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Las raíces de la escritura |
Cuando se habla de las raíces de la escritura, creo que se puede pensar al menos en tres dimensiones semánticas: a) aquel espacio textual donde se pueden situar las primeras manifestaciones de una discursividad, ahí donde se pueden constatar los gérmenes del trabajo creativo —en cuyo caso se puede recurrir a los más antiguos documentos de archivo, si éstos existen—; b) aquel espacio literario y/o cultural que constituye la ascendencia de una escritura, las fuentes de donde bebió la pluma del escritor y que le han permitido graduar y modular su propia voz; c) el principio, el motivo o la causa —“moral” como dice el diccionario de la Real Academia— de la actividad de escritura; esto es, y en definitiva, la o las respuesta(s) a la consabida pregunta ¿porqué escribe usted? Es, claro está, esta última en la que nos interesa adentrarnos. Situados en una perspectiva muy general, sabemos que existen múltiples encuestas y entrevistas que han dado a conocer toda una serie de declaraciones de conocidos cultivadores de las letras en este sentido, afirmaciones algunas muy serias y programáticas, otras socarronas y burlonas,. Así, podemos recordar que Gabriel García Márquez ha afirmado más de una vez que escribe “Para que [sus] amigos [lo] quieran más” o que Jorge Amado lo hace, por una parte “para responder a una necesidad interior, a una vocación invencible”, y también “para ser leído, para tener influencia sobre la gente y, de este modo, contribuir a modificar la realidad de mi país creando para el pueblo que sufre la perspectiva de una vida mejor”. No he consultado a Francisco Rivas a propósito de la razón o las razones que motivaron, motivan o estarían motivando su escritura. De modo que lo que viene a continuación no es más que el resultado de algunas elucubraciones ligadas con la experiencia de la lectura, de mi lectura, y como tal deben ser recibidas y calibradas, teniendo plena conciencia, por lo demás, de que los puntos de vista de un escritor y los de un lector pueden diferir notablemente. Entonces, asumiendo el riesgo, e incluso su certeza, de un empobrecimiento de las redes significativas del universo narrativo de nuestro autor —de su densa, intensa y extensa trayectoria productiva— en esta ocasión me he propuesto leer y privilegiar esta modalidad perceptiva del mundo a partir de esta problemática de las raíces de la escritura, de su escritura, de un origen que localizo en la “ausencia” —también, y concomitantemente, en la búsqueda de lo ausente o desconocido—, relacionándola con dos temas fundamentales: la historia y la imaginación. Se trata de una ausencia que, en este caso, aparece declinada en varios niveles, en variadas versiones y modalidades, como la temática, la retórica y la poética, y con todas las experiencias que la acompañan o que puede traer (o arrastrar) consigo, esto es, y por ejemplo, el sentimiento de la pérdida, de la falta, de la carencia, y de la espera; la percepción del vacío, del silencio y la incomprensión, la presencia del enigma, del desconocimiento, del desarraigo y de la alienación. De hecho, y más bien anecdóticamente, aunque la anécdota también puede ser docta, nuestro interés por la presencia de la ausencia en la obra de Francisco Rivas proviene, como resulta evidente, del título de la más reciente novela publicada por el autor, y de la cual ya se ha hablado muy pertinentemente aquí. Me refiero a El fabricante de ausencias (Santiago de Chile, Planeta, 2009). En nuestra lectura, ausencia es también presencia, una presencia latente, virtual, soterrada, querida, requerida. La ausencia sólo se manifiesta y se pone en evidencia en relación con una presencia que fue o que puede llegar a ser. Es entonces a este movimiento, a esta tensión que recorre muchas de las páginas de la producción literaria de Francisco Rivas y a algunas de sus manifestaciones vinculadas con la historia y la imaginación a las que nos referiremos muy someramente en las líneas —o minutos— que siguen. Sin duda podría parecer paradójico, aunque hoy ya no tanto, el hecho de convocar al unísono estos dos términos que, a primera vista y desde una consideración científica o, al menos, relativamente objetiva, no resultan totalmente conciliables. Aunque desde una perspectiva fenomenológica, nos encontramos con la aporía de que la presencia en la cual parece consistir la representación del pasado es la de una imagen, lo cierto es que no podemos descartar que de hecho existen dos intencionalidades distintas: la de la imaginación por una parte, orientada hacia lo que podría llamarse la ficción, lo fantástico, lo irreal, lo eventual, lo utópico; la de la historia o del discurso historiográfico, por otra, orientada hacia una reconstitución fiel de lo recordado, hacia la realidad anterior, en la medida en que la anterioridad constituye la marca temporal por excelencia de la cosa recordada, de lo recordado en cuanto tal. Pero, como sabemos, la paradoja se atenúa si nos instalamos en el ámbito del proceso de ficcionalización de la historia y los particulares rasgos que éste presenta, desarrolla y consolida en las letras continentales durante el curso de las últimas décadas. Precisamente, una de las marcas más evidentes de la relectura crítica y desmitificadora del pasado, concretada en estos textos que algunos críticos han denominado “nuevas novelas históricas”, es el intento de recuperación de los silencios o de los lados ocultos de la historia. Es de todos conocido que, junto con reprobar el discurso histórico tradicional, estos textos intentan suplir las carencias, recuperar la memoria y la historia silenciadas, la Historia ausente. Para ello, en múltiples casos, los textos que tematizan la historia emiten versiones inéditas de sucesos o personajes que han marcado la evolución del continente. En la obra de Francisco Rivas Larraín gracias a las modalidades y perspectivas de ficcionalización trazadas en Martes tristes (1983), Los mapas secretos de América Latina (1984), El informe Mancini (1982), Todos los días un circo (1988), Diez noches de conjura (1991), La historia extraviada (1997) o El pulmón del general (2000), por ejemplo, se proponen singulares vías de aproximación para ingresar en capítulos desconocidos, sombríos, inacabados o virtuales de la Historia reciente o pretérita, para realizar un recorrido por sus, a veces, insólitos intersticios. De hecho, en el marco del contexto de la narrativa de representación de la Historia, la singularidad de la obra de Francisco Rivas proviene de la presencia sostenida de una orientación atópica, para cuya configuración su escritura se sustenta en una reconocible perspectiva ético-narrativa, en una sólida y extensa red simbólica, en una conjunción de elementos alegóricos, en un haz de intertextualidades, en un conjunto de personajes emblemáticos y en intrigas que se construyen en torno a una fuerte dosis de referencialidad e invención, intrigas cuyo eje está constituido por la ausencia, la búsqueda y el movimiento. Desde un punto de vista diegético, las ficciones de Francisco Rivas cubren un amplio espectro temporal, tanto de la historia chilena (el descubrimiento por Almagro, la colonización, la guerra del Pacífico, la dictadura de Pinochet) como latinoamericana (el período del llamado “descubrimiento”) e incluso mundial. Numerosas son las alusiones (y apariciones) a personajes de confirmada existencia y participación, mayor o menor, en el devenir de este país y del continente (Colón, los Reyes Católicos, Ahuizotl, Torquemada, Balmaceda, Salvador Allende, Manuel Contreras, entre otros). Pero los verdaderos protagonistas de los textos narrativos son personajes que no gozan de una reputación histórica. Son aquellos, olvidados o muchas veces anónimos, más bien símbolos que retratos, los cuales se oponen a las fuerzas de la arbitrariedad y intentan poner en evidencia la mentira y adulteraciones de los discursos oficiales: Jacinto González, el vendedor de globos terráqueos, y Jesús Mancini, en El informe Mancini; Ramón Gracia, el fundador de Ricaventura en Martes tristes; el editorialista de Los mapas secretos de América Latina; Bernardo, el adolescente de Todos los días un circo; Lal, el embajador azteca en La Historia extraviada, por ejemplo. Son personajes distintos, diferentes, marginados o marginales, personajes que por circunstancias azarosas u obligaciones contextuales, que teniendo conciencia de la carencia, del vacío, se lanzan en una misión de indagación, de aprendizaje y de exploración. Son figuras que defienden valores humanísticos, empecinadas en una tarea investigativa, comprometidas en el descubrimiento de aquello que se desconoce, que se enmascara, que todavía no existe pero que se considera necesario o esencial. La característica central es un constante afán de búsqueda de múltiples aristas: búsqueda de verdades ocultas u ocultadas, búsqueda de mejores condiciones de existencia para la comunidad, búsqueda de sentidos para una existencia azarosa y problemática. Otras particularidades destacadas de la obra de Francisco Rivas, se relacionan con la capacidad de fabular la historia, de inventarla, de dar a conocer lo que pudo haber sido, aquello que en algún lugar hemos llamado la historia hipotética. También se pueden destacar en estas construcciones la perspectiva narrativa que otorga un papel protagónico a la oralidad y a la puesta en escena de la acción de narrar, de contar un cuento, de contar una historia y, concomitantemente, al lugar destacado o, mejor dicho fundamental, que se le atribuye al documento escrito. La representación de la Historia efectuada a través de estos textos se interesa por une revisión de un pasado, pretérito o reciente, conocido y documentado pero en cuyo seno se introducen las variantes de lo que pudo haber ocurrido. Se suscita así una disonancia cognoscitiva: lo acaecido se convierte en probable y lo imaginario nutre lo sabido y consabido. Así, en El informe Mancini se plantea y se muestra la constitución de una revuelta masiva contra el régimen dictatorial, el alzamiento de guarniciones y la instauración de un Consejo Insurreccional en Antofagasta, capital rebelde. Se inicia así una guerra civil, con posterioridad se dan a conocer los proyectos de los golpistas, lo que finalmente va a conducir a la caída del gobernante: “al ser publicados los Cuadernos, se desbarató el plan Terra Nostra y el general huyó a la Patagonia argentina en el crucero Von Schröeders, abandonando en forma definitiva la lucha” (p. 15). En Todos los días un circo la insurrección y la guerra civil en el Chile de los ochenta es igualmente evocada desde la introducción del relato: “Al inicio de la guerra civil en nuestro país, dos fuerzas se opusieron al general. Después de una década de dictadura y de varios años de Desobediencia Civil, un sector de las fuerzas armadas se subleva en Antofagasta, mil kilómetros al norte de Santiago y se conforma lo que se llamó el Consejo Insurreccional. El país queda así dividido en dos. Simultáneamente surge un movimiento de guerrillas, rurales y urbanas comandadas por Jacinto González a quien se le conoce como el Vendedor de Globos Terráqueos” (p. 9); y el general aquí no huye sino que es objeto de un enigmático atentado en la última función del circo: “El general tampoco se movía, recostado sobre la barandilla de bronce. Una gran caverna violácea le ahuecaba la espalda, tenía la piel transparente y ni una sola gota de su sangre ensuciaba el aserrín del piso. El general, también, estaba absolutamente muerto” (p. 406). Historia, historia imaginada e imaginación se compenetran. En Los mapas secretos de América Latina el protagonista nos da testimonio de su intervención en un atentado de golpe militar fomentado por la organización MAPA, que aspira a mantener permanente un inescrupuloso sistema de poder autoritario y de expoliación económica. En una nota introductoria se indica que se reproduce ahí un episodio de la historia que está por escribirse y de la cual los protagonistas son aquellos ciudadanos anónimos que se esforzaron “para impedir la perpetuación de la tiranía o su reemplazo por un régimen peor”. En espera de mejores tiempos, hay que contentarse con “lo que parece ficción sin serlo. Porque también tiene valor testimonial” (p.9). La novela se organiza en dos líneas narrativas paralelas: una, la trama de la vida del narrador, el editor que narra sus aventuras; la otra, la sucesión de documentos que recibe de su amigo Bautista. Mientras la primero presenta hechos “reales” dentro de la ficción, los segundos son informes provenientes de un “Diccionario Biográfico de la Represión” y de otras fuentes computarizadas. Con estos informes se asume un discurso de supuesta objetividad —con fechas, lugares, biografía, formato estándar— que se corrompe con préstamos de otras formas discursivas —citas de escritores babilónicos ficticios, elementos fantásticos y extraños, cuento dentro del cuento, Borges, García Márquez—. Los dos niveles aparecen intercalados de manera que ambos se interrumpen mutuamente. Las narraciones se van mezclando hasta que los personajes de un nivel van entrando al otro: Bautista se convierte en personaje de su propio documento y los personajes de MAPA irrumpen en la aventura del editor, de modo que es imposible separar las dos realidades. En las narraciones de Francisco Rivas, la Historia, que adquiere dimensiones compensatorias y que insiste en lo que pudo haber sucedido, propone así al lector un conjunto de interrogaciones, de hipótesis, de explicaciones que no se presentan como definitivas sino que, al menos, sirven de elemento catalizador para la conciencia colectiva. El lector se convierte a su vez en una mente que investiga, que busca, que sacude los moldes de su inercia y de su acomodo. Al mismo tiempo, la Historia se tiñe con una dimensión colectiva, épica y asume un movimiento de transformación constante. Es que la narración de los textos de Francisco Rivas también se compone por relatos hechos por un bardo, un cantor épico experimentado y digno de fe, o por testigos cercanos de los sucesos, relatos que a su vez serán repetidos y transmitidos oralmente por sus auditores, auditores que a su vez interrogan y se interrogan sobre la ejemplaridad de los hechos narrados y las analogías entre esas historias y el mundo circundante. Paradigmáticas son, en este sentido, las múltiples narraciones propuestas por Bilardo en Todos los días un circo, o la narración hecha por Poletl en La historia extraviada; también las historias que cuenta en sus clases profesor Castellón Pomponazzi de la novela inédita La trampa de Aristóteles. Y, junto con la preeminencia de la oralidad, se destaca, como se ha insinuado, el valor del documento escrito. Es el elemento fundamental de la búsqueda, evidentemente de difícil acceso y que necesita una clave para una lectura adecuada. La búsqueda de documentos, de pruebas, de informaciones resulta capital en una confrontación permanente entre las fuerzas del bien y del mal. El documento puede adquirir diversas concreciones o formas: un mapa, un manuscrito, una monografía, un libro, una piedra grabada o una lista, como en Diez noches de conjura. En todo caso, en su mayoría y cualquiera que sea el documento, los personajes difícilmente se encuentran o se relacionan con el original, sino con una copia o con copias de ese original prácticamente inhallable o desaparecido, es decir, ausente. Objeto fundamental de la búsqueda, el manuscrito debe ser preservado y transmitido, tanto más cuanto que constituye un punto de anclaje, contiene secretos, proporciona informaciones que a su vez deben ser profundizadas y completadas. El documento, se configura así como un doble de la información oral, del mismo modo como los propios textos de Francisco Rivas se convierten en documentos cuyos lectores están invitados a descodificar y completar, a través una búsqueda similar a la realizada por los personajes de la ficción. De hecho, la narrativa de Francisco Rivas parece caracterizarse por una reiterada emergencia de esa sensación y esa experiencia del movimiento, de la inestabilidad y de la ausencia —con personajes en cierta medida exiliados, peregrinos, personajes emigrantes y migrantes, marginados y marginales, diferentes, incomprendidos cuando no difíciles de comprender; motivo de búsqueda de lo que no se conoce, de lo que no se posee, por ejemplo—; también por la dificultad o la imposibilidad del emplazamiento, por la generación y regeneración del desplazamiento. Son textos que instauran un vaivén, un viaje constante hacia otros textos, que proponen idas y regresos entre el mito y la historia, traslaciones entre la oralidad y la escritura, tránsitos entre la subjetividad individual y la intersubjetividad social, y que en ese transitar proponen una ética poética, un mundo que es grito y reflexión, memoria, experiencia, conciencia y huella, un mundo vislumbrado por los discursos, pero siempre inagotable e inasible, un mundo que acoge las palabras y el silencio. Todo lo cual conduce a la problematización del texto considerado en cuanto texto origen, sacralizado e invariable, y a su reemplazo por una concepción en la éste es desarrollo y proceso, movimiento, desplazamiento, suplencia de vacíos, presencia de lo ausente. Si la ausencia emerge en un primer estrato directamente vinculada con la experiencia de la pérdida en el nivel material —una pérdida cuya manifestación más tangible puede ser la desaparición y la muerte de la persona—, también la ausencia se despliega en una modalidad poética. Parece indudable que, ya desde temprano, los narradores de Francisco Rivas tienen conciencia del valor de las palabras y del relato. Son estas palabras las que permiten actualizar lo ya ido, rememorar aquello que sin ellas se perdería en las profundidades de lo ignoto y, además, llenar los vacíos gracias al despliegue de la invención, de la imaginación. Por lo dicho anteriormente puede con facilidad reiterarse que la narrativa de Francisco Rivas puede ser caracterizada como un gran texto configurado por el vacío (la pérdida del original, de los valores positivos, de un territorio) y por la búsqueda; por la conciencia de la ausencia y por la asunción y, también la certeza, de la posibilidad de encontrar una presencia, de vislumbrar una existencia en la realidad de la imaginación, en la palabra fabuladora, en un espacio simbólico, donde todo lo imposible, lo que pudo haber sido, todo lo que no puede ser, encuentra precisamente su estar. Se construye así a su vez la imagen del escritor como el ente distinto y necesario. Es el que rescata, el que hurgando encuentra o que encuentra nuevas maneras de hurgar, el que permite que la ausencia devenga presencia, pero más que nada presencia en el mundo, en su realidad y no en las esferas trascendentes e inmateriales. Sólo a partir de la ausencia se puede vislumbrar y tener acceso a la plenitud de la palabra. La literatura es la búsqueda de ese modo en que la palabra se vuelve capaz de hallar la relación entre el nombre, lo nombrado y la realidad. Esta relación trae consigo una nueva fundación del mundo, una “conquista verbal” de la realidad. Pero la “verdadera” literatura no es aquella que determina o fija una realidad, sino la que nos hace figurar una realidad inconmensurable, ilimitada, inagotable, porque la literatura puede ser considerada como una totalización que nunca totaliza, como una ausencia siempre presente. De modo que la literatura, esa no existencia que contiene en sí todas las virtualidades, parece florecer en cuanto territorio poblado de carencias, en cuanto dominio que refiere el mundo de los quiebres y de las carencias. Surge entonces la idea de que la literatura es ese lugar que alberga vacíos, es ese movimiento que con sus signos atenúa, posterga, reemplaza el horizonte aparentemente sin fin de la desesperanza, de la privación, del vacío, de la falta y del desarraigo. La palabra poética —dice Gadamer en un libro en que relee la poesía de Paul Celan— se distingue radicalmente de las formas efímeras del lenguaje, aquéllas que sirven, por lo demás, de soporte al proceso comunicativo. Lo peculiar de todas esas formas del lenguaje es el auto-olvido en la palabra misma: siempre desaparece la palabra en cuanto tal frente a aquello que evoca. Al instalar la situación y la figura de la ausencia como uno de su ejes, la obra de Francisco Rivas rescata la palabra de ese auto-olvido, hace que se olvide ese olvido. Así, desentierra sentidos, recupera la palabra en su vitalidad de opacidad significativa y desde esa ausencia prevé otra manera de presencia, la de la imagen compensatoria y fundadora. Alusiva o elusivamente, los textos de Francisco Rivas apuntan hacia el gesto gestor de la literatura que con sus palabras recupera el mundo, fortalece y hace presente la ausencia. Ella se alimenta con las pérdidas, en ella quedan registradas con el rigor y la invención que conocemos, las faltas y las privaciones. La negación es condición de su sugerente existencia. Porque en nuestro autor —aunque no sólo por eso, como lo sabemos de sobra—, la literatura brilla por la ausencia. Obras citadas
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