Poesía de Neruda sigue
viva en su Isla Negra


Maynor Freyre Bustamante
Universidad Nacional Federico
Villareal, Lima


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♦ Neruda sigue siendo el habitante
   esperanzado de sus residencias




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La inmensa e inmortal poesía de Pablo Neruda sigue corriendo de boca en boca a treinta años de su muerte. Es, junto a la Federico García Lorca, la más solicitada entre la poesía hispanoamericana escrita en todos los tiempos. Sus poemas se memorizan y recitan entre doctos y profanos, y no sólo en idioma castellano, sino en multitud de lenguas habladas en todo el orbe.

Pero hay otra poesía hecha por Pablo Neruda escrita sin palabras, no pulsada por su mano temblorosa con tinta verde líquida sobre ese pedazo de madera de naufragio que el mar de enfrente de su Isla Negra varó un brumoso día invernal, y que el poeta recogiera para convertirla en el tablero de su escritorio.

 “La casa... no sé cuando me nació”, recordaba en ocasiones Pablo. “Era a media tarde, llegamos a caballo por aquellas soledades… Don Eladio iba adelante, vadeando el estero de Córdoba que se había crecido... Por primera vez sentí como una punzada este olor a invierno marino, mezcla de boldo y arena salada, algas y cardos... allí nos quedamos. Luego la casa fue creciendo, como la gente, como los árboles”, poetiza el bardo que escribiera su “Memorial de Isla Negra” dentro de su poemario titulado Antología esencial (Editorial Losada, Buenos Aires 1971) y que dividiera en cinco partes: I. Donde nace la lluvia: Nacimiento, Mi madre y El padre. II. La luna en el laberinto: Amores: la ciudad, París 1927 y Rangoon 1927. III. El fuego cruel: Los míos, La primavera urbana y Amores: José Bliss. IV. El cazador de raíces: Cita en invierno (I al VI) y De pronto una balada. V. Sonata crítica: Atención al mercado y La verdad. Pero aquí no habla de la casa, sino de los gratos recuerdos que el vivir en Isla Negra le van trayendo como si viajara en el tren de Temuco conducido por su añorado padre, es tal vez su gran intento autobiográfico escrito en poesía.

Algunos incrédulos aseguran que la casa de Isla Negra la ubicó a través de un aviso periodístico que lo llevaría a ese rincón paradisíaco creado por el poeta a cien kilómetros de Santiago de Chile. Porque él fue su propio arquitecto ayudado por la mano sabia de “Rafita” Plaza, el carpintero constructor de ese barco de poeta acoderado en Isla Negra para la eternidad sobre bases de roca. En el jardín de la casa plantó una gigantesca ancla y puso allí una lancha de madera, como las que acompañan a todos los barcos para auxiliarse en caso de zozobrar, a la cual llevaba a sus amigos preferidos cuando los oleajes de vino se hacían más intensos.

Ya Gabriela Mistral la poetisa chilena ganadora del Premio Nóbel —la profesora Lucila Godoy que dejaba en Temuco unas novelas rusas para que el pequeño Neftalí Reyes las leyera junto con las de Salgari y Rocambole— había escrito en marzo de 1936 en un periódico de Lisboa: “Neruda viene detrás de varios oleajes poéticos de ensayo, como una marejada mayor que arroja en la costa la entraña entera del mar” (Gabriela Mistral, “Recado sobre Neruda”).

Es esa “entraña del mar” que señalara la Mistral, la que encontramos en Isla Negra, rebautizada así por Neruda ante la común denominación de Las Gaviotas que le pusiera su primer dueño. La casa es indudablemente otra: sientes un profundo olor a mar al penetrarla. No sólo por el viento que lo trae desde la parte trasera de la casa, donde en el 1990 pude ver pinturas y dibujos impresos en los riscos y rocas por manos apasionadas, como ese inmenso rostro del poeta pintado en negro. Los dieciséis mascarones de proa, los trece veleros hechos a escala, los viejos instrumentos de navegación, los veleros anclados dentro de las botellas de mar y las quinientas caracolas oceánicas que aún quedan te remiten a un ambiente absolutamente marino. Aparte de los techos abovedados y otros detalles arquitectónicos que te hacen sentir navegando en un barco: en el barco de la poesía nerudiana realizada sin palabras. A esa entraña de mar nerudiana asisten diariamente alrededor de mil visitantes de todas las latitudes. Los que antes al ingresar podían observar en el frontis, como inscritas en las paredes de un templo, la anónima poesía popular del pueblo, versos, pensamientos, consignas y hasta declaraciones de amor. Y hasta este doloroso graffiti: “En recuerdo de mi hermano desaparecido, 15.IV.80”, colocado casi siete años luego de la muerte de Pablo Neruda, acaecida trece días después del sangriento golpe militar de Pinochet, quien no se atrevió a borrar las inscripciones de Isla Negra, pero que hoy han desaparecido tal vez por un afán de borrar heridas aún no laceradas. Así suele pasar con la belleza/ como si no quisiéramos comprarla/ y la empaquetan a su gusto y a su modo, canta el poeta casi al final de su “Memorial de Isla Negra”.

 

Neruda sigue siendo el habitante esperanzado de sus residencias

 

Pablo Neruda va a cumplir cien años de nacido el próximo 12 de julio. Porque Pablo Neruda ya es inmortal en su obra. Nadie puede negarlo. Es el poeta más leído y editado del ámbito hispanoamericano. Supera a Federico García Lorca, inclusive. Pero hay otra obra inmortal hecha por él con el mismo cariño que su poesía: sus casas.

Llegó al mundo en la ciudad de Parral, región de Maule, para mudarse a los dos años —ya huérfano de madre— mucho más al sur, a Temuco, en la región de la Araucanía, donde llovía a mares hasta tumbar los techos de zinc de las casas humildes como la de su padre, hecha de madera, la que se llegó a incendiar hasta cuatro veces. Trasladado a Santiago de Chile habitó en pensiones y luego, como diplomático, casas que nunca fueron suyas; cuando no se la pasaba meses navegando por los siete mares, tal como de niño muchos de sus días de descanso transcurrieron viajando al lado de su padre, en la locomotora que éste conducía.

Su amigo y arquitecto Carlos Martner recuerda: “Él todo lo transformaba en poesía; por ejemplo, cuando conversaba estaba haciendo poesía. También en arquitectura, cuando se refería a alguno de los materiales, lo hacía con un sentido poético, viendo sus cualidades profundas... Llenaba sus casas de objetos diferentes, de características muy desiguales, unos muy finos junto a otros fuertes y toscos y de proporciones contrastadas. Los seleccionaba porque le eran útiles para su poesía, él necesitaba estos ambientes encantados que creó”.

Por eso es que he vuelto, luego de 14 años, a visitar sus tres famosas casas chilenas: Isla Negra —la universalmente conocida y admirada—, La Chascona —donde viviera su inicial amor secreto con su amada Matilde— y La Sebastiana —que compartía con sus amigos Francisco Velasco y María Martner—. Neruda le cantó: Yo construí la casa./ La hice primero del aire./ Luego subí en el aire la bandera/ y la dejé colgada/ del firmamento de la estrella, de/ la claridad y la oscuridad [...].

 

Parecerá increíble, pero Neftalí Ricardo Reyes Basoalto fue  alumno por una hora de arquitectura: el curso de su primera hora de clases, dedicado a la geometría descriptiva, lo espantó y lo devolvió a las letras. Él mismo lo reveló ante un grupo de estudiantes chilenos de arquitectura: “Hablo también con emoción porque yo mismo soy uno de ustedes, jóvenes, futuros arquitectos. Me veo recién llegado a Santiago, matriculándome en la Escuela de Arquitectura. Hasta ahora eso no lo sabía nadie. En 1921, por las calles todavía circulaban tranvías tirados por caballos y conductoras que cobraban boletos e iban vestidas con unas faldas inmensas, que les llegaba hasta los pies. Yo venía de la provincia, dispuesto no a conquistar la capital sino entregado de pies y manos para que la capital me conquistara y me introdujera en su inmenso vientre, en donde se digieren los presupuestos, las ideas, las vidas y casi todas las luchas de nuestro país. Dije que esto era allá por el año 1921, y en la Escuela de Arquitectura, que en entonces estaba, me parece, en la avenida República, yo no duré sino exactamente una hora.”

Es que Neruda —como dice su amigo Martner— le dio un carácter poético a la arquitectura, carácter que ésta ha perdido en gran medida en la actualidad. Otro de sus amigos arquitectos con los que trabajó, Sergio Soza, relata lo siguiente: “Pablo siempre supo lo que quería, pero no traducirlo físicamente. Neruda es un ¡poeta!, atento a los resultados y efectos de lo que hacía. Lo que construyó es una forma de expresión poética, igual que la decoración: ¡Ah, riqueza del lenguaje, riqueza de objetos!... Se puede decir que los arquitectos fuimos sus editores.”

Pero Neruda fue un cultor de la arquitectura popular de Chile, exactamente del sur chileno. Sus casas, al decir de un acucioso observador de sus construcciones arquitectónicas, obedecían al principio de lo destartalado, de aquellas casas sureñas que iban creciendo al ritmo de las necesidades familiares, del hijo que nacía, de la hija que se matrimoniaba, de los nietos que se sucedían. Lo barroco en síntesis, como las viejas iglesias virreinales que demoraron siglos en construirse, porque cambiaban de orden religiosa o porque un terremoto las echaba abajo y había que reconstruirlas sobre las ruinas que quedaban sobreponiendo corriente tras corriente arquitectónica. Neruda entregaba rudimentarios planos a sus arquitectos que éstos perfeccionaban y luego —es Isla Negra— olvidaba lo recomendado por ellos y con Rafita, su carpintero y gran amigo, acababa esa nueva habitación imaginada y que ahora debería adecuarse a tal o cual objeto adquirido o intercambiado, el trueque que le dicen.

Paseo de nuevo por las casas de Neruda y leo en su arquitectura, en sus decorados la otra voz de su poesía. Así a su caballo de Temuco salvado del incendio de una talabartería y que el poeta se lo trajo a Isla Negra y le construyó un ambiente: “Le haré una pieza muy linda y, al lado, me haré una pieza de trabajo, la quiero muy rústica, muy chiquita, como una covacha”, confesó a su Matilde. Y con ese nombre quedó bautizada la pieza. La misma Matilde cuenta que la pasaba haciendo dibujos para sus piezas, dibujos que al poco rato botaba y rehacía. Y que en el caso de la covacha concluyó en que ésta tendría una ventana desde donde miraría el mar. Todo tendría techo de zinc, para oír el canto de la lluvia. Fundé mi casa en la arena,/ y como arena/ fui desmenuzando/ las horas de la/ vida/ luz/ sombra/ sangre/ repulsión/ o dulzura. Canta el poeta.

 

Recorro su Isla Negra. He bebido una gran botella de vino y almorzado anguilas al pilpil, como lo hacía él. Enumero las cosas en una pequeña libreta pero me ganan el significado de la disposición que les diera, la ventana que mira la gran roca negra que le inspiró el nombre del lugar, la sensación —picadito como está mi mar interno— de caminar en un barco navegando o en los vagones de un tren en marcha, las ganas de brindar con sus amigotes en el bar donde se disfrazaba de barman; todo eso me cruza procelosamente, mientras las nubes semejan penachos de humo. Un profundo olor a mar invade mi ser. Y recuerdo este 13 de enero del 2004 mi anterior visita...

Día 8 de mayo de 1990 (el 8 de junio de ese año declararon a Isla Negra, por decreto 569, Monumento Nacional). Y es ese mar de enfrente el que permitió que Isla Negra se aireara durante los nefastos dieciséis años de la dictadura. Aunque la fresca aura de múltiples poemas y frases, escritos a lo largo  de esos penosos años por los jóvenes chilenos y del mundo —que apenas si pudieron atisbar su frontis—, sirvió para desenrarecer la atmósfera de opresión que rodeaba la casa. Históricas frases, como la siguiente, se leen en el cerco que resguarda la bella residencia del poeta: “En recuerdo de mi hermano desaparecido, 15.IV.80”; como inscritas en las paredes de un templo, al lado de consignas, pensamientos y hasta declaraciones de tierno amor. (“A veinte años de su partida, Neruda vive en su Isla Negra”. Altas voces del pensamiento y el arte peruanos, pp. 345 a 347. Editorial Universidad Nacional Federico Villarreal. Maynor Freyre. Lima, mayo 2202).

Cuentan que Isla Negra tenía tal magia sobre la gente humilde que habitaba en los alrededores, aquélla que en sus afueras tenía fijada a La Medusa, un mascarón de proa desenterrado por Neruda de las arenas de Valparaíso a quien las mujeres del caserío le rendían culto encendiéndole velas postradas de rodillas, por lo cual el poeta hubo de trasladarla al interior de la casa; tenía tal magia sobre aquellas gentes, que cuando Matilde lloraba inconsolable la fresca muerte de su amado, una paisana mal trajeada hizo sonar la campana de la casa de playa, que no tenía timbre, y le rogó: “Doña Matilde, solo déjeme ver esa pieza trasparente que don Pablo tenía bajo el mar. Donde escribía su poesía viendo pasar los peces”.

Neruda era un niño grande y de seguro tuvo o soñó esa secreta habitación. “En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes sin los cuales no podría vivir. He edificado mi casa también como un juguete y juego con ella de la mañana a la noche”, describe el poeta en Confieso que he vivido, su libro de memorias, se recuerda en el artículo “El refugio del poeta”, el cual no lleva firma del autor. Donde también se recuerda que era como ese personaje de tira cómica tan popular hace unos años, “Don Fulgencio, el hombre que no tuvo infancia”. Su familia era tan pobre que la madre le hacía calzoncillos con bolsas de harina y nunca tuvo juguetes. Solo una oveja de peluche que encontró y perdió en un incendio. Quien visita su casa descubre a las claras que no amaba el lujo, sino más bien lo rústico, lo que ostentara las cicatrices de la vida, prosigue el artículo.

Por su parte Romanée de la Merced Ortiz Peña en su tesis para Técnico en Turismo titulada “Las casas de Neruda” sostiene: “La casa de Isla Negra es ya una leyenda. En todas las partes del mundo hay alguien que pregunta por ella, se la han imaginado de una u otra forma. No cabe duda que allí hay una atmósfera singular, constituida no tanto por la realidad como por un conjunto de imágenes que se han construido con base en todo lo que le era afín a este poeta que, desde muy pequeño, alimentó su fantasía en el tren lastrero de su padre”.

En “La búsqueda del espacio feliz: la imagen de la casa en la poesía de Pablo Neruda”, estudio de Mario Rodríguez Fernández, publicado en los Anales de la Universidad de Chile –Año CXXIX / Nº 157– 160, dedicado a Estudios sobre Pablo Neruda, aquel manifiesta pretender leer las moradas que aparecen en la poesía de Neruda, a partir de Crepusculario hasta Una casa de arena. “Siempre ha llamado mi atención —dice Rodríguez Fernández— la solicitud y apego que el poeta ha tenido por las casas que ha habitado, a partir de su edad madura. El modo cómo las ha elegido, la manera de refaccionarlas o virtualmente reconstruirlas, buscando siempre una dimensión dialéctica de intimidad-abertura”. Cabe recordar aquí la precariedad de las viviendas de su zona de residencia en Temuco, donde si no el feroz aguacero o el viento huracanado, era el fuego el que las destruía y señalaba su precariedad. Prosigue el que fuera profesor del Departamento de Español de la Universidad de Chile: “Quiero decir con ello que junto al encanto de los cuartos cerrados están los objetos que llaman con voz de la lejanía y la distancia, restos de barcos naufragados, instrumentos venidos desde el sur lluvioso, utensilios agrícolas, objetos indígenas, etc.”.

He ahí, en las citas y anécdotas escogidas, el sustento de esa poesía universal sin palabras postulada al comienzo de esta ponencia, la voz callada de Pablo Neruda. Y ésta es una prueba irrefutable de que el poeta vivió para y en la poesía. Su verdadera razón de haber vivido, de seguir viviendo y de que vivirá eternamente en el espíritu de la humanidad.