalismo/ maquinismo encuentra una posibilidad de resolución: la consideración huidobriana de la naturaleza como artificio puede remitirse a la metáfora implícita que existe en la figura del deus artifex; el mundo, la Creación, sería un artefacto, una construcción. Y esa es exactamente la imago mundi que ofrece la Torre Eiffel: la de un mundo construido, sólo que en esta ocasión a diferencia de lo que acontecía en Babel el cielo que asalta la Torre es un cielo deshabitado. Es decir, que la supervivencia de la Torre demostración de fuerza, acto de soberbia, narcisismo de la civilización constata la muerte de Dios. El Gran Arquitecto del siglo XVIII es ahora un Gran Ingeniero, sólo que ya no se encuentra en ningún más allá, sino en un más acá muy tangible: el verdadero artífice es el hombre. Así, la Torre aúna lo que queda de maquinismo y de naturalismo ambos revisados en el pensamiento de Huidobro[2]: el mandato de crear como un dios, pero la constatación de que el único creador es el propio hombre, en una circularidad que desvela la naturaleza y el significado del propio monumento. Del deus artifex al homo faber. El sentido monumental de la Torre y su profecía tecnológica se han revelado plenos de acierto: quien diseña la fisonomía de nuestro mundo, de nuestras ciudades, de nuestras carreteras, pero quien además los comunica cada vez con mayor rapidez y facilidad, es la ingeniería. El artista que imita a la natura naturans de Schelling no es el poeta: es el ingeniero. Tour Eiffel, en suma, supone un recordatorio del significado y del propósito originales de la Torre la celebración del aniversario de la Revolución Francesa y por ende de los principios de racionalidad, modernidad, emancipación y cientifismo pero supone también una reinterpretación mas restringida de ese significado original, una contextualización: el canto a la civilización en 1918 es el canto a la victoria aliada, a una Europa que ha logrado sobrevivir a uno de sus momentos más críticos. Así, contra el tratamiento estetizante de Léger, Apollinaire o Cocteau, Huidobro demuestra que su rostro más frívolo esconde una inquietud civil, que asoma según las circunstancias: como dicen los últimos versos de Tour Eiffel, “el día de la Victoria/ tú se la contarás a las estrellas”. La torre es el poeta. De este modo, el maquinismo de Huidobro contiene un sustrato antropológico auténtico y profundo: su canto a la radio, a la comunicación, es un canto a la paz.
Neruda y Macchu PicchuSi Huidobro ascendía a la torre desde el corazón de Europa, Neruda “sube a nacer” a las alturas de Macchu Picchu, en el centro del continente americano. Pero allí, como sucedía también con Huidobro, aparece la contradicción en su voz poética: como ha señalado Saul Yurkievich (1978, 224), en el Canto general coexisten dos voces aparentemente opuestas: una que presenta “un mundo permanente, a través de una visión mítica” y en un lenguaje “oscuro, oracular”, que podemos identificar como la de “La lámpara en la tierra”, “Alturas de Macchu Picchu” y “El gran océano”; y otra que presenta un mundo “histórico, social y progresivo”, a través de una visión no personal, que se quiere objetiva, y en un lenguaje “prosístico”: el de “Los conquistadores”, Los libertadores”, “La arena traicionada”, etc. Naturaleza contra Historia; tiempo circular contra tiempo lineal; palabra novedosa y reveladora contra palabra rutinaria, común, lexicalizada. La contradicción es aún mayor dentro de “Alturas de Macchu Picchu”, que constituye nuestro tema: el Neruda de los cuarenta, que acaba de ingresar en el Partido Comunista, es el mismo que inmediatamente da comienzo a una poesía que en apariencia desdice de su militancia: contra el universalismo, la visión milenarista de la Historia y el fundamento de la razón crítica de la ideología marxista, el localismo, el arcaísmo y la imaginación con la que el poeta comulga con el espacio y el tiempo. En “Alturas” hay, sí, algunos elementos característicos de las posibilidades estéticas del marxismo, pero atenuados por elementos antinómicos que debilitan irónicamente esa posición estética. Voy a detenerme en dos. El primero es el “historicismo” de algunas secciones llenas de ecos cronísticos, lo que justifica ese tono de prosa y que, en palabras de Miguel Gomes (158), supone “una entronización definitiva del relato como vehículo expresivo”[3]. Sucede, no obstante, que en “Macchu Picchu” la sustancia narrativa ha quedado elidida, al margen de la historia consignada de los documentos, asimilable al mito. El relato no es tal: la deixis de la sección VI se revela imposible, sucedáneo de un registro veraz del acontecimiento, sustitutivo del testimonio histórico que sólo puede desplegar ante el lector un conglomerado confuso de imágenes, en cuya vaguedad reside precisamente su poder icónico. Así, el lenguaje “oscuro y oracular” de “Macchu Picchu”, ambiguo y evocador, justifica su contraste con la palabra plena de un sentido concreto que preside las secciones más propiamente históricas de Canto general. La mostración del lugar sólo puede ofrecerse como eco de una voz extinguida o como pantalla sobre la que el poeta proyecta su propia imaginación:
Ésta fue la morada, éste el sitio:
Un segundo elemento congruente con una posible estética marxista era el abandono de la voz individual y la inmersión en el sujeto colectivo, protagonista de la Historia y del Canto general. Ese despojamiento del yo, de su unilateralidad burguesa y frívola y de su confinamiento en el ámbito de lo privado se sugiere en la primera sección de “Macchu Picchu”, donde la linealidad del tiempo, la descripción de un mundo cambiante y un erotismo destructivo y estéril contrastan con la circularidad, la inmutabilidad y la fecundidad de la nueva vida a la que el poeta nace, en una suerte de conversión laica. El poeta sobrevive en un universo marcado por el signo de lo transitorio otoño, primavera, donde sólo cabe la aceptación de la mutabilidad constante “llegando y despidiendo” y en el que la multitud de las formas vivientes no logra ocultar el vacío de fondo “aire”, “atmósfera”, “red vacía”. En suma, una consideración negativa de esa existencia puramente privada, caracterizada como irrelevante:
Del aire al aire, como una red vacía,
La incorporación de ese yo individual al sujeto colectivo exigirá su disolución en la multitud solidaria: derribado como su tocayo de Tarso del caballo de su visión egocéntrica, heredera de una tradición romántico-simbolista perpetuada en el modernismo y el surrealismo, al poeta sólo le quedará postrarse ante la Voz que le ordena acudir a un nuevo Damasco. Pero esta conversión no quita del todo el enquistamiento en el yo, simplemente le añade un imperativo ético: la exigencia de negarlo como instancia única y unilateral de la conciencia precisamente llama la atención sobre él con redoblada intensidad. Lo que ocurre es más bien una transformación que una negación del yo: frente a la concepción insular de antaño (que empujaba a un erotismo ciego como frustrada vía unitiva con el mundo o a una vida itinerante en la que se cifra una vana esperanza de comunión con lo diverso), la concepción solidaria de hogaño (donde, para alcanzar su autenticidad, el poeta deberá precisamente atender a las voces que hablan por la suya, caer en la cuenta de las fuerzas que gravitan sobre su propio ser). Contra el yo desolado y triste de Residencia en la tierra[4], donde “la apelación al otro es recurrente y casi siempre infructuosa”, aquí “el estatuto de enunciación es bien distinto; si bien la expresión lírica de un yo sigue siendo dominante, su disposición anímica frente al mundo, frente a los demás, es muy otra” (Franco 2000, 43). La “monodia” de la primera persona gramatical cede el paso a la “polifonía” y la proliferación de personas. El narcisismo inane de Residencia tiene así su contrapunto en el Canto, en una referencia humana histórica y reconocible, que culmina con la llamada a la fraternidad continental de “Macchu Picchu”:
Sube a nacer conmigo, hermano.
Se trata de una comunión con ese sujeto colectivo, efectivamente, pero en una modalidad que conserva ciertos privilegios de aquella voz poética individualizante: el poeta se sumerge en la multitud, pero no de manera indiferenciada sino como bardo, aquel que da voz al hombre anónimo, mudo, silenciado. Es decir, que como ha señalado Selena Millares (1992, 38) Neruda se propone a sí mismo como una versión hispanoamericana de lo que Emerson o Whitman habían pretendido en Norteamérica. Esta incorporación del protagonista anónimo se manifiesta, entre otras, de dos maneras fácilmente visibles: una, la apelación a “una sola muerte” que abraza a todos los individuos en una misma Historia, contra “la pequeña muerte sin paz ni territorio”, el silencio y la soledad “de mi propia muerte”. Efectivamente, la muerte como aniquilación de la individualidad o reintegración a una totalidad era ya un motivo romántico que el simbolismo y el surrealismo habían retomado (piénsese en la visión mórbida del erotismo en Baudelaire y en estados anímicos como los que describe “Un univers dans une chevelure”); el gran amigo de Neruda, Aleixandre, había reelaborado esa lógica telúrica en La destrucción o el amor, por ejemplo. En cambio, con su presencia constante en “Macchu Picchu”, en palabras de José Miguel Ibáñez (1978, 149), la muerte parece cifrar “el esfuerzo del hombre genérico especie, raza, pueblo por levantarse sobre el límite del morir individual”. Así, los individuos que forman parte de la cadena “sobrepasan la frontera de lo individual y son portadores de un destino que los sobrevive”. Al identificarse con aquellas arcaicas construcciones andinas como epítome de su América, Neruda estaría retomando conciencia de ser eslabón de esa cadena, portador de ese destino, vocero de una misión histórica aún por cumplir: la liberación de un pueblo cautivo. De este modo, más que un regreso a la naturaleza, la muerte “verdadera, la más abrasadora” como dicen los versos parece permitir una incorporación a la Historia, al tiempo, al ciclo de caducidad, engendramiento y extinción, a través de los nombres que aparecen en la sección XI. El poeta dice que al contemplar el espacio físico presente el cóndor que vuela sobre las construcciones de Macchu Picchu ve en realidad la Historia ausente, en una visión onírica y retrospectiva que nos devuelve a aquella deixis imposible que ya he comentado. Pero en esa visión, además, se muestra el rostro de la multitud:
Veo el antiguo ser, el servidor, el dormido
Un somero análisis de este nominalismo nerudiano confirma la naturaleza inconcreta y vaga de esa colectividad. En primer lugar, el nombre, Juan, es el más común de los posibles, equivale a una incógnita; “Juan” es aquí sinónimo de “hombre”, indica una indiferenciación, un individuo cualquiera, como en las Coplas de Juan Panadero de Alberti (se trata, en fin, de una prosopopeya del Pueblo, como se aclara en “La tierra se llama Juan”); además, esa falta de especificidad contrasta con los nombres rigurosamente históricos de otras secciones del Canto, como Ercilla, Fray Bartolomé de las Casas, Caupolicán, Pedro de Valdivia, Martí, Lincoln, Zapata, San Martín, etc., por un lado, y con los Miranda, Gutiérrez, Cortés, etc. de “La tierra se llama Juan”, por otro. En segundo lugar el apellido, con ese simbolismo evidente, sugiere una suerte de adanismo una lengua natural, anterior a la escisión palabra-cosa y a la arbitrariedad del lenguaje, pues aquí el nombre no quedaría exento de una motivación ínsita en la referencia. En tercer lugar, las aposiciones que se añaden a continuación “hijo de Wiracocha”, “hijo de estrella verde”, “nieto de la turquesa” se ofrecen como genealogías puramente fantasiosas, propias de una noción animista de la naturaleza que supuestamente yacería en la cosmovisión incaica. Así, historicismo y colectivismo entran en una doble crisis estética con “Macchu Picchu”[5]. El poeta interpela a la historia, sí, pero ¿a cuál? ¿Cuáles son sus acontecimientos, sus fechas? Y el poeta da voz a la muchedumbre, pasa de un yo a un nosotros, sí, pero ¿quiénes son “nosotros”?
La imagen mineralLa respuesta, como en Huidobro, puede llegar del estudio de las imágenes en “Alturas de Macchu Picchu”. Hay una familia especialmente recurrente: la imagen mineral. Neruda anuncia que en Macchu Picchu acude a “la mortaja de agricultura y piedra” y que en aquel lugar encuentra una “madre de piedra”, un “alto arrecife”; imagina a los hombres que poblaron esas construcciones y “tocaron las tierras y las piedras”, lustrando “el solitario recinto de piedra”; y la monumental cumbre incaica es bautizada por él como “arrecife andino”, “sonoro pedernal andino” o, en las anáforas invertidas que aparecen en las letanías de la sección IX, “polen de piedra”, “lámpara de granito”, “pan de piedra”, “serpiente mineral”, “rosa de piedra”, “manantial de piedra”, luz de piedra”, “vapor de piedra”, “libro de piedra”, “burbuja mineral”, “piedra amenazante”[6]. Esta omnipresencia obedece en primera instancia, qué duda cabe, a una motivación descriptiva o evocadora: la imponente presencia física del macizo y de las construcciones incaicas, que aparecerían casi como una prolongación natural de roquedo andino. Pero, además, la imagen mineral contiene una sugerencia obvia: una alusión a un mundo primigenio y elemental. En ella, contra la condición huidiza del agua, volátil del aire y consumidora y fugaz del fuego, la piedra ofrece una noción de permanencia, de inmovilidad, de gravedad. Así, en la sección VII Neruda opone a la muerte “una permanencia de piedra y de palabra” que daría testimonio de la presencia humana en el mundo, de sus labores y sus logros, a través de los siglos y a pesar de la aniquilación de los individuos. De este modo, Macchu Picchu saciaría la sed del poeta de una “eterna veta insondable”, su búsqueda de aquello que permanece “idéntico siempre” bajo el discurso de los ciclos vitales: “lo indestructible, lo imperecedero, la vida”, como reclama en la sección II. Una segunda noción asociada a la imagen mineral se obtiene si se observa la actitud con la que, efectivamente el poeta acude a Machu Picchu y profiere esta solicitud. Una actitud que oscila entre la del peregrino y la del arqueólogo: Neruda viene a rendir un culto, pero también ha realizar sus averiguaciones. Esta lógica “arqueológica” se manifiesta en su voluntad de exhumar una realidad oculta, de desenterrar el ser menoscabado, censurado, olvidado, y cifrar en él su idea de un ámbito de pureza, de realidad intacta, infalseable: en la sección I de ”Macchu Picchu”, el poeta afirma encontrar allí un mundo “como una torre enterrada” y, claro está, para dar con ella se ve obligado a “hundir la mano turbulenta y dulce/ en lo más genital de lo terrestre” o, más tarde, a rogar a “la noche de piedra” que le permita “hundir la mano” para que en ella palpite “el viejo corazón del olvidado”. Una búsqueda, sí, pero una búsqueda en contra de la dirección del tiempo, hacia lo que hubiera antes del tiempo, en el origen, la “gastada primavera humana” o la “aurora humana” de la sección VI. Esta imagen “arqueológica”, esta exhumación de lo oculto, tiene como resultado una reaparición o reivindicación o, si se quiere, una reinvención- del pasado: Neruda efectúa un descenso al “oro de la geología” o al “carbón de la geología”, en cuya “paz sulfúrica” encuentra “verdades sumergidas”. No es difícil relacionar esta indagación nerudiana con la metáfora de Sarduy sobre los “estratos geológicos” de la identidad cultural cubana o la constante interrogación por una “identidad subterránea” que Fernando Aínsa (1986, 9) ha advertido en muchos escritores hispanoamericanos. La imagen mineral, además de la sugerencia telúrica tan frecuente en Neruda, alude aquí a un paradigma cultural alternativo a la cultura manifiesta u oficial. Esta virtualidad viene a emparentar la atmósfera incaica de “Macchu Picchu”, aunque sea lejanamente, con la tradición indigenista. Y dos hechos cruciales en la génesis del texto atenúan esa lejanía. Por un lado, el Neruda de “Macchu Picchu” es el recién salido de México y de una etapa determinante en la transformación de su voz poética. Allí había trabado contacto con los grandes muralistas, e incluso había salvado a Siqueiros de la cárcel por medio de una intervención diplomática, en el conocido episodio que siguió al intento de asesinato de Trotski. Y, además, el propio Siqueiros y Diego Rivera ayudarían a financiar la primera edición de Canto general por medio de sus ilustraciones. Con su pintura de Historia y su protagonista colectivo, los grandes muralistas mejicanos habían esbozado una versión estética de una nueva propuesta indigenista: aquella en la que se solapaban el conflicto racial y el social, lo que daba pábulo a la asociación de otro modo insólita entre una ideología marxista y una tradición etnicista. El segundo hecho no es menos tangencial, pero igualmente revelador: Neruda sube a “Macchu Picchu” en compañía de José Uriel García, senador socialista, autor del ensayo El nuevo indio y discípulo de Mariátegui, que con sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana había renovado la tradición indigenista en una dirección semejante. Así, tanto por vía estética como por vía ideológica, el tenue indigenismo de “Macchu Picchu” no permanecería tan ajeno a la militancia política de Neruda como podría parecer en un principio. Pero lo crucial aquí es cómo esa lógica “arqueológica” inherente a la imagen mineral y esa relación con los muralistas mejicanos y los neoindigenistas peruanos viene a señalar una dirección muy determinada: el maridaje entre marxismo e indigenismo se propone, entre otras cosas, como una crítica de la civilización; una que, al modo spengleriano, se rige mediante un procedimiento parentético que deja en suspenso la historia reciente y acude a beber en los veneros de un pasado remoto, original, oculto. Soslayar el superestrato para alumbrar el sustrato. Conviene recordar que de esta lógica participaban tanto unos como otros: Rivera, por ejemplo, se había formado en el París de las vanguardias y había militado en el movimiento cubista, que entre otras cosas suponía una conculcación de la Historia de la pintura occidental desde el Quattrocento, con el abandono de la perspectiva lineal ideada por Brunelleschi y con la reorientación de la mirada hacia las culturas hasta entonces postergadas: las máscaras africanas que Picasso y Derain conocieron en el Museo del Trocadero, el arte de la Polinesia recreado por Gauguin, el primitivismo etrusco de Modigliani, etc., comparten esa búsqueda de posibilidades pictóricas ajenas al naturalismo occidental. Con su deliberado planismo, la calculada tosquedad de sus figuras, la evocación de rasgos del arte azteca, olmeca, maya, etc., los muralistas participaban de una misma corriente, a la par que utilizaban esa inspiración primitiva con una motivación ideológica. En cuanto a Mariátegui y Uriel García, en ellos la crítica de la civilización, el regreso en el tiempo y la reinvención de un pasado todavía vivo aunque semioculto se encuentra en la raíz de su pensamiento: si es preciso reivindicar la idea de que “el verdadero peruano está en la Sierra” es precisamente porque el modelo social y cultural, incluso patrio, vigente hasta entonces dirigía la mirada más bien hacia la costa. Puede decirse que, de hecho, Mariátegui procuró transformar la cuestión indígena en un problema por entero económico, en una versión más cercana a la ortodoxia epistemológica marxista, mediante la reducción de todo conflicto a una explicación ínsita en las estructuras de producción. A su juicio, el problema indio “tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra” y su solución “tendrá que ser una solución social” (Mariátegui, 1964, 31-32). Es cierto que la versión idílica de la realidad india pertenecía de suyo a la tradición indigenista desde su fundación: ya en la Historia de las Indias, Fray Bartolomé de las Casas había descrito a los habitantes del Nuevo Mundo como “creados simples por Dios, sin maldades ni dobleces, obedientes, humildes, pacientes, pacíficos y quietos”. Sin embargo, no resulta difícil remitir esta lógica de Mariátegui a una versión rousoniana de la antropología marxista (en la medida en que el rostro de Rousseau subyace con frecuencia, como instigación negativa, a la máscara de Marx): el pecado original de la sociedad peruana, como el de todas, seguiría siendo la propiedad privada, instaurada en aquel momento fundador de la Historia en que alguien dijo “esto es mío” y logró persuadir de tal cosa a sus vecinos. El noble sauvage, por tanto, puede ser fácilmente redimido de su postración mediante la simple aplicación de medidas políticas. Claro está que no conviene sobreestimar el parentesco o la inspiración que Neruda pudiera obtener de estas dos versiones o renovaciones del indigenismo. Por ejemplo, si Mariátegui (1964, 45) llega en ocasiones al exceso en su tratamiento idílico del mito indigenista, sugiriendo la existencia de un “comunismo incaico, que no puede ser negado ni disminuido por haberse desenvuelto bajo el régimen autocrático de los Inkas”, Neruda no oculta que junto con los grandes logros de la cultura incaica o, mejor, precisamente en ellos existen aspectos criticables, incluso terribles, de su Historia. Por ejemplo, la explotación probablemente tiránica y la megalomanía que sugieren las propias ruinas de Macchu Picchu. Así, en la sección X el procedimiento “arqueológico” por el que se rige la imaginación del poeta escarba en las piedras hasta desentrañar el dolor humano que esconden, el precio en sangre y sudor que supuso la construcción de los fabulosos edificios:
Yo te interrogo, sal de los caminos,
En suma, la búsqueda de un origen y la remisión a un pasado que sugiere la imagen mineral y la lógica “arquelógica” de Macchu Picchu no logra, en su apuesta por un nuevo paradigma cultural, hacer oídos sordos a los aspectos menos propicios o alentadores del sustrato histórico sobre el que pretende edificarse esa alternativa. La “América enterrada”, la “novia sumergida”, suscita también la crisis en la contemplación de las ruinas de Macchu Picchu, y el poeta, lejos de volver la mirada hacia otra parte, arrostra ese espectáculo con una entereza que tiene su desenlace en la perplejidad, pero también en la solidaridad: tras adivinar el sufrimiento humano que valió esas piedras, Neruda viene “a hablar por vuestra boca muerta”, en la formulación de un compromiso que se profiere, como un grito, desde las cumbres andinas.
ConclusionesLa confrontación de dos textos tan distantes como “Tour Eiffel” y “Alturas de Macchu Picchu” viene a arrojar una luz sumamente reveladora en la disparidad de las voces poéticas de sus autores. Existen tanto convergencias como divergencias: se trata del empleo de un escenario y un mitograma semejantes la ascensión a la cumbre, en la que el poeta se incorpora a una suerte de axis mundi, pero mientras Huidobro contempla Europa, Neruda otea el continente americano. Observar el género poemático es aquí muy pertinente: el poema de Huidobro recurre a la oda futurista, plena de entusiasmo por la tecnología, como ya había sucedido en su “Oda a Lindbergh”, por ejemplo: desde su atalaya, Huidobro impreca a un futuro; el poema de Neruda, en cambio, esboza una adivinación del pasado mediante la recreación del poema de “contemplación de las ruinas”, en la tradición romántica inaugurada por Volney con su Méditation sur les ruines, reelaborada por Shelley (“Ozymandias”) o Arnold (“Stanzas from The Grande Chartreuse”) y adaptada por Cernuda (“Las ruinas”, “Otras ruinas”), pero también en la tradición hispánica de un Rodrigo Caro y su “A las ruinas de itálica”: su apóstrofe desencantado “¿Dónde, pues, fieras, está el desnudo/ luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?” resuena en el ubi sunt reformulado por Neruda por medio de la imagen mineral: “Piedra en la piedra, el hombre ¿dónde estuvo?”. Esta disparidad en el género y esta diacronía divergente muestran las distintas sendas que recorren nuestros poetas desde un punto de partida común: el modernismo tardío de sus inicios Huidobro en Ecos del alma y La gruta del silencio, Neruda en Crepusculario y Veinte poemas de amor. Con su criollismo aristocrático, su cosmopolitismo y su afán europeizante y francófilo, el modernismo encuentra en la poesía de Huidobro un grado más intenso, mientras que en Neruda se produce una reorientación completa de su voz, un viraje hacia otras realidades: popularismo contra aristocraticismo, localismo contra cosmopolitismo, indigenismo contra criollismo. En ambos casos es manifiesta la propuesta de un paradigma cultural: contra esa renovación huidobriana de la esperanza en la civilización europea, habría en Neruda un decidido americanismo al que subyace la decepción ante esa Europa que se ha revelado criminal. Por fin, este contemplar el desenlace ulterior de la ideología estética común en los inicios de ambos poetas invita a considerar “Tour Eiffel” y “Macchu Picchu” a la luz de su contexto más concreto, lo que da pie a un nuevo paralelismo y una nueva divergencia. Nuestros poemas ejemplifican a la perfección la irrupción de las circunstancias históricas en la escritura o, si se quiere, la asunción de lo histórico por parte del poeta: la “huida hacia delante” de Huidobro, tras la crisis en la que el continente europeo se ha visto sumida durante la Primera Guerra Mundial, redobla la confianza en los valores encarnados por la Torre, aquella suma de racionalidad, cientifismo, etc. con la que cabe identificar el proyecto moderno de Europa. Por contra, que Neruda vuelva la mirada hacia el Nuevo Mundo, en el momento en que se proclamaba llegada “la hora de América” en la escena internacional, y justo al término de aquella gran crisis de la Segunda Guerra Mundial, da pábulo a una interpretación anti-europeísta que camina en dirección exactamente opuesta a la de Huidobro: el certificado de defunción definitiva de la civilización europea, visto adónde conduce aquel proyecto, vuelve la mirada del poeta hacia otro paradigma cultural, hacia un re-descubrimiento de lo autóctono.
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[1] Huidobro era mago aficionado y estudioso de las ciencias ocultas, con una combinación de escepticismo y credulidad que compartían poetas como Darío, Pessoa o Yeats, pero que contiene cierto interés a la luz de sus consideraciones sobre poética: en su conferencia “La poesía”, leída en el Ateneo de Madrid en 1921, definía precisamente el lenguaje poético como lo más opuesto a “la significación gramatical”, esto es, normativizada y lexicalizada; “la significación mágica es la única que nos interesa” (Huidobro 1989, 177). El poeta, en definitiva, es un mago: un creador de irrealidades ante la fantasía del lector. [2] A este respecto cabe señalar que Caracciolo Trejo (1974, 36-37) ha situado Tour Eiffel dentro de una veta “posfuturista” de Huidobro, caracterizada por una libertad de las imágenes mayor que la que se advertía en Marinetti, Paolo Buzzi, etc. [3] Gomes (166) relaciona Canto general con la reelaboración de la Crónica al estilo de Bernal Díaz del Castillo, como un precedente de El estrecho dudoso, de Cardenal, o la Crónica de Indias, de José Emilio Pacheco; cabría mencionar un ejemplo desde el punto de vista español que supone también un replanteamiento del género: “Quetzalcoatl”, de Luis Cernuda. Enrico Mario Santí (1998 62-64) añade al modelo de la crónica otros de diverso género con los que Canto general podría estar emparentado por su visión épica de la Historia y su propósito omniabarcante, totalizador: La leyenda de los siglos de Victor-Hugo, los Cantos de Pound... [4] Neruda llegaría a renegar de esa visión sombría en algunos momentos, tras su “conversión” a la causa comunista: “Considero dañinos los poemas de Residencia en la tierra. No deben ser leídos por la juventud de nuestros países. Son poemas que están empapados de un pesimismo de una angustia a troces. No ayudan a vivir” (ver Rodríguez, 1977, 13). [5] Donald L. Shaw (1988, 186-189) ha intentado resolver ésta y otras aporías en la interpretación de “Alturas de Macchu Picchu”. A su juicio, críticos como Robert Pring-Mill y Hernán Loyola enfatizan exageradamente la negatividad de los cinco primeros cantos y la oponen a la llegada de la “permanencia colectiva” de la sección séptima. Dieter Daalann concede importancia a los últimos cinco cantos, pero no ve cómo modifican el tono aparentemente triunfante de la sección VI; tampoco ve ambigüedad alguna en “Macchu Picchu”, a diferencia de Cedomil Goic, Enrico Santí y John Felstiner. Kay Engler afirma esa negatividad, porque Neruda abandona Macchu Picchu debido a que siente el dolor que fue necesario para construirlo, el precio humano de la megalomanía monumental que contempla en aquellas piedras. [6] Esta preferencia icónica del poeta chileno no ha pasado desapercibida para la crítica. Por ejemplo, Noël Solomon (1974, 95) ha señalado cómo al Neruda del Canto general le caracteriza “el sentido del cosmos y de lo mineral” y Amnick Duny-Allaigre (2000, 184) ha llegado a llamar la atención sobre la posible equivocidad del título, debido a la polisemia de la palabra “canto”, que junto con el sentido poético o musical posee el mineral. Por el contrario, Mauricio Ostria González (2000, 155), basándose en la Poética de la imaginación de Bachelard, califica a Neruda como poeta del agua y realiza un reparto de elementos según el cual a Mistral tocaría la tierra, a Huidobro el aire y a Rokha el fuego. |