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Neruda y la poesía chilena |
La Antigüedad creyó posible y conveniente introducir particiones estáticas en la fluida integridad del ser. Porque un día, grande y trágico para los destinos del alma, los griegos se volvieron locos con la razón. Alfonso Reyes, La antigua Retórica, § 105
Marcelino Menéndez Pelayo dictaminó, en 1893, que Chile no era país de poetas. Auguró, sin embargo, que podía llegar a serlo, porque «Dios decía hace nacer el genio poético donde quiere, y no hay nación ni raza que esté desheredada de este don divino». Tenía razón Don Marcelino. En 1889 había nacido ya Gabriela Mistral, Premio Nóbel de Literatura; Vicente Huidobro, adelantado de las vanguardias hispánicas, veía la luz el mismo año del augurio; y también ese año nacía Ángel Cruchaga Santa María, cuya «obra tan desolada» sentía el Neruda de las Residencias «actuando a [su] alrededor con dominio infinito». En los años sucesivos nacería en Chile al menos una decena de grandes poetas: hablo (aunque este tipo de enumeraciones es siempre injusta) de Pablo de Rokha (1895-1968), de Juan Guzmán Cruchaga (1895-1979), de José Domingo Gómez Rojas (1896-1920), de Guillermo Quiñónez (1899-1982), de Alberto Rojas Jiménez (1900-1934), de Rosamel del Valle (1900-1963), de Romeo Murga (1904-1925), de Omar Cáceres, (1906-1943), de Humberto Díaz Casanueva, (1906-1992); quizás de otros que desconozco u olvido. Y, naturalmente, de Pablo Neruda (1904-1973). Todos estos poetas nacieron entre 1895 y 1906; muchos comenzaron a escribir aún adolescentes; algunos de ellos murieron muy jóvenes; otros tuvieron una larga vida y a lo largo de ella su poesía experimentó diversos cambios; pero entre todos existen (más allá de las diferencias), rasgos comunes. Todos han muerto ya, pero en diversos grados contribuyeron a que la poesía de Chile tuviera un extraordinario desarrollo, y su herencia poética se advierte todavía, como la luz cenital que pervive tras la desaparición de los grandes astros. Porque no se trata sólo de que en Chile surgiera, en las primeras décadas del siglo xx, una pléyade de poetas de altísima calidad lírica, sino de la instauración de una tradición lírica a la que los poetas chilenos tuvieron conciencia de pertenecer, recreándola, heredándola, perpetuándola. Neruda fue uno de los creadores y la figura más importante (al menos la más conocida) de esa tradición, pero también uno de los integrantes de ella, y a través de la su obra, pueden seguirse las manifestaciones gregarias. Las características más patentes de la tradición a que nos referimos son, como es natural, las de la poesía moderna, en los términos indicados por Hugo Friederich en La estructura de la lírica moderna. De Baudelaire a nuestros días, esto es: a) La presencia del fenómeno que el crítico alemán llama «disonancia», esto es, la coincidencia de un cierto grado de ininteligibilidad con un hechizo misterioso que gana al lector. b) La condición deliberada de esa inteligibilidad u obscuridad. c) La convivencia de algunos rasgos de origen arcaico, místico y ocultista, en contraste con un agudo intelectualismo; de ciertas formas muy sencillas de expresión con ciertas formas muy elaboradas; de la precisión con la absurdidad, etc. d) La existencia de una diferencia radical entre el lenguaje cotidiano y el lenguaje poético (que, aunque común a toda expresión literaria, se exhibe ahora con orgullo y provocación). Esas características cuya aparición en la poesía europea data Friederich en la segunda mitad del siglo XIX se habían instaurado en la lírica hispánica con el modernismo (el inicio de cuya vigencia puede fecharse, por comodidad, con la aparición de Azul, de Darío, en 1888) y todo lo que vino después reconoce sus orígenes bien sea, en algunos casos, sesgadamente en aquel movimiento. De manera que los poetas de que estamos hablando, inician su vida mortal bajo la égida de «Esa gran libertad que se llamó modernismo» para decirlo con palabras de Borges y su vida literaria (salvo contadas excepciones) bajo el ultramodernismo, que, como dice don Federico de Onís (cuya terminología y periodización estoy citando) «aunque tiene su origen en el modernismo y el postmodernismo cuyos principios trata de llevar a sus últimas consecuencias, acaba en una serie de audaces y originales intentos de creación de una poesía totalmente nueva». Tal cambio fue percibido en Chile (donde fue rápido y espectacular) ya en su época: un vistazo a las antologías poéticas publicadas en ese país en las dos primeras décadas del siglo XX así lo muestra. La más famosa de esas recopilaciones, la Selva lírica, publicada en 1917, incluía ya poetas que llegarían a ser militantes de la «poesía nueva», pero que no eran invocados allí por su novedad. El mismo año en que se publica la Selva lírica aparecía otra antología de poesía chilena: la Pequeña antología de poetas chilenos contemporáneos, reunida y prologada por Armando Donoso, en la que hay también poetas posteriormente considerados «nuevos». Armando Donoso, crítico literario chileno que nació en 1887 y murió en 1946, tuvo un muy extenso conocimiento de la historia de la poesía de su patria. Por ello, es significativo que en 1924 publicara una nueva recopilación, Nuestros poetas. Antología chilena moderna, en que amplía substancialmente la selección de poetas incluidos en la anterior. Nuestros poetas es una publicación fundamental en la difusión de «los nuevos» (denominación elegida por el propio Donoso, en 1912, como título de un libro sobre literatura chilena en que se estudiaba a escritores anteriores a los que en 1924 denomina «los últimos»). El prólogo de la recopilación revisa someramente la entera historia de la poesía chilena y establece en ella una división tajante entre la producción lírica que llega hasta finales del siglo diecinueve y la «renovación lírica» iniciada por el modernismo, movimiento que, si bien tiene menguado alcance en Chile, permite que «la poesía chilena [despliegue] su bajo vuelo como una de esas aves pequeñitas de nuestros campos». El primer fruto mayor de ese despliegue es el de Gabriela Mistral, «poeta de verdad, fuerte, atormentado y original», a la que siguen muchos otros. En el momento en que Donoso escribe, el vuelto de la poesía chilena es ya alto y sostenido: y sus mejores representantes son los que él llama «los últimos» La recopilación sólo incluye a poetas de «la renovación lírica», y en sus páginas «los últimos», (esto es, los «ultra modernos», los que comienzan a publicar en los años veinte, entre los cuales no está, por ejemplo, Huidobro), «los últimos», digo, ocupan mas de un cuarto del total de poetas seleccionados. (Anotemos, entre paréntesis, que el lapso histórico a que nos estamos refiriendo está marcado en Chile por profundas transformaciones sociales, económicas y políticas en cuyo origen está la definitiva crisis del salitre sector de enclave que procuraba al país sus mayores fuentes de ingresos a partir del inicio de la Primera Guerra Mundial. La serie de fenómenos que marcan esa época ascenso de las capas medias, debilitamiento de la burguesía financiera, creciente organización de la clase obrera, radicalización del estudiantado universitario, etc. trazan un mapa de gran complejidad que habría que descifrar para intentar una explicación del surgimiento de esa plétora poética. No lo intentaremos aquí; volvamos pues a lo nuestro). Desde los primeros años de nuestro siglo se instaura en Chile una tradición poética, cuyos orígenes deben buscarse en el modernismo y cuyas características principales son las enunciadas por Friederich como propias de la lírica moderna (coincidencia de obscuridad y encanto; condición deliberada de la obscuridad; coexistencia de rasgos aparentemente contradictorios; acentuación de la singularidad del lenguaje poético). Al origen modernista de esa tradición deben asignarse, junto con los rasgos enunciados, la apertura de la lírica chilena a diversas tradiciones, incluyendo entre ellas a la poesía clásica española y, por cierto, a lo mejor de la poesía chilena anterior: Pedro Antonio González, Carlos Pezoa Véliz, Manuel Magallanes Moure, Jerónimo Lagos Lisboa, Pedro Prado, Gabriela Mistral. Inscrita en la tradición de la lengua, la poesía nueva de Chile, se caracteriza, sobre todo, por el acendramiento o potenciación de algunos de los caracteres de la poesía moderna. Uno de ellos y la presente enumeración tiene un orden puramente aleatorio es la consideración del poeta como vate, esto es, como adivino, como inspirado por la divinidad. Esa percepción, quizá no consciente, se manifiesta desde ya en la reverenciosa asunción del magisterio de los grandes poetas (Huidobro, Neruda, de Rokha) por una serie de adeptos; pero, más allá de ello, en la propia convicción de que el Poeta es el que nombra las cosas y, al nombrarlas, las inmortaliza. El poeta es un Dios, grande o pequeño, y de allí que mucha de la poesía de esta tradición tenga una entonación casi religiosa (por más que, como apunta con finura el cubano Cintio Vitier, la esencia religiosa sea propia de cualquier acto poético auténtico), y esa entonación se plasme en el tono gnómico, sentencioso, de muchos de sus versos y desde otro punto de vista en la forma de versículos que aquellos a menudo adquieren. Tal característica forma parte, por otro lado, de la acentuación de la singularidad del lenguaje poético, de su subrayada diferenciación con el lenguaje cotidiano. Diferenciación que es propia de la poesía (y de la literatura de todos los tiempos), pero que es especialmente manifiesta en la poesía moderna y, quizás, más aún en la poesía nueva de Chile. No deja de ser curioso que uno de los poetas de los que estamos hablando, Humberto Díaz Casanueva, señalase alguna vez la contradicción entre lo que él juzgaba general descuido del habla chilena y su pobreza léxica, y el rigor del lenguaje de la poesía chilena. Pues no sólo rigurosa, sino también intensa y vasta es según ha apuntado con su habitual lucidez Jaime Concha la gran poesía chilena del pasado siglo. Intensa por la dolorosa tensión con que despliega su mirada sobre el mundo, por el esfuerzo expresivo que transluce, por la fuerza de su expresión. Y vasta no sólo por la vastedad del mundo representado y la diversidad de los objetos poéticos que atrae bajo su dominio, sino también meramente por su extensión material: como si su poderoso y sostenido aliento, al no querer dejar nada sin expresar, no tuviera límites. Anotemos aun un último rasgo pertinente de la tradición poética que intento describir, y que no es independiente de los anteriores: la consideración seria de la poesía. Seria en un doble sentido: primero por el temple de ánimo con que se enfrenta al mundo y al propio quehacer poético; y después, porque los motivos que informan tal poesía pueden ser signados como serios. En un texto fechado en la Isla de Java, en febrero de 1931 el joven Neruda escribía:
Ni el que impreca con salud de forajido, ni el que llora con gran sometimiento quedan fuera de la casa de las musas poesías. Pero aquel que ríe, ése está fuera.
Esa tradición seria esa tradición iba a ser quebrada no ya por la risa, sino por la risotada: la que puebla las páginas de Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra, cuya publicación se perpetró en 1954. Frente al poeta considerado como vate la antipoesía supone la desacralización del poeta. Frente al carácter sentencioso, la ocurrencia intrascendente. Frente al lenguaje elevado, el lenguaje coloquial, los barbarismos, los verba obscena. En vez de la intensidad, la superficialidad. En vez de la vastedad, lo fragmentario. En vez de la seriedad, la chirigota. Los poetas bajaron del Olimpo bajo la figura de Sileno. La empresa que he descrito de manera tan negativa tuvo, con todo, cierta grandeza. Sin duda los rasgos de la tradición que destrozaba pesaban ya demasiado gravemente sobre la libertad de las jóvenes promociones poéticas. Por otra parte paradójicamente, si se quiere, esa tradición (por las fechas en que se publica Poemas y antipoemas) había comenzado ya a dar síntomas de agotamiento. De alguna manera Parra abría un espacio libre sobre los cascotes del edificio que quería derruirse. Sin embargo, los mismos instrumentos utilizados para el derrumbe continuaron empleándose sobre el vacío. No sólo en la continuación de la obra del propio Parra, sino en la de sus innúmeros y acríticos epígonos. Quizá como manifestación del agotamiento de la tradición poética que hemos reseñado, quizá por influencia directa, la antipoesía pareció contaminar a buena parte de la lírica chilena; la obra de muchos no de todos los poetas de Chile adelgazó a partir de esos años. Adelgazó incluso, en algunos casos, en el más llamativo de los sentidos: el tipográfico. Pero «Dios hace nacer el genio poético donde quiere» y la poesía chilena sobrevivió al embate. Los poetas del grupo nombrado siguieron publicando en la segunda mitad del siglo XX (aunque algunos de ellos trataron de mostrar que las nuevas formas poéticas no les eran ajenas). Poetas nacidos con posterioridad a aquellos, pero que habían empezado a escribir antes de mediar el siglo, continuaron haciéndolo bajo las normas de la tradición que habían iniciado sus mayores. Y muchos poetas de la segunda mitad del siglo XX, con el mérito redoblado de haber percibido los posibles límites o carencias de aquella tradición, pero teniendo conciencia de ella, han desarrollado una obra que se cuenta, también, entre las más altas expresiones de la poesía hispánica contemporánea. |