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“Chile recibe a Neruda” es el título del encuentro con el cual el 5 de diciembre de 1972, a partir de las cinco de la tarde, se celebra en el Estadio Nacional de Santiago, un multitudinario homenaje al poeta laureado el año anterior con el Premio Nobel. Decenas de miles de personas están allí presentes. Todas ellas conocen de memoria un poema del homenajeado y lo han recitado, total o parcialmente, varias veces durante la jornada. El mismo poema que, más allá del enorme cilindro de hormigón, son también capaces de recitar de memoria prácticamente todos los habitantes de Santiago, todos los chilenos, todos los hispanoamericanos y españoles, y cientos de millones de hombres y mujeres de todo el mundo, incluidos muchísimos que no conocen el español. Ése es el poema que me propongo examinar con ustedes. El más famoso de todos los que escribió Neruda y, paradójicamente, el que la crítica ha descuidado más en cuanto poema. Se trata, lo habrán sospechado, del nombre Pablo Neruda. Gracias a las tenaces pesquisas de Enrique Robertson, sabemos que los términos de ese nombre se hallaban dispersos, por así decirlo, en la carátula de una partitura que Neruda, adolescente, debió de tener en sus manos, de las Danzas españolas para violín y acompañamiento de piano que Pablo de Sarasate dedicó a la violinista Wilma Norman-Neruda[1]. Antes de que Robertson hiciera su hallazgo, Hernán Loyola había dado a conocer su teoría según la cual en una parte del nombre de Pablo Neruda se discernían reminiscencias de los nombres de pila de dos poetas Paul Fort y Paul Verlaine y de Paolo, el personaje que protagoniza, junto con su cuñada Francesca, la apasionada y trágica historia de amor que Dante evoca en el canto V del Infierno[2]. Las investigaciones de Robertson, de carácter biográfico, y de Loyola, de índole cultural e intertextual, tienen en común un interés dominante por el origen del nombre. Ambas se ocupan, en efecto, de establecer de dónde proviene la designación Pablo Neruda, a partir de qué materiales fue fabricada. La indagación que yo les propongo, en cambio, apunta a descubrir hacia dónde va, qué es lo que, materialmente, ese nombre hace. Mi interés está justificado por el hecho de que Neruda se dio su nombre definitivo en el momento en que decidió ser poeta, coincidencia en la que percibo mucho más que una mera simultaneidad. El acto nominativo y la opción profesional son complementarios e incluso solidarios, lo que equivale a decir que se necesitan mutuamente y que constituyen un todo. El adolescente Pablo Neruda tiene ciertamente una razón para darse lo que en principio será un apelativo o un seudónimo: la necesidad de ocultar a su padre su condición de poeta. Ese motivo ocasional no eclipsa, sin embargo, algo más fundamental: el hecho de que es para firmar sus poemas para lo que Neruda inventa la máscara verbal que se convertirá en su nombre definitivo. Es su actividad poética lo que exige que se fabrique otro nombre. Recíprocamente, la fabricación de ese nombre exige el ejercicio de la actividad poética, puesto que supone la producción de un objeto hecho con palabras. Esa solidaridad entre el acto nominativo y la decisión de hacerse poeta me lleva a postular que, en el caso de Neruda, la autonominación participa activa y centralmente en la autofundación de Neruda como artífice del lenguaje. El nuevo nombre tiene una función identificatoria, pero su razón de ser dista mucho de agotarse en esa función. Producto de un acto poético, ese nombre es, a su vez, fundador de la condición de poeta que el sujeto que lo forja ha decidido darse de forma definitiva. Al dejar atrás el nombre que había recibido de sus mayores para adoptar uno nuevo, Neruda modifica sus señas de identidad. Modifica, más precisamente, el componente verbal de su filiación personal, esa parte concreta de su identidad que está hecha con palabras. Al nombrarse Pablo Neruda, Pablo Neruda se escribe a sí mismo y, aunque no lo sepa, aunque lo haga inconscientemente, escribe que es poeta. Suman decenas los poemas de Neruda que empujan al lector, directamente o por un sesgo, a formular las ideas que acabo de exponer y que constituyen mi hipótesis de trabajo. De ellos, no aduciré sino dos, compuestos a casi medio siglo de distancia uno de otro. El primero es “A los poetas de Chile”[3], cuyos dos primeros versos dicen:
Joaquín Cifuentes Sepúlveda
Importa subrayar que es menos de un año después de haberse dado el nombre de Pablo Neruda cuando Neruda escribe esa entrada en materia que, pregunta retórica mediante, formula una coincidencia entre la condición de poeta de su amigo y la condición poética del octosílabo que lo designa. El nombre de un poeta no puede ser sino poético. El destino quiso que Joaquín Cifuentes Sepúlveda adquiriera su nombre poético en la pila bautismal o en el juzgado. El sujeto que escribe el poema, en cambio, no tuvo esa suerte. Por eso, cuando en octubre de 1920, a la edad de 16 años, se dio su propio nombre, hizo que éste fuera emblema de su condición de poeta. Ese nombre es en sí un poema, si nos atenemos a lo que afirma un verso del segundo de los textos que he anunciado, “El que cantó cantará”, de Las manos del día:
Mi nombre es Pablo por Arte de Palabra. (III, 356)
Dos son, notoriamente, las lecturas posibles de este dodecasílabo. Si atribuimos a la preposición una función de relación causal, daremos con una de las ideas que propuse al principio: mi nombre, Pablo, me lo procuré yo mismo, obrando como poeta y es, en consecuencia, un poema. Si, en cambio, atribuimos a ese “por” una función de identificación del sentido, obtendremos la idea: mi nombre, Pablo, es sinónimo de poesía. Es algo muy cercano a esa idea, precisamente, lo que surge como significación del nombre Pablo Neruda cuando lo encaramos en cuanto poema, es decir en cuanto entidad verbal cuya producción de sentido proviene no sólo de lo que dice, sino también, y fundamentalmente, de su materialidad rítmica y prosódica. Es lo que intento hacer inmediatamente. Destacaré, en primer lugar, que el nombre Pablo Neruda responde a un modelo métrico y acentual que se manifiesta abundantemente a lo largo de la obra del poeta. Se trata de un pentasílabo acentuado en primera y cuarta, que la poética tradicional llama pentasílabo dactílico o verso adónico. Derivado de la poesía grecolatina, constituye, al suceder a tres endecasílabos, la estrofa sáfica, que Esteban Manuel de Villegas aclimató al español y que fue cultivada en Chile, antes de Neruda, por Vicente Huidobro y Gabriela Mistral. La elegía a Alberto Rojas Giménez, de Residencia en la tierra 2 (I, 335), que remeda esa forma estrófica, tiene por estribillo un «vienes volando» que es, posiblemente, el más célebre de los pentasílabos nerudianos de este tipo. Pero el llamado adónico se encuentra ya en el primer poemario de Neruda, Crepusculario, cuyo “Final” reitera el verso “fueron creadas” (I, 154). Y se sigue manifestando a través de las décadas en prácticamente todos sus libros ulteriores, incluido el póstumo El mar y las campanas, en el que otro “Final” inaugura su segunda estrofa con el verso “Luego estos viajes” (II, 940). Recordaré, por último, que los títulos de dos poemarios de Neruda responden a este patrón métrico y acentual Plenos poderes y Arte de pájaros, patrón que rige un texto mayor de las Residencias: “Tango del viudo”. A primera vista o mejor, en este caso, a primera audición, el pentasílabo Pablo Neruda, constituido por diez fonemas de los cuales sólo se repite uno, se sitúa, fonéticamente, a una distancia sideral del primer nombre legal del poeta: Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, en el que se manifiestan quince fonemas que, gracias a varias repeticiones, alcanzan treinta y cuatro realizaciones. Sin embargo, si tenemos en cuenta, no ya los fonemas aislados, sino las combinaciones de fonemas, repararemos en que ese extenso nombre cumple la función de hipotexto parcial del nuevo texto: por un lado, algo de Neftalí queda en Neruda; por otro, las dos vocales de Pablo reproducen la sucesión vocálica que se encuentra duplicada en Basoalto. Hay allí, seguramente, materia para quienes estén tentados de indagar la manera como se manifiestan inconscientemente en el nombre que fabricó el poeta sus relaciones con sus genitores: resulta obvio que el nuevo nombre se vincula físicamente a lo que al nombre antiguo aportó el de la madre, Rosa Neftalí Basoalto Opazo, mientras que ninguna combinación de fonemas lo enlaza con el nombre del padre, José del Carmen Reyes Morales. Quienes defiendan tal idea encontrarán sin duda un argumento suplementario en una frase de Confieso que he vivido mediante la cual Neruda, al explicar su necesidad de darse un nombre diferente a su nombre legal, evoca las difíciles relaciones que mantenía con su padre. En esa frase emerge por dos veces, con su acentuación propia, la palabra mamá, a título de intrasignificante, dictado, a mi parecer, por lo inconsciente: “Necesitaba un nombre para que mi padre no viera mis poemas en los periódicos. Él le echaba la culpa a mis versos de mis malas notas en matemáticas” (IV, 936). Como en tantos otros casos, estaríamos aquí ante la manifestación de una relación que supone el litigio con el padre y, en el mismo movimiento, el ímpetu amoroso hacia la madre. Pero nadie es únicamente Edipo. Así lo muestra, en el caso que nos interesa, el esclarecimiento de otras relaciones fonéticas entre Pablo y Basoalto. Éstas nos conducen a un terreno diferente al de lo erótico, el de lo poético, al que lo erótico, claro está, no es ajeno, como no lo es a ninguna de nuestras prácticas. Pablo contiene cuatro de los seis fonemas de Basoalto: /b/, /a/, /l/ y /o/. Pero esos fonemas emergen en el nombre, ya no separados unos de otros, sino reunidos y, además, reordenados, de tal modo que forman, dentro del nombre, un verbo español conjugado en primera persona del presente del indicativo. Y, más precisamente, el verbo gracias al cual los seres humanos nombran la facultad que los hace únicos en el reino animal, que es la misma que hace posible que algunos de ellos sean poetas. Reunidos y sometidos al nuevo ordenamiento, /a/, /b/, /l/ y /o/ constituyen, en efecto, la palabra hablo. El hecho es notable: al proferir su nombre de poeta, que será su nombre a secas, el joven Pablo dice lo esencial del oficio que acaba de elegir para siempre, el cual consiste en trabajar con la palabra, materia del habla. “Mi nombre es Pablo por Arte de Palabra”. Mi nombre, Pablo, afirma que hablo y, por hacerlo, dice que aquello que hace humanos a los humanos el hablar es para mí, para el hombre que acabo de fundar, la práctica esencial, el quehacer que compromete a toda mi persona. Unos años más tarde, Neruda incluye en “Estatuto del vino” dos versos memorables con los que refiere a una de las peculiaridades de su oficio, y los inaugura con la mención de su nombre, del que omite la P inicial: “Hablo de cosas que existen. Dios me libre / de inventar cosas cuando estoy cantando!” (I, 329). La presencia del intrasignificante hablo en Pablo es apenas una vertiente del carácter poéticamente autofundador de este nombre. En efecto, el fonema apertural de Pablo reviste, a título de factor fundacional, una importancia que no le cede en un ápice a la de la palabra que forman los fonemas /a/, /b/, /l/ y /o/. Y, por añadidura, ejerce una función significante que va exactamente en el mismo sentido que la del verbo hablo. Al punto de que /p/ produce con hablo un pleonasmo. Vale la pena destacar que /p/ está ausente del nombre heredado Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto. Cabe subrayar también que ese fonema antes inaudito ocupa un espacio privilegiado en el nombre definitivo, dado que su situación lo pone, literalmente, en primer plano. El privilegio de /p/ es aquí, en realidad, triple. Porque, además de emerger en primera posición, participa en la producción de dos acontecimientos orales que merecen ser calificados de extraordinarios. Por un lado, la sílaba en que se encuentra es portadora de un acento tónico, lo que implica que /p/ participa en la producción de una hipérbole rítmica: PAblo. Por otro lado, en esa sílaba se siguen inmediatamente /p/, bilabial oclusiva, y el fonema vocálico no labializado /a/, lo que hace que, para proferirla, la boca deba pasar de una posición de cierre absoluto a la posición de máxima abertura, acto que tiene por resultado la producción de una hipérbole prosódica: PAblo. Basta proferir el nombre completo de Neruda seguido de la mención de su oficio para discernir, gracias a la única aliteración del conjunto, el valor significante de ese fonema inicial triplemente privilegiado: Pablo Neruda, poeta. Parece pertinente proponer, pues, como lo hice en el título de esta ponencia, que Neruda no podía sino llamarse Pablo, único nombre masculino de lengua española que le daba la posibilidad de significar, doble e hiperbólicamente, que el oficio que eligió en forma simultánea a su autonominación el oficio que exigió su autonominación se confundía con la totalidad de su persona y lo comprometía plenamente. Al llamarse Pablo, Neruda se funda poeta. Al llamarse Pablo, Neruda motiva cratilianamente la parte verbal de su identidad, puesto que hace que su nombre proclame en forma vibrante la plena coincidencia de su ser con su condición de artífice de la palabra. El escueto análisis que he propuesto escarba más en las dos primeras sílabas del nombre que en las tres últimas. El apellido Neruda reclama, sin duda, una interrogación más prolongada. Tanto más cuanto que, al igual que Pablo, supone la introducción de un fonema ausente del hipotexto parcial Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto: la vocal /u/, representada por un grafema cuya forma semeja una copa de la abundancia, lo cual no deja de ser significativo si se tiene en cuenta que es a la abundancia, entre otras cosas, a lo que suele referir en español la desinencia superlativa uda que esa vocal inicia. Esta interrogación, que deberá tener también en cuenta las otras funciones de esa desinencia posesión y semejanza, así como la marca del femenino, queda para otra ocasión. Aduciré, para mi descargo momentáneo, que al privilegiar el análisis de Pablo en detrimento del de Neruda, no he hecho sino seguir el ejemplo de la escritura del poeta, la cual atestigua múltiplemente que, en el acto poético, Pablo Neruda se concibe a sí mismo mucho más como Pablo que como Neruda. Esto es lo que pone en evidencia el fenómeno al que dedico la última parte de mi reflexión, fenómeno al que llamaré la firma secreta de Neruda. Secreta para los demás y, acaso también, para sí mismo. Cito el comienzo del último poema, que lleva el número XXX, del libro póstumo Elegía:
Porque yo, clásico de mi araucanía,
Hay en esos versos algo con lo que la poesía de Neruda nos tiene familiarizados desde siempre. En algún momento del poema, de la serie de poemas o del poemario, la voz poética deja de hablar en segunda o en tercera persona para volverse sobre sí, transformándose en un yo que se pone a dar unos datos de su personalidad que son transposición directa o metafórica de las señas de identidad del propio Neruda. A diferencia de lo que ocurre en otros lugares de la obra, el nombre del poeta no aparece explícitamente en el fragmento recién citado. Pero sí aparecen algunas señas que lo identifican: su condición de chileno, su apego al idioma español y a España, su oriundez poética. Hecho notable, el yo señala esa oriundez en términos de vínculo filial: “hijo de Apollinaire o de Petrarca”. Y, tras ello, propone de sí mismo una imagen alada que resultará extraña para quien ignore que San Basilio es la catedral de Moscú. Una imagen que, de la primera a la última letra, dibuja intermitentemente el nombre con el cual el hijo de Rosa Neftalí y de José del Carmen se fundó poeta: PAjaro de San BasiLiO. He ahí lo que llamo la firma secreta de Neruda: la presencia subrepticia del nombre Pablo, desperdigado pero nítidamente identificable, en las pocas palabras manifiestas de un verso. No faltará quien aduzca que resulta fácil, y hasta inevitable, encontrar nombres subyacentes a toda sucesión relativamente prolongada de palabras. Lo cual es cierto. Resulta, empero, menos fácil encontrar esos nombres cuando, al buscarlos, se respeta inflexiblemente el principio de que las vocales que los forman deben aparecer con su acentuación propia. Tal es el principio que he respetado al identificar los ejemplos que daré más adelante[4]. Es verdad que, aun así, existen versos en los que el nombre de Pablo coexiste con otros. Ello, sin embargo, no debe llevar a negar el fenómeno textual aquí identificado, y, menos aún, su carácter sistemático. No examinaré sino un manojo de ejemplos del hipograma Pablo. Por su número, esos ejemplos distan mucho de ilustrar cabalmente su prolongada constancia en la escritura nerudiana. Para subrayar esa constancia, puesto que he dado un ejemplo del póstumo Elegía, busco ahora otro en el otro extremo temporal de esa escritura, es decir en el primer poemario de Neruda: Crepusculario. Y lo encuentro en su poema “Final”, que ya he evocado. En el plano enunciativo, este poema se distingue de los que lo anteceden inmediatamente, escritos en tercera persona, por la emergencia, desde el principio, de una primera persona. Ese yo, que es identificable al poeta, al comienzo de la última estrofa, dice a propósito de las palabras de todo el poemario:
Vinieron las palabras, y mi corazón,
No es casual que, en los dos ejemplos que he aducido, el nombre de Pablo aparezca al final del libro. Tal situación espacial es una de las características de este hipograma, el cual, si bien se manifiesta en ocasiones en otros lugares del texto, emerge la mayoría de las veces al final del poema, de la serie de poemas o del poemario. Es precisamente esa situación al final lo que me lleva a proponer que ese Pablo hipogramático vale firma. Porque, aunque sea de origen inconsciente, funciona de modo semejante a la firma que los pintores suelen inscribir, de preferencia, en alguna parte del ángulo inferior derecho del cuadro, lugar que, según lo ha percibido Michel Butor, corresponde al del pie de una carta, donde el remitente escribe de su puño y letra su propio nombre[5]. Otro rasgo común a los dos ejemplos que he dado estriba en que el nombre de Pablo se esparce en las palabras del verso en el momento mismo en que el yo poético refiere a su vínculo con la poesía y sus materiales. Ello acarrea una reverberación o un redoblamiento de sentido rayanos en la saturación semántica, ya que, como lo he precisado antes, ese nombre, en la poesía de Neruda, remite por sí solo, y pleonásticamente, a la consubstancialidad entre, por un lado, el sujeto a quien Pablo nombra y, por otro, el lenguaje, el habla, las palabras, la escritura, la poesía. Encontramos un notorio ejemplo de tal reverberación semántica en los versos que, en Plenos poderes, inauguran las dos últimas estrofas de “La palabra”:
Yo tomo la PalABra y La recorrO
Pero el hipograma no se manifiesta únicamente cuando los enunciados refieren a esa consubstancialidad. Abundan los casos en que la referencia a ésta se imbrica con referencias al lazo esencial que liga al hablante poético con otros quehaceres o entidades. El Canto general hace proliferar los versos cuyo tema mayor es la implicación del hablante poético en las luchas sociales, en los que el nombre de Pablo se desliza sigilosamente. Tal coincidencia se puede verificar en muchos otros lugares. La encontramos en un verso central de “Así es mi vida”, de Canción de gesta:
vengo del Pueblo y cAnto para el pueBLO (II, 942)
Interesa precisar que la aparición del hipograma no requiere necesariamente la presencia en el enunciado de la referencia al nexo que une al sujeto del poema con lo que Neruda llama “Arte de Palabra”. La única condición para la aparición del hipograma es que el discurso del hablante tenga una dosis de autobiografía, que su palabra manifieste deícticamente la presencia de un yo, productor de ese discurso. Dado que ese carácter es el de un número innumerable de poemas nerudianos, la posibilidad de detectar el hipograma se multiplica infinitamente. Y cuando lo detectamos, aparece constantemente adherido a palabras que nombran lugares, seres y entidades con los que el hablante mantiene vínculos esenciales. Adherido al nombre de la localidad donde nació Neruda, como en uno de los últimos versos de “Nacimiento”, de Memorial de Isla Negra:
Y de allí soy, de aquel
Al pueblo en lucha, como en el penúltimo poema de la sección “Las flores de Punitaqui”, del Canto general:
PaseAba el pueBLO sus banderas rojas (I, 730)
A todos los compatriotas del hablante, como en el último verso de la última pieza de la sección “Cataclismo”, de Cantos ceremoniales:
fundemos otra vez la PAtria temBLOrosa. (II, 1069)
A la humanidad entera, como en el verso liminar del último poema de la sección “Elegía de Cádiz”, de Cantos ceremoniales:
PiedAd para los pueBLOs, ayer hoy y mañana! (II, 1061)
A los seres que rodean al hablante y cuya muerte tiñe su voz de luto, como en el último verso del décimo poema de la sección “Fin de fiesta”, de Cantos ceremoniales:
y se desploma el PAdre hacia el aBueLO. (II, 1085)
Al pájaro que en Las piedras de Chile celebra el poema “Pájaro”, cuyo final dice:
con tu PlumAje de BasaLtO
A las diversas aves que en el mismo poemario conmemora el poema “Las piedras y los pájaros”, el cual concluye:
aves aventureras
Al acto por el cual el sujeto poético se propone recuperar lo perdido, como en el último verso de “Regresó el caminante”, de Plenos poderes:
debo cuidar yo mismo aquellas calles
A la incesante masa oceánica, como en el verso final de “Regresos”, de Jardín de invierno:
y la coPa del mAr Bajo mis LabiOs. (III, 824)
Podría agregar muchos otros ejemplos ilustrativos de esta tendencia de Neruda a inscribir materialmente en el verso, en particular al final del poema, de la serie de poemas y del poemario, la parte de su nombre que proclama su condición de hacedor de objetos con palabras. Lo cual dado lo que he dicho a propósito del nombre Pablo equivale, más que a dejar una huella de sí en el texto, a entrar en él de cuerpo entero. A tales ejemplos podría añadir otros, que muestran que su firma no adopta únicamente en su poesía la manera del sello anagramático monoversal, sino que en ocasiones atraviesa los versos y transforma la estrofa en espacio de acrósticos ocultos. Acaso el descubrimiento de otros modos de presencia de esta firma en su escritura modos que hoy ni siquiera imagino nos empuje un día a identificarla con la escritura musical de Juan Sebastián Bach, que tan lejos llevó la práctica de la sigilación, en el doble sentido de la palabra: sellar y ocultar. A identificarla y a distinguirla de ella. Porque, como se sabe, Bach introducía su patronímico en su música de modo deliberado y pacientemente calculado, mientras que la emergencia de la firma Pablo en la poesía de Neruda parece gobernada por los procesos primarios. Concluiré resumiendo el meollo de mi planteo y, al mismo tiempo, mostrando que el itinerario que me llevó a hacer los modestos hallazgos que les he presentado fue en un sentido exactamente opuesto al que di a mi exposición: no de la materialidad significante del nombre hacia los hipogramas, sino de un hipograma preciso de Pablo hacia la elucidación de lo que ese nombre hace y significa. Lo haré gracias a un breve poema que escribí hace ya tiempo mucho antes que esta ponencia, en el que me dirijo a Pablo tratándolo de tú, que es mi modo habitual de charlar con este hermano mayor que sólo conozco a través de su escritura.
No podías sino llamarte Pablo Notas [1] Cf. “Pablo Neruda, el enigma inaugural” (1999), Espéculo. Revista de Estudios Literarios, Universidad Complutense de Madrid, http://www.ucm.es/info/especulo/numero22/neruda.html. [2] Cf. “I. 1915-1924”, en Pablo Neruda, Antología poética, 1, Madrid, Alianza, 2000, pp. 25-28. [3] Publicado en Juventud (Santiago), n° 16, septiembre-octubre de 1921 y reproducido en Pablo Neruda, Obras completas IV. Nerudiana dispersa I. 1915-1964 (edición de Hernán Loyola), Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2001, p. 225. Todas las citas ulteriores de Neruda provendrán de estas mismas Obras completas y estarán acompañadas en el texto por la indicación del volumen en números romanos y de la página en arábigos. Los títulos y años de publicación de los otros tres volúmenes citados son: I. De “Crepusculario” a “Las uvas y el viento”. 1923-1954, 1999; II. De “Odas elementales” a “Memorial de Isla Negra”. 1954-1964, 1999; III. De “Arte de pájaros” a “El mar y las campanas”. 1966-1973, 2000. [4] Tal es el principio que respeté también en Diez calas en el hacer de la poesía de Pablo Neruda (Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2001) al identificar como intrasignificante, en diversos poemas, el nombre de las personas que esos poemas celebran. [5] Cf. Michel Butor, Les mots dans la peinture, Ginebra-París, Skira-Flammarion, 1980, p. 88. |