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Tiempo y recuerdo en
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Supongo que leer esta ponencia aquí no es una pura casualidad. “Aquí” significa, desde luego, Poitiers, la Universidad de Poitiers y, sobre todo, el alero institucional del Centre de Recherches Latino-Américaines. Durante los años que tuve la suerte de enseñar en Clermont Ferrand, a mediados de los setenta, ya este Centro se veía como una empresa renovadora en el campo de los estudios latinoamericanos, no muy desarrollados todavía en este país en ese entonces. A más de treinta años de distancia y con la perspectiva que ellos dan, el Centro de Poitiers ha podido ser objeto de un reciente reconocimiento por parte de Giuseppe Bellini quien, meses atrás en Madrid, refiriéndose a una obra en curso sobre el desarrollo del hispanismo internacional, subrayaba la importancia que le ha cabido a esta casa de investigaciones literarias. A mí, eso me parece indudable. Por los congresos que ha organizado en número significativo y con periodicidad regular; por las colecciones de ensayos y colaboraciones publicadas sobre escritores y obras latinoamericanos; por destacar a autores que no estaban totalmente reconocidos (Droguett), que yacían más bien olvidados (Felisberto Hernández) o que no contaban aún con una reputación consolidada (Roa Bastos), la actividad de este centro, presidida por Alain Sicard, acompañado por Fernando Moreno Turner y un equipo de colegas, tiene ya un puesto importante en la historia del hispanismo francés y de los estudios latinoamericanos en Europa. Lo que fue un impulso en esos años iniciales es ya, a comienzos de este nuevo siglo, adquisición sólida e incuestionable. Tampoco resulta ser mera coincidencia, creo, el tema de mi trabajo, relacionado con el tiempo y el recuerdo en una de las obras centrales dentro del amplio legado nerudiano. Alain Sicard, uno de los investigadores que más ha aportado al estudio de Neruda en general y de Residencia en la tierra en particular, ha tratado con gran sensibilidad dialéctica la cuestión de la temporalidad en esta poesía, primero en su disertación doctoral, pronto traducida en Gredos, luego en varios artículos breves y mayores específicamente dedicados al tema y, hace muy poco, en una excelente presentación sintética de la colección «Folio». Todas estas contribuciones son indispensables para abordar el tema actual y me parece innecesario recalcar cuán presentes estuvieron en la elaboración de este trabajo.
Antes de entrar en el tema propiamente tal, quisiera formular dos observaciones de tipo metodológico, ambas relacionadas directamente con el asunto que voy a exponer. En una concisa monografía sobre la concepción del lenguaje en la filosofía de Husserl, Félix Martínez Bonati reflexiona sobre las conexiones cercanía y diferencias del lenguaje usual, el del habla corriente, con el lenguaje técnico de la filosofía. Distanciándose de toda tendencia a la formalización extrema de la lengua filosófica, muestra allí cómo en Husserl la exposición filosófica parte del habla común para acuñar en seguida, a medida que se desarrollan las precisiones y definiciones conceptuales, nociones de perfil técnico más riguroso. Es en ese vaivén constante entre el lenguaje cotidiano y los instrumentos conceptuales propios de la reflexión filosófica, donde reside la purificación de uno y el enriquecimiento de los otros[1]. Esto, que es válido sin duda para Husserl, lo es también para toda filosofía genuina, desde Platón hasta Bergson. En Aristóteles, por ejemplo, el término de potencia (dynamis), que aún en los diálogos platónicos conservaba su asociación usual con capacidad, habilidad, fuerza o poder, adquirirá, tanto en la Física como en la Metafísica, una distintiva significación correlacionada con acto, hasta el grado de hacer la delicia, mucho tiempo después y en pleno siglo XX, de Stephen Daedalus, cuando el personaje de Joyce admire y rememore la notable definición aristotélica del movimiento: «El acto de la potencia en cuanto potencia». Más claro, echarle agua. La ganga connotativa desaparece, sin perderse del todo, y el concepto alcanza una agudeza de significado y denotación por el contexto, a través de las interrelaciones en que entra durante el curso de la exposición filosófica. El fenómeno es distinto en las ciencias. Sin entrar en el campo de las ciencias matemáticas y altamente formalizadas, que escapan a mi competencia, cualquier lego o hijo de vecino puede comprender que, cuando en física newtoniana se habla de «masa» o de «fuerza», ello no tiene nada que ver con nuestro uso corriente de esos términos, o que cuando se menciona «núcleo» en física cuántica o en citología, el término significa en cada una de esas especialidades cosas completamente diferentes. Ya Lavoisier, a fines del siglo XVIII, luchando por hacer ingresar la química en una esfera propiamente científica, abogaba apoyado en Condillac y en una de las mejores prosas francesas de ese siglo ya excepcional en la materia que la química debería partir y tener como primer requisito «une langue bien faite»[2]. Y en la primera mitad del siglo XX, en un plano más bien epistemológico, Bachelard nos hará comprender los distintos umbrales de decantación del lenguaje científico (purificación de la ganga empírica, abstracción, cuantificación y mensurabilidad, etc.). En esta tripartición obviamente esquemática, ¿representa el lenguaje poético un caso opuesto al científico, situándose del lado del habla y de la memoria lingüística del hablante, como si allí residiera el polo de su esfuerzo y el centro de su máxima riqueza? Este parece ser hoy día el punto de vista preponderante, pero veremos que el asunto es quizás más complejo y no es tan diverso a lo que Martínez Bonati nos ha hecho ver con respecto al lenguaje de Husserl y de la filosofía en general. Ya el mismo autor observa brillantemente que un término tan extendido y central como «acto» en Husserl (el Husserl de las Investigaciones lógicas y también el de las Ideas) no excluye necesariamente, ni mucho menos, «vivencias pasivas»; a la vez, la noción clave de «intencionalidad» está muy lejos de toda intención concebida como algo voluntario o volitivo, aspecto que es sin duda la base de la designación escolástica. Esta observación viene como anillo al dedo para lo que entreveo y quisiera conceptualizar en relación con las Residencias. Dos ejemplos, ligados a nuestro tema, me sirven especialmente. En «Serenata», uno de los primeros poemas en el orden de redacción de RT, el poeta dialoga con la noche, le pide a ésta inspiración, templa su instrumento ante su poder soberano. En actitud decididamente interrogativa, el poeta pregunta constantemente a la noche y se define como «el joven sin recuerdos». Esta autoimagen es el polo subjetivo en una relación en que el otro polo es justamente la magnitud cósmica nocturna. Ahora bien, en el centro del poema, contra toda lógica aparente, el poeta nos dice: «O recuerdo el día primero de la sed, etc.». ¿Significan lo mismo los recuerdos que se niegan como inexistentes en el primer caso y la acción de recordar, claramente afirmada, en el segundo? El plural en un caso, acentuado por la «olvidada voluntad» que se atribuye al mismo poeta, parece decirnos otra cosa que la acción verbal posterior, en que se recuerda una experiencia vinculada con la sexualidad, la tierra, la infancia y los orígenes. Retengamos, por el momento, que en medio del ámbito de la noche, irrumpe el recuerdo del día, conectado tal vez con «el insensible joven diurno» de que se nos hablará en otro poema. Lo mismo ocurre en el caso del penúltimo poema del libro, «No hay olvido (Alianza)», donde «olvido» parece representar una situación imposible ante la percepción ubicua y omnipresente de la muerte (la necesidad de olvidar representaría un imperativo de salvación) y, luego, olvido en sentido negativo, como pérdida del recuerdo y de la voluntad de recordar. Obviamente, si atendemos con cuidado a estos casos y evidencias, es claro que el poeta se ha preocupado de deslindar sentidos, establecer diferencias, acuñar sus propios significados en el proceso mismo de configuración del poema, fijando los contextos en que los términos funcionan. En el primer caso, tenemos un joven sin recuerdos que recuerda; en el segundo, un olvido que es imposible y necesario a la vez para la generación y las operaciones del recuerdo. La segunda observación tiene que ver con la cuestión formidable del tiempo. Es casi un cliché partir del célebre apotegma agustiniano en que el autor de las Confesiones formula la paradoja fundamental de toda reflexión sobre la temporalidad: Si nemo..., etc (Libro XI, xiv, 17). Es un cliché, pero no por nada, porque de él partirán, estimulados para reactivar la reflexión y seguir manteniéndola «en vilo» (sic), Bergson, Husserl y Heidegger, entre otros pensadores de no menor envergadura. En nuestro caso, que no busca volar tan alto, es una alusión que me sirve simplemente para mostrar las dificultades prácticas de tener que hablar del tiempo, no sólo en un marco de tiempo, sino sobre todo con la complejidad sutil del tiempo en la poesía y en la lírica. Forma de la sensibilidad e intuición a priori de toda nuestra experiencia real y posible, como quiere Kant, o variable independiente universal (derivada de todas las derivadas, como sugería el soviético Boris Kuznetsov), el tiempo es insoslayable y lo es más aún cuando se trata de la plasmación poética. En las páginas siguientes, que intentan explorar el tema, lo trataré de abordar de una doble manera, como evidencia textual tematizada y como proceso poético que ocurre y tiene lugar en el tiempo. es decir, me apoyaré especialmente en aquellos poemas que, además de que parecen hablar explícitamente del tiempo, nos hacen más sensible el proceso de temporalización en que consiste el poema, ya sea por su forma rítmica, sus contrastes de tiempo, o sus disonancias de velocidad. Se trata entonces, no de agarrar el tiempo por la cola empresa imposible por excelencia, según el Sartre de La náusea sino del canje del tiempo poético con lo prototemporal entendiendo por prototemporalidad el tiempo que nos precede, el tiempo en que estamos insertos, el río heracliteano que agobia y acongoja al poeta y en que el poema se hace carne. Es decir, dado el tiempo objeto (el tiempo cósico, de que habla Husserl, o el tiempo exterior de las mediciones naturales o artificiales: invierno, horas...), ¿cómo se trasmuta en tiempo poético y activa el sentido del recuerdo ante los ojos y oídos del lector?[3].
Empezaré con «Galope muerto», centrándome bastante en él, no por mera arbitrariedad o por la ventaja fácil de tratarse del primer poema del libro, sino porque, justamente por ser el poema que abre las Residencias, nos suministra una visión inaugural de nuestro tema, lo suficientemente explícita como para marcar y articular la experiencia que la obra va a desenvolver. En sus Dilucidaciones sobre la poesía de Holderlin (Dilucidaciones o Aclaraciones: Erláuterungen, las llama el filósofo alemán), Heidegger señala, casi se queja, de que no existan hasta la fecha categorías adecuadas para referirse a los himnos, elegías o lo que sea del gran poeta romántico. «Hasta la hora actual no sabemos en verdad que son los poemas de Holderlin, a pesar de nombres como ‘ Elegía’ o ‘ Himno’»[4]. Mutatis mutandis, tampoco sabemos lo que son, desde un punto de vista histórico-formal (tipológico, podríamos decir), poemas como «Galope muerto» o los «Tres cantos materiales» de la Residencia II. «Uno de los más extraños poemas», califica Alonso al poema inicial, pero en el extenso comentario que le dedica, lleno de valiosas observaciones e indicaciones, no se preocupa en ningún momento por ceñir conceptualmente la forma o tipo a que pertenece. En el caso de los «Tres cantos materiales», ya el mismo poeta da una pista al titularlos así, destacando su importancia, pues la sección en que ellos figuran, la IV, es la única de todo el libro que va encabezada por subtítulo propio. Posiblemente, siguiendo esa huella, el intelectual venezolano Mariano Picón Salas sorprendía, en vena nietzscheana, un «encantamiento y embriaguez dionisiaca» en «Entrada a la madera», lo cual tiene sin duda un efecto perturbador, por el extremo anacronismo que implica. Si bien odas, himnos, incluso elegías cruzan siglos, eras y tiempos sin que su aplicación nos desconcierte, lo dionisiaco nos choca. No hay duda que hay en ellos, sobre todo en «Entrada a la madera» y en «Estatuto del vino» una actitud reverencial, sacrificial, que es posible asociar con el dramatismo del ditirambo. Es decir, que hay una base para la intuición de Picón Salas, sin que la solución de ver en ellos este aspecto dionisiaco sea totalmente satisfactoria. Por otra parte, la misma Mistral, en el gran «Recado» que dedicó a las Residencias captó con hondura que la grandeza de esos poemas respondía a una condición singular, a una forma sui generis creada por el poeta. No les dio nombre, sin embargo. Algo semejante ocurre con «Galope muerto». El poema es eminentemente descriptivo; sería casi épico, si el involucramiento emocional del poeta no fuera tan potente y decisivo. Por decirlo paradójicamente, el poeta narra y canta con toda objetividad desde dentro, desde el interior del caos cuyo espectáculo nos sensibiliza vívida y mortalmente como realidad en constante catástrofe. Descriptivo, épico, el poema es máximamente elegíaco, no en un sentido individual, como los poemas funerales que pueblan intermitentes las páginas del libro («Ausencia de Joaquín», «Alberto Rojas Jiménez viene volando...»), sino como elegía colectiva, cósmica, cósica o cosal. Pero dejemos ya esto que es arduo y probablemente insoluble. El poema es un oleaje que avanza en cuatro o cinco grandes oleadas, de duración muy semejante, casi igual: diez versos, once versos, diez versos de nuevo, una vez más once versos. Cuatro movimientos, por lo tanto, con el último dividido en dos fases, de seis y cinco versos sucesivamente. Esta última zona del poema queda prácticamente aislada, replegándose sobre sí misma. El poema tiene una increíble solidez física, una arquitectura presciente y eficaz, que nos hace admirar, por otra parte, cuán clásico es el verso libre nerudiano, cuánto descansa en simetrías estróficas hábilmente trabajadas. Alonso sitúa el gozne divisorio del poema en «Por eso», porque su criterio depende de una visión conceptual del poema, escindido entre el sinsentido de lo real y la operación de cantar, que él considera en términos demasiado optimistas y hasta triunfales, a mi ver. De acuerdo con él, «el único sentido valedero de la vida y del mundo es el poético» (p. 81). Sea lo que fuere, tiendo a considerar el poema como una sucesión de tres movimientos muy similares, que se quiebran luego y se biparten mediante un expresivo prosismo («ahora bien») para dar paso a un último movimiento, escindido a su vez en dos fases: una fuertemente cuestionante e interrogativa, ampliamente descriptiva a su vez, que luego se aquieta, se arremansa de hecho en un círculo a ras del suelo, en contacto con las fuerzas en plenitud de la vida y de la materia. Caemos, pues, en el poema, para crecer de nuevo, para estar a la espera del crecer que ya se fragua y que escuchamos en el interior de las plantas en que reposa y se apacigua el poema. Este caer y crecer será el ritmo más percutiente de todo el libro, una dualidad de fuerzas antitéticas que lo articulan, dándole una consistencia casi real[5]. Los desenlaces respectivos de cada uno de estos movimientos tienen una orientación cadente, hacia abajo, hacia el plano de la tierra. El primer movimiento finaliza con las ciruelas «que se pudren en el tiempo, infinitamente verdes»; el segundo se cierra con la violencia de la muerte animal: «o la llegada de la muerte a la lengua del buey / que cae a tumbos, guardabajo....» ; y el tercero se centra y concentra en la figura del poeta: «para mí, que entro cantando / como con una espada entre indefensos», donde el poeta se mueve entre cuerpos inermes, invadiendo un espacio que parece estar sembrado de cadáveres. La secuencia posee, entonces, una lógica particular, no difícil de sorprender: fruta o frutos sometidos a la ley de gravedad, que se transforman en tiempo materializado, incorporándose a la duración terrestre; bestia que cae en forma coral, en medio de hombres que gritan y dan muerte al animal; sujeto que recibe casi en forma dativa («para mí») este don o donación terrible que le brindan el tiempo y la muerte como raíz de su canto. Desde las fuerzas materiales de la tierra planeta y elemento a la vez hemos ido entrando en el corazón del poeta («lo que mi corazón pálido no puede abarcar») por un proceso de intususcepción que interioriza y encarna, sin antropomorfizarla, la experiencia del cosmos y los diversos elementos de la naturaleza. Ahora bien y el «ahora bien» viene perfectamente a cuento aquí, pues es casi un eco de lo que Neruda pronuncia es en este momento donde el poeta logra formular una pregunta totalmente articulada. Antes había vacilado, balbuceado, tartamudeado casi: «Es que de dónde, por dónde, en qué orilla?» Alonso, que en su notable análisis comenta este verso calificándolo de «erupción emocional» y que capta bien el matiz de rebeldía contenido en su arranque, no repara sin embargo en una cosa fundamental: esta es la única vez que se menciona el verbo ser a través de una de sus formas más egregias. «Es que...». Gran parte de la extrañeza de este poema, a la cual fue sensible el crítico (ver más arriba), proviene de que «Galope muerto» prescinde absolutamente de toda forma del verbo ser, ya se trate de sus formas impersonales o del conjunto de sus variaciones formales. Hazaña gramatical, sin duda, que contrasta hondamente para aludir a una conexión histórico-literaria llena de sentido con la radical exploración del ser a que se entrega Darío en el poema final de Cantos de vida y esperanza. Si «Lo fatal» es, y lo es en profundidad, una de las más prodigiosas desgramaticalizaciones del verbo ser en la lengua española. «Galope muerto» es su exclusión absoluta. Distancia epocal, ciertamente, y hasta cierto punto también nexo de articulación histórica. «Es que...», al comienzo de Residencia en la tierra, es el magro residuo del ser, una sílaba mínima insignificante y vacía; una astilla, apenas una partícula exclamativa. «Galope muerto» es eso, como título y como experiencia que el poema trasmite: evacuación del ser, la perfecta ecuación de su vacío. Para contrapesar esto y de un modo sintomático se mencionan otros vocablos de gran peso específico: «existiendo», «está hecho» y «hay», que están en el centro y en el ápice del gran movimiento cuestionante e interrogativo al cual aludía. Este movimiento, que parte del balbuceo rebelde ya mencionado, se alza finalmente a un plano reflexivo en estos versos:
Ahora bien, de qué está hecho es surgir de palomas
Es la única vez que en este poema veremos el gesto del vuelo, el movimiento antitético a las leyes de la gravedad; es una de las pocas veces que veremos algo parecido en el libro. Y es que se trata de algo genésico, el punto de partida de la prototemporalidad como el verso indica claramente. Esta dimensión temporal, que cruza y cubre todo el poema a través de un hilo acústico, empezando por las campanadas que abren el poema y el silencioso escuchar de las plantas a flor de tierra, pasando por toda la magna eclosión del sonido en «ese sonido ya tan largo» en el centro del poema, se explicita conceptualmente en la primera estrofa del poema en la contigüidad, casi adyacencia, de los temas acoplados del tiempo y del recuerdo. Todo lo que se destruye y desintegra en la realidad tiene lugar
en el mismo molino de las formas demasiado lejos
La disyunción, expresada con fuerza, al par que acentúa una forma de estructuración muy característica de Neruda en este poema (hay por lo menos tres menciones de una «o» muy eficaz) abunda en todo el libro, y es parte del balbuceo de su voz, del temblor que recorre al sujeto, para quien lo real se presenta como algo disperso y centrífugo. Pero, aquí, en la primera estrofa del poema y del libro, adquiere máxima significación por el doble hecho de distribuir el mundo de las «formas demasiado lejos», coordinándolas y haciéndolas prácticamente equivalentes en las secciones de lo «recordado» y de «no visto». Es un momento crucial del poeta acuñando su vocabulario. Lo que se presenta casi como una clasificación distributiva, crea sentido y simboliza a la vez por el simple contacto y contigüidad de los términos. Muchas interpretaciones son posibles, pero nos quedaremos con la más elemental: en el vector universal del tiempo, hay dos orbes de realidad desde el ángulo del sujeto, la experiencia que mira al pasado y lo que aún no es parte (y a lo mejor nunca será parte) de la experiencia. Énfasis y acentuación del pasado, desconocimiento o negación del futuro, se muestran correlativos aquí en este verso capital. De esto resulta un corolario importante: en la triplicidad de los éxtasis temporales reconocibles, la primacía corresponde en Neruda al recuerdo, que nosotros sólo por abstracción (recuérdense las discusiones fenomenológicas del tiempo en Husserl y Heidegger) vinculamos al pasado. Fijemos un poco las ideas: lo recordado pertenece a las formas demasiado lejos, es distinto y similar (por su lejanía a lo no visto) a una condición fragmentaria, insular, borrosa, que sitúa el recuerdo al borde de lo inexistente. No es tanto su falta de identidad en sentido psicológico, en relación con una dificultad para percibir el curso y la continuidad de la existencia, sino un déficit de cohesión interna, minusvalía en la fidelidad a sí mismo. Impotencia de ser, en suma. El «ente sin recuerdos» de que hablaba en THI, el «joven sin recuerdos» de «Serenata», «el insensible joven diurno» de «Fantasma», todos parecen coincidir en esta lejanía excesiva y exagerada del recuerdo y del recordar. La desontologización que caracteriza al poema en el plano léxico y semántico no es sino el reverso o la contrapartida de esta eclosión de lo temporal con su desgarrada afirmación y desvanecimiento del recuerdo.
Si se trazara un mapa exhaustivo del tema del tiempo y del recuerdo en RT atravesaría de hecho todo el libro, tal es la importancia y la ramificación que adquiere a lo largo de la obra. El resultado sería un homeomorfismo impráctico y disfuncional para el análisis. Vale más, por lo tanto, señalar algunos núcleos relevantes y comentar los que encajan mejor con mi objeto. Además de «Galope muerto», cuya obertura impone el esquema amplio de la visión, habría que señalar los tres grandes poemitas que comenté en otra oportunidad[6], «Madrigal escrito en invierno», «Fantasma» y «Lamento lento», que constituyen de hecho un doloroso divertimento autobiográfico sobre el mismo tema, y el breve par compuesto por «Cantares» y «Trabajo frío», donde se explicita en forma excepcionalmente gráfica el poder del tiempo sobre el sujeto humano y el yo del poeta en singular. Finalmente, desembocamos en una tétrada poderosa, una tetralogía que es una gran variación sobre el tiempo tocada en el doble teclado del recuerdo y del olvido: «El reloj caído en el mar», vasta fantasmagoría de un tiempo inmóvil y paralizado, pero al que en el fondo recorren «corrientes centrales» (su estructuración es semejante, aunque inversa, a la descrita en «Galope muerto»); «Vuelve el otoño», que retoma directamente, reelaborándolas, imágenes introducidas en el primer poema, como si al fin de su libro quisiera profundizar por última vez lo comenzado y entrevisto con anterioridad; «No hay olvido (Sonata)», sonata del tiempo destructor por antonomasia; y, en el desenlace del texto, desembocando ya en el extremo de la prototemporalidad, la gran canción final de «Josie Bliss». Cuatro movimientos, una vez más, en que el libro va entrando en aguas que lo desbordan, en el mundo que trató de conjurar. Diremos unas cuantas cosas sobre cada uno de ellos, para tratar de definir su función en el delta del libro. Poema chocante «El reloj caído en el mar», por lo menos que siempre me ha chocado; chocante en sentido literal, en la medida que se basa en la unión de dos planos heterogéneos, el técnico y artificial del reloj y otro natural, inconmensurable, el del mar. En esto, resalta su diferencia con uno de sus congéneres, «El sur del océano», pues aquí la catástrofe es natural, es un vasto naufragio colectivo, cuyas dimensiones históricas no pueden escapar al lector. Acá, en cambio, es el puro caer del tiempo, el puro crecer del tiempo, en el plexo metálico y mecánico del reloj. ¿Influjo de Dalí, inspiración del pintor tan cercano a la generación del 27? Afinidad en todo caso, porque así como en algunos cuadros de esa época hallamos en el español objetos-recuerdos como restos sobre la playa y las orillas del mar, en Neruda tenemos objetos-tiempo, una objetividad potentemene y patéticamente temporalizada. Superficie plástica y cromática, en uno; materialidad verbal y rítmica en el otro. «Vuelve el otoño», poema que sigue, retoma imágenes y núcleos ya muy presentes en «Galope muerto» como si el poeta, cerca del fin de su gran viaje residenciario, quisiera ampliar y profundizar la visión inicial: galope, caballo, frutas hundidas en la tierra, etc., que virtualmente entretejen una relación intertextual con el primer poema, el que deviene explícitamente su correlato imaginario. «No hay olvido (Sonata)», lo dice todo desde su mismo título y se abre con la fórmula más abarcadora de la metafísica del tiempo de las Residencias, el «Sucede» con que se había iniciado también «Walking around»: «Sucede que me canso de ser hombre», decía aquí; acá, «Si me preguntáis en dónde he estado / debo decir ‘Sucede’». Metafísica del tiempo y antropología residenciarias coinciden así en el plexo de la sucesividad. Por último, «Josie Bliss», reactivando el impulso autobiográfico anterior, pero superándolo en definitiva, cierra el libro con la eclosión del recuerdo, más allá de las fuerzas del olvido y de la mortal espada de lo sucesivo. «Josie Bliss» arranca también de la tecnología del recuerdo, del «color azul de exterminadas fotografías». En un esfuerzo de intenso mimetismo, el poema da fluidez a los recuerdos, «echa a andar el tiempo» allí paralizado. Contraste, entonces, con «Un reloj caído en el mar»; y contraste también y sobre todo con «No hay olvido...», en la medida en que la gran imagen fluvial, negativa en este caso («el río que durando se destruye», se decía allí), se invierte ahora, dando paso al «color que el río cava golpeándose en la arena», donde su sentido creador, fundante, se empieza a asociar con el doble principio del agua y de la tierra y con el color del cielo[7]. Lo decisivo, sin embargo, es esto: el anhelo del recuerdo está ligado a la memoria fundamental de la tierra, al renacer de la primavera, con las mismas imágenes arcaicas y medievales y de toda edad: «Que vestido, que primavera cruza...?» Con ello, la temporalidad deja de situar el recuerdo en un pasado personal y lo vincula al diálogo y pareja de la tierra con el sol. Es decir, al eje capital de nuestra «residencia en la tierra». No es la menor paradoja de este libro impar que, alimentado de miserias singulares (ausencias, exilio, incomunicación, miseria a secas) elabore una máxima desantropomorfización del recuerdo, lo erradique de la intimidad del ser humano de una vida privada... de vida y lo implante en la más abierta exterioridad, la de la tierra en su viaje solar y nocturno. [1] Cf. Félix Martínez Bonati: La concepción del lenguaje en la filosofía de Husserl, Santiago, Ediciones de los AUCH, 1960. [2] Lavoisier, Tratité élémentaire de chimie, Oeuvres, I (Paris, Imprimerie Imperiale), p. 1 del «Discours preliminaire». (La frase es de Condillac). [3] Spitzer anota bien que tanto en san Agustín como en Bergson el ejemplo del poema está entre las imágenes preferidas para sensibilizar el tiempo o la duree. (Ver Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, 2ª.ed., 1961, p. 15). Creo que en Bergson abunda más la de la melodía, sin embargo. [4] Heidegger: Erlauterungen zu Hólderlins Dichtung. Frankfurt a.M., Klostermann, 1981, pp. 7 y 194. [5] El contraste entre caer y crecer se reitera significativamente a través de toda RT y se da en poemas clave de la obra. [6] Ponencia de Madrid (abril, 2004). [7] La imagen está muy lejos, por cierto, de la apertura fluvial del Canto general, pero tiene ya, con todas sus diferencias, un aire de familia.
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