Literatura y trinchera


Francisco Rivas Larraín


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Las trincheras podrían definirse como lugares inhóspitos.

Sin duda esta palabra no las comprende en su totalidad, es benévola con relación a su verdadera naturaleza, pero de alguna manera sirve para acercarse conceptualmente a lo que son.

Las trincheras, que son tan antiguas como el ser humano: pueden descubrirse incluso en las pinturas rupestres que datan de la última glaciación, tuvieron un objetivo. Y ése ha sido el defenderse, el protegerse, el tratar de sobrevivir aún en condiciones de dura brutalidad. Y también el de atacar, sorprender al enemigo, disuadirlo.

Las trincheras pueden ser frías, muy frías o calurosas, ardientes; en ellas se pasa hambre, se tiene miedo, en ellas asolan las enfermedades y las carencias y no pocas veces la locura y la muerte.

Es un encierro al aire libre, o en oscuros túneles subterráneos que pueden perforar el territorio de todo un país. Tratar de salir durante los combates equivale a una condena a muerte, ejecutada por el enemigo o por los mismos con quienes, allí, se comparten los más desgarradores sufrimientos. En un caso por audacia, en el otro por traición.

En las trincheras se pueden forjar amistades indeclinables, lealtades imperecederas y en ellas se puede ser testigo de brutales traiciones.

En estas zanjas del terror se manifiestan los heroísmos más sublimes y las más arteras cobardías.

En ocasiones vivir en una trinchera es una forma de existencia donde se comparte y se mezquina, se regala y se roba. Se aplaude y se envidia. Y con frecuencia si un atrincherado sobrevive, es condecorado y recibe los honores de rigor, es probable que se olvide y desprecie a los que no fueron reconocidos, a los que lucharon con la misma eficiencia pero que sobrevivieron en silencio.

En las trincheras se desarrollan las más extrañas formas de convivencia humana.

Todos son combatientes, pero hay algunos más aventajados que otros. Que logran ubicarse en barricadas o almenas inexpugnables para evitar ser heridos, que halagan a los que dirigen la contienda y son destacados por ellos muy por encima de los demás. Son los que reciben galardones por sus acciones y obras y los que obtienen prebendas y regalías.

Las trincheras han evolucionado con el tiempo: su forma, su distribución, su orientación, sus fortificaciones, su sentido estratégico, pero esos cambios han sido más profundos y vertiginosos que la propia existencia en una de ellas.

No fueron iguales las regueras cavadas por los cartagineses para defenderse de la invasión romana en la segunda guerra púnica, a los surcos abiertos por los tercios españoles en el sitio de Breda en 1625. Diferían las trincheras diseñadas por los guerreros maoríes en las luchas contra las fuerzas británicas y coloniales de aquellas preparadas por las tropas francesas de Verdún durante la primera guerra mundial.

La tecnología ha modificado esta clase de enfrentamiento. Con la utilización de las flechas de largo alcance, de las catapultas, de los mosquetes y otras armas de fuego más sofisticadas y poderosas como la ametralladora y la artillería, la formulación y el objetivo de las trincheras fue cambiando. Y aunque se pueda creer que ellas, por el efecto de los avances de los instrumentos de la guerra, podrían haber desaparecido en las tácticas contemporáneas, no ha sido así.  Como en sus tiempos de máximo apogeo, las vimos reaparecer en la segunda guerra mundial, la guerra fría, en la lucha en Viet Nam y en las invasiones de Afganistán y de Irak.

Esto, no obstante, es relevante para los estudiosos de las tácticas de la guerra.

Lo que ha cambiado poco, si no nada, son los efectos que el paso por esas trincheras provoca en la naturaleza y en la conducta humana.

En las trincheras, por fugaz que sea su existencia, existe el caldo de cultivo para crear hermandades, sociedades con o sin vasos comunicantes entre ellas, para fomentar complicidades o concebir conspiraciones.

Y a la vez ellas estimulan la soledad, la indiferencia y el desafecto. En las trincheras pueden exacerbarse virtudes y vicios, pueden coexistir como en lugar alguno la bondad y la maldad. Ahí pueden ocurrir hechos sublimes y también de la mayor ruindad. En ellas se comprueba hasta dónde puede llegar la generosidad, el coraje y la abnegación, y también constatar que la vileza y la abyección no tienen límite.

Se acentúan las diferencias individuales y colectivas y en esos espacios reducidos, que un día pueden ser lodazales helados, malolientes e insalubres y mañana surcos polvorientos e incandescentes, esos sitios donde debiera primar la solidaridad, el compañerismo, el sacrificio, se vuelven espacios de agresión y luchas intestinas.

Para quienes han participado en una guerra de trincheras esta nunca termina. Aunque los bandos en conflicto sellen la paz, quienes allí estuvieron vivirán las consecuencias para siempre.

Prevalece la arrogancia en los que sobreviven indemnes, valorados y ascendidos, muchas veces sin mérito alguno, destilando desprecio hacia a los que lo nunca son aplaudidos. Estos deberán subsistir marginados y empobrecidos, aunque sus méritos sean incomparablemente mayores con relación a quienes, muchas veces gracias al vasallaje frente a los señores de la guerra y la servidumbre ante los poderes, emergen como los grandes triunfadores.

No es menos cierto que los desplazados crían envidia y manifiestan expreso desprecio, provocado por ella, contra los que se han situado en alturas de privilegio, en ocasiones sin razón objetiva que la sustente.

Ambas situaciones se originan en la convivencia insana en las trincheras, donde en un principio todos parecen iguales, todos reciben las mismas armas y la misma cantidad de municiones, cuando todos son iguales.

Es en el desarrollo de las primeras escaramuzas cuando empiezan a decantar las diferencias, espontáneas o provocadas, que se profundizarán paulatinamente. Y será después, cuando la uniformidad que obligadamente se da en los inicios de la vida en esas cloacas se difumine, germinarán, crecerán y se reproducirán las perversiones allí incubadas como árboles de mala muerte.

Los guerreros ya no se mirarán a la cara, buscarán la destrucción mutua, descalificarán medallas y galardones recibidos por el otro y se erigirán, cada uno, como los mayores exponentes de las batallas que emprendieran.

Las virtudes y la sonoridad alcanzada por de cada uno de ellos no será nunca o casi nunca reconocida por el otro ni en el otro; intentarán aniquilarse arrojándose mutuamente metrallas tan mortíferas como la que toleraron en las trincheras. Ese patético enfrentamiento provocará la decepción de sus contemporáneos, de sus compatriotas y su malsana y pública hostilidad será impugnada y creará hastío con el consiguiente perjuicio para los valores de su generación.

Aunque desconocidas, en Chile también hubo guerra de trincheras. En la Colonia, en la Patria Vieja, en la Reconquista y en la guerra del Pacífico. También las hubo en septiembre de 1973, durante toda la dictadura y todavía persisten.

La vida durante la permanencia en las trincheras, en verdad, no parece ser muy distinta a la que hoy toleramos en este mundo globalizado. Podríamos afirmar que nuestro planeta y nuestras naciones son enormes trincheras manipuladas por los usureros del dinero y los traficantes de la guerra.

Las calles de nuestras ciudades modernas, los túneles de los ferrocarriles metropolitanos, los grandes edificios urbanos, los centros comerciales vienen a ser las zanjas, los socavones, los refugios, los polvorines y las armerías de las trincheras. Y en aquéllas así como en éstas, apreciamos las conductas que los historiadores nos enseñaron a reconocer como atributivas de las y los combatientes de las trincheras.

Deduciríamos, pues que nuestro transcurrir es similar a la que experimentaron cientos de miles de soldados en esos laberintos de barro. Y que lo que en ellas era habitual, también lo es en nuestra cotidianidad.

Lo que entonces sucedía en esos sitios malditos, ocurría y ocurre hoy en nuestra sociedad.

Y si tenemos una mirada minimalista podremos asimilar las trincheras con la literatura y a los escritores y escritoras con quienes allí contendieron. Por lo menos en Chile, aunque estoy convencido de que es un fenómeno universal.

Es sabido que con una frecuencia abrumadora el oficio de escritor no alcanza para vivir. Parece que nunca ha alcanzando.

Los escritores, en general, sobreviven con dificultad, pasan frío y hambre y viven bajo un asedio constante, culpados por haber asumido una vocación inútil. Los numerosos narradores y poetas, mujeres y hombres, cuya existencia es desconocida, excepto para unos pocos, viven enterrados en el pantano de sus deudas, humillados por los editores, desplazados por la sociedad. Buscan agruparse con sus iguales, como los soldados marginados de las trincheras, para compartir lo que no tienen, para festejar sus logros menores, para defenderse de las agresiones de una sociedad sorda a la cultura y a la inteligencia.

En estos cenáculos se ha sabido de acciones de extraordinario valor y de inexplicable generosidad, pero también hechos deleznables y maniobras oportunistas, instigadas por los dueños de la comunicación y el dinero. Así reclutan a individuos de dudosa moral, los que se venden por una ración más abundante del rancho a cambio de publicidad y nombre.

De las trincheras de la literatura es muy difícil salir, es más simple desertar. Y la deserción es producto del miedo a la miseria, al anonimato, a la soledad, a la postergación y a la melancolía.

No se escabulle el mejor ni el más fuerte, sino el cobarde y el débil; no delata ni traiciona el que cree por lo que lucha, sino el que no ve en la batalla una alternativa de triunfo sino de ruina.

Desertar es traicionar, el desertor es el verdugo de sus camaradas.

También hay quienes creen que nunca han estado en las trincheras y que su talento ha sido revelado en campiñas primaverales, en días de sol destinados a iluminar sus éxitos. El éxito le borra la memoria. Niegan su vida en las zanjas pues les recuerda el arrojo y el talento de sus compañeras y compañeros del que siempre carecieron.

Eso los obliga a escudarse en la soberbia y en la indiferencia hacia quienes fueron sus iguales. La vergüenza les impide reconocer el valor de sus pares: eso atenta contra su boato y pretendida excelencia.

El espacio entre unos y otros es abismal.

Referidos ya a la literatura señalaremos que la guerra de trincheras que se libra en una época determinada se vincula indisolublemente a la política. Como cualquier enfrentamiento.

La cultura tiene ritmos distintos, formas de expresiones disímiles según sea el régimen político donde se desenvuelve. Si es posible que lo haga.

Durante una dictadura abandonar las trincheras culturales significa o abandonar la lucha, lo que en ocasiones está plenamente justificado o enfrentar directamente al poder usurpador, audacia que puede devenir en un suicido.

Un Estado represivo no permite el disenso en ninguna de sus formas y no discrimina en sus métodos represivos. Tortura, mata o hace desaparecer al guerrillero, al adversario político o al poeta, al dramaturgo o al pintor, lo importante es deshacerse de ellas y ellos.

Las trincheras literarias, en esas épocas, están llenas de mujeres y hombres dispuestos a resistir en esos medios precarios, arriesgando mucho más que sus cuartillas, sus lienzos o sus pentagramas, esperanzados en salir algún día de ellas, al momento en que se recupere la democracia.

Pero no todos emergen de los surcos que fueron abiertos para protegerse de la brutalidad dictatorial.

Los espacios culturales no se abren con tanta prisa, la democracia restaurada no se sensibiliza con la rapidez esperada, los medios de comunicación no renuevan ni a los que fueron los rostros de la mentira y del terror.

Por otra parte la gente, la que vota en las calles, no se entusiasma con lo nuevo que se les ofrece, adictos a la entretención mediocre y pegajosa de las dictaduras o a la autorizada, medianamente censurada y desabrida literatura.

Al recuperar los ámbitos democráticos hay que reprimir el entusiasmo. Hay que esperar o regresar a las trincheras, reorganizarse para dar una lucha distinta, con menos riesgos, pero sin mayores oportunidades.

El retorno a un Estado de derecho, hoy, no garantiza la vuelta de la cultura. Permite las libertades individuales y colectivas y hasta cierto punto la libre circulación de libros y revistas y las expresiones culturales que no atenten contra el modelo globalizador. Se abren espacios culturales pero son utilizados como en locales donde se exponen automóviles o se organizan congresos de dermatología. Se crean horarios televisivos con pretendidos contenidos culturales, en los cuales se entrevistan personajes foráneos y aburridos, se instituyen oficinas y ministerios culturales, feudos para unos pocos privilegiados,  escollera para los demás.

Democracia no es sinónimo de cultura ni de educación, menos aún en este siglo y en nuestras naciones.

No es posible impregnar de cultura a un pueblo devastado por el vacío educacional de una dictadura, no se pueden llenar esos acantilados sin levantar los niveles de educación. Nada se obtiene con crear bibliotecas si no hay estímulo a la lectura o si los jóvenes con dificultad  no entienden lo que leen, poco en representar obras de teatro si los intereses visuales están capturados por la basura de las telenovelas y la farándula televisiva.

La cultura, pues es secundaria, puede ser postergada, así como todas sus expresiones. El desarrollo de la cultura puede ser simultánea al mejoramiento de la educación, pero nunca previa a ella. La cultura sin educación es un tren sin rieles: tiene destino incierto y terminará descarrilado.

El más grande agravio que puede hacérsele a un pueblo es eludir el compromiso con la educación y la cultura. Ello sucede por intención u omisión, pero los resultados son similares.

Una breve digresión sobre mi país: creímos que éramos un país culto, educado. Que lo certificaban dos premios Nóbel, pintores, dramaturgos, músicos e intérpretes de categoría universal un magisterio lúcido y respetado, una gran editorial estatal, un alto nivel de lectura. Tengo la impresión que no era así.

Que nos acercábamos a un país de alto nivel educacional, pero la realidad nos hizo saber que estábamos lejos. Quizás ni el más culto y educado de los pueblos hubiese podido detener un golpe de Estado como el ocurrido en Chile, apoyado por las fuerzas más poderosas del planeta. Sin embargo si nuestro pueblo hubiese tenido altos niveles de educación y cultura, al término de la dictadura se hubiese recuperado con rapidez.

La oscuridad educacional y cultural impuesta por el régimen militar penetró hasta los abismos más recónditos del alma nacional, la que era más permeable que lo que imaginamos. Esa penumbra aún permanece; no fue iluminada por los gobiernos progresistas posteriores, que sólo administraron y profundizaron el modelo heredado.

¿Qué destino tiene un pueblo administrado, pero no gobernado?

Las escritoras y escritores, pintoras y pintores, dramaturgos, músicos, se ven confinados a continuar luchando en sus trincheras.

Algunos de ellos se asoman y llaman la atención. Hacen gestos desesperados para que los escuchen. Por conveniencia son convocados a la televisión donde ofician de payasos de la divulgación cultural, otros revelan su pasado revolucionario y se revuelcan en la autocrítica para ser considerados. Son los rescatados de las fauces de las trincheras y son elevados al Olimpo de la cultura y de las letras nacionales, con el compromiso de renegar de sus ideas y de su historia personal. Sin duda son individuos de extrema fragilidad ideológica, deslumbrados por el consumo y por la cercanía con el poder.

Hay méritos que no pueden soslayarse pero que sólo se aceptan de manera póstuma. Cassígoli, Couve, Wacquez, Bolaño. Ellos murieron en las trincheras del exilio interior o exterior.

Rechazados en vida en su propia patria, han sido reivindicados por los historiadores de la literatura. Son pocos, pero quizás más que suficientes para hacer enfermar de rencor a los que pretenden sin méritos, con arranques de populismo unas veces y de espurios reconocimientos otras, la corona de olivos.

Hay otros más valiosos que se mantienen en el tremedal de sus principios, en digno silencio, en vigorosa resistencia.