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Memoria de Macondo en Martes tristes (1983) de Francisco Rivas
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Cien años de soledad (1967), como novela insignia del boom, ha tenido una importancia extraordinaria en el desarrollo de la narrativa mundial de las últimas décadas, pero su legado es aún mayor, como es lógico, en América Latina. El cubano Emmanuel Tornés recuerda que, durante unos años, en las letras del continente “cuanto disidiera del trascendentalismo y la estrategia del boom era, de inmediato, descalificado por la crítica, o tildado de vulgar e ineficaz incursión literaria”.(1) Según Pedro Luis Barcia, los escritores latinoamericanos han tenido tres maneras de acercarse a la máxima novela de García Márquez: están los acomplejados que rechazan leerla para no padecer su influencia, los que remedan al autor sin salir de su sombra, y los que aprovechan la lección del maestro colombiano para su propia obra creativa.(2) Este último sería el caso de dos escritores chilenos, Isabel Allende y Francisco Rivas, quienes se han valido del halo macondiano para potenciar el efecto estético de algunas de sus novelas, como por ejemplo La casa de los espíritus (1982) y Martes tristes, respectivamente. Se trata de dos novelas que giran en torno a los hechos trágicos de la dictadura chilena, pero en ellas la estructuración del relato y el tono realista-mágico acusan la influencia marqueziana. Como en Cien años de soledad, ambas narraciones recrean un siglo de la existencia de un país (en este caso Chile) a través de las peripecias vitales de distintas generaciones de una familia, los Trueba en un caso, y los Gracia en otro. En ambas novelas la Historia queda trascendida por el mito, y la magia acompaña los hechos de la vida cotidiana, si bien hay que decir que en Martes tristes el tono de realismo mágico es más fuerte que en La casa de los espíritus, donde este elemento queda circunscrito casi exclusivamente al personaje de Clara, mientras que en la novela de Rivas lo impregna todo. Pese a estas similitudes, estas dos novelas chilenas advierten profundas diferencias formales y temáticas que tienen que ver con la distinta concepción del trauma de la dictadura. En La casa de los espíritus la voz del narrador básico alterna con la de algunos personajes (como el senador Trueba o su nieta Alba), en tanto que en Martes tristes la omnisciencia narrativa tiene un peso mucho mayor y todo lo abarca. Diríase que el texto de Isabel Allende, a pesar de haber sido escrito en plena dictadura, parece una obra de transición a la democracia y aspira a la reconciliación política. En el libro, Esteban Trueba, derechista nato y furibundo antimarxista, acaba, por amor filial, tendiéndole la mano a los compañeros de su hija y de su nieta (Pedro Tercero y Miguel respectivamente) y está dispuesto a utilizar su poder para librarlos de la represión. Podría afirmarse que en La casa de los espíritus hay una relativización de los distintos credos e ideologías, que quedan asumidos y superados por el imperativo ético. Esto es imposible en Martes tristes, un año posterior, novela en la cual el propósito es ante todo el de saldar una deuda histórica. Quedan aquí mucho más patentes las heridas que en el cuerpo de la nación imprimió el totalitarismo fascista, como habrá de verse. Macondo y Ricaventura: una semblanza José Promis mencionó la huella de Cien años de soledad en Martes tristes. El crítico chileno afirma: “Es indudable que la lectura de Martes tristes revela una gran influencia de la narrativa de García Márquez, tanto a nivel de la configuración del discurso como en el modo de interpretación de la realidad”.(3) En la primera parte de la novela de Rivas se hace una referencia a Macondo que, sin embargo, es completamente errónea. La Pulpa, uno de los personajes, dice: “Ya había oído de ese pueblito en Colombia donde un hombre, después de engullir un cocimiento de criadillas de conejo, pudo estar con diecisiete mujeres seguidas y más tarde pasearse por donde lo quisieran ver y durante nueve horas y media, equilibrando una botella en su miembro invencible. Pero también sabía que después vivió atormentado por una inutilidad de ocho meses y que no terminó suicidándose porque lo absorbió la vorágine de una guerra civil”.(4) Como puede verse, se hace referencia aquí a un personaje que como tal no existe en la novela de García Márquez. Se confunden episodios de la vida de José Arcadio, del coronel Aureliano Buendía y de Aureliano Babilonia. Este detalle muestra a un tiempo el homenaje de Rivas al maestro colombiano y una voluntad de alejamiento de su texto. Con todo, la influencia de Macondo en la novela de Rivas es evidente, tanto a un nivel superficial como a uno más profundo. El libro de Márquez narra un siglo de la vida nacional, desde los años cuarenta del siglo XIX hasta la salida de la United Fruit Company de Colombia hacia 1941. Por su parte, Martes tristes arranca en plena guerra del salitre (1879-1883) y termina con alusiones evidentes al golpe de Estado del once de septiembre de 1973, un siglo, pues, de historia chilena. Tanto en Cien años... como en Martes tristes se produce la fundación de una ciudad (Macondo y Ricaventura) por parte de un patriarca que es un exiliado y que adquiere el liderazgo entre su vecinos después de haber cometido un crimen. José Arcadio Buendía asesina a Prudencio Aguilar y Ramón Gracia, de una fuerza no menos hercúlea que la de su par macondiano, asesina a un gigantón ante los ojos de sus convecinos, quienes a partir de entonces lo consideran su jefe. Los dos instauran en sus respectivas comunidades un orden de justicia social donde no se conocen las desigualdades económicas. Todo cambia cuando se produce la invasión extranjera, que acude atraída por la riqueza del suelo nacional, el oro que representa la comercialización del banano en un caso (y aquí es Estados Unidos la potencia invasora) y del salitre en otro (y aquí el invasor es Inglaterra). Y en ambos casos los abusos de los colonizadores dan lugar al nacimiento de potentes grupos sindicales, cuyas reivindicaciones de justicia provocan sendas matanzas, la que se corresponde con la huelga colombiana de 1928 y la masacre de la escuela Santa María de Iquique, acaecida en 1907. Estas semejanzas se extienden al plano de los personajes, tanto positivos como negativos. Gracia tiene su paralelo en José Arcadio Buendía, y Matilde, la mujer del primero, en Úrsula, la esposa del segundo. Ventura, la mano derecha de Ramón Gracia, tiene su equivalente en el párroco Nicanor Reyna, que acompaña al patriarca macondiano incluso en la hora de su locura, en tanto que Pilar Ternera, la matrona en cuyo seno lloran su pasión incestuosa varias generaciones de Buendías, es el molde donde se fabrica el personaje de La Pulpa, la meretriz ricaventurense. Por su parte, los antagonistas conservadores, tramposos y arteros como Apolinar Moscote, tienen su doble ricaventurense en los Bernardo Coca, el coronel Torcidos, Antenor Salinas o Indalecio Delporte. Y también hay un tabernero que da de beber a todos, buenos y malos, en ambas novelas: Catarino en Macondo y Vicente-Vicente en Ricaventura. Los personajes de estas obras están forjados, en ocasiones, a partir de modelos históricos. Por ejemplo, en Cien años de soledad, el personaje de Aureliano Buendía está basado en el general Rafael Uribe Uribe (1859-1914) y el personaje de José Arcadio Segundo tiene su origen histórico en el sindicalista David Escalona. En Martes tristes ocurre lo mismo: Ramón Gracia es el trasunto ficcional de Salvador Allende, el párroco Ventura comparte rasgos con el cardenal Raúl Silva Henríquez y la figura del Embajador tiene un cierto parentesco con un aviador genial, Marmaduke Grove, el militar chileno que participa en la instauración de una República Socialista en Chile en 1932, la cual solo dura doce días. Pero, más allá de estas analogías superficiales, puede estudiarse el nexo que une a estas dos novelas a un nivel profundo. Lucila Inés Mena habla de dos planos en Cien años de soledad: el diacrónico y el sincrónico. En el plano diacrónico hay un tiempo cronológico, un devenir histórico y una idea de progresión; y en la dimensión sincrónica, esencialmente estática, tiene lugar la transformación de la Historia en mito y en arquetipo universal.(5) Efectivamente, Cien años de soledad es, entre otras muchas (infinitas) cosas, una novela histórica que narra el periodo de la guerra civil en Colombia (1884-1902), la entrada de la United Fruit Company en el país en 1899, la huelga general bananera de 1928 y la salida de la compañía de Colombia en 1941. Martes tristes también tiene una dimensión diacrónica que abarca la llegada de Diego de Almagro a Chile en 1536, el periodo portaliano (1829-1837), la segunda guerra del Pacífico (1879-1883), el gobierno de José Manuel Balmaceda (1886-1891), el periodo de gobierno de Pedro Montt (1906-1910), en el que se produce la masacre de la escuela Santa María de Iquique, la primera candidatura de Arturo Alessandri (1920-1924) y refractaria pero omnipresentemente los acontecimientos que conciernen al golpe de Estado de 1973. Esto en lo que corresponde al aspecto diacrónico. En lo que tiene que ver con la faceta sincrónica, se debe incidir en el hecho de que las dos novelas conciben la Historia como una espiral que asume en su interior el círculo y la línea, la repetición y el progreso, el arquetipo y el cambio. Aquí quedarían fundidas las escatologías antiguas, eminentemente cíclicas y circulares, y el mito del Apocalipsis cristiano, teleológico por excelencia. En Cien años de soledad hay una correspondencia exacta de la dialéctica histórica entre lo primigenio y lo progresivo en el interior mismo de la familia Buendía. Mientras que algunos de sus miembros, la mayoría, están consumidos por la pulsión incestuosa(6) (que no es sino un deseo irrefrenable de retorno a los orígenes, en que hombre y tierra eran un solo ente), otros, como el coronel Aureliano o José Arcadio Segundo representan una concepción lineal y evolutiva de la vida. La Historia no sería otra cosa, pues, según el mito circular, que una eterna dialéctica entre dos impulsos igual de poderosos, el avance y el regreso, la repetición y la innovación. En Martes tristes lo circular tiene que ver ante todo con el uso reiterado del anacronismo, que podría entenderse como una incongruencia en el tiempo, como una concepción no lineal sino analógica del acontecer histórico, y también como un desfase entre el pasado y la percepción contemporánea del pasado, teñida de ideología. En Martes tristes habría que diferenciar entre el tiempo del discurso y el tiempo de la historia. Mientras que el tiempo del discurso comprende unas cuantas décadas, desde los años ochenta del siglo XIX hasta finales de los años veinte del vigésimo siglo (época de la decadencia del salitre chileno), el tiempo de la historia se prolonga durante más de cuatro siglos, desde la llegada de los españoles a Chile, hasta la caída de Salvador Allende en 1973. Este último acontecimiento marca obsesivamente la novela, que traspone desordenadamente los planos temporales con la intención de mostrar los preliminares históricos de ese trágico suceso. Por ejemplo, hay un anacronismo entre el final de la narración, en los años veinte, y el protagonismo que adquiere en ese desenlace el coronel Roberto Silva Renard, tristemente famoso por la carnicería de Iquique en 1907. Este sería un anacronismo regresivo, pero de la misma forma la novela plantea un anacronismo progresivo, ya que los hechos de la escuela Santa María son en la obra una mise en abyme del golpe de Estado contra el presidente Allende. Podría hablarse de una mise en abyme en ausencia, ya que la imagen principal, la del asalto a La Moneda, es alusiva y está semiausente de nuestro texto, donde el primer plano narrativo recae en la figura del coronel Silva. Otro anacronismo en la novela es el que hace coincidir la época de la primera guerra mundial (1914-1918) con los años veinte y el primer gobierno de Arturo Alessandri en Chile, o el que identifica a Diego de Almagro con Gonzalo Fernández de Córdoba (extraordinario militar de la época de los Reyes Católicos) al referirse al primero como “Gran Capitán”. Pero el anacronismo más palmario es el que compara a Almagro con los militares golpistas en las últimas líneas de la novela: “Los que cuatrocientos treinta y cinco años después pisotearon esa tierra, habiendo nacido en ella, también pidieron clemencia después de ser juzgados. Sus acusadores les permitieron volver a defenderse, pero no les pudieron volver a creer” (p. 334). El recurso al anacronismo histórico es propio de la novela latinoamericana del postboom, con la que Martes tristes comparte algunos rasgos formales. Sin embargo, difieren en lo esencial, ya que la novela del postboom se caracteriza ante todo por su multiperspectivismo(7) y nuestro texto por lo contrario, es decir, por la presencia de una sola voz orientada políticamente, como habrá de verse. El anacronismo, pues, en Martes tristes, tiene fundamentalmente una función analógica y crítica que pone de relieve las constantes históricas que han hecho de Chile un país colonizado. Falta por ver en qué medida el mito del Apocalipsis influye en los dos textos. Como se sabe, para los judíos una línea recta traza el camino del hombre desde la Caída hasta la Redención final. No hay ciclos ni repeticiones, la Historia de la humanidad es única, el futuro permanece abierto y la idea de la salvación al término de la existencia da sentido a las acciones humanas. Y esto es válido del mismo modo para la escatología marxista, que parte de la idea de una primitiva sociedad sin clases a la que hay que volver. Es por ello por lo que las épocas de mayor caos humano se conciben jubilosamente, porque dan indicios del fin y del mismo modo de un nuevo renacimiento. En Cien años de soledad, la fuerza motriz involutiva representada por el incesto no empece el avance de Macondo ni de la familia Buendía tanto a un nivel material como espiritual. Los primeros inventos de José Arcadio Buendía, que sin él saberlo remiten a la época clásica y medieval, son mejorados por el afán mercantil de su esposa Úrsula, quien, primeramente mediante una fábrica de caramelos, y luego transformando la mansión solariega en una casa de huéspedes, acaba trayendo el progreso a Macondo, hasta el punto de que uno de los hijos del coronel Aureliano Buendía, Aureliano Triste, monta una fábrica de hielo en el pueblo y con ello inaugura la industria local. En lo que respecta al espíritu, el mundo macondiano también experimenta una continua evolución. José Arcadio Buendía poseía ya un ansia de conocimiento inmarcesible, y eso explica el sentimiento de atracción que sobre él ejerce la figura del gitano Melquíades. Los pergaminos de este, donde está cifrada la clave de la suma sabiduría, permanecerán arcanos para varias generaciones de Buendías. Primero será Arcadio quien intentará leerlos, sin éxito. Tampoco logrará traducirlos Aureliano Segundo, porque ambos, que poseen el carácter de los José Arcadios, son demasiado impulsivos. Los pergaminos se le resisten de igual modo a José Arcadio Segundo, demasiado cerebral, como los Aurelianos, y no es sino cuando aparece Aureliano Babilonia (que posee en grado sumo las cualidades de las dos ramas familiares) que los manuscritos en sánscrito revelan sus secretos, justo antes de que Macondo perezca bajo el huracán bíblico. Aureliano Babilonia alcanza, pues, el máximo de conciencia y el paraíso de la sabiduría al final de un largo recorrido temporal, e iguala con ello al sabio Melquíades, que pertenece a los orígenes más remotos de la humanidad. De este modo principio y fin, alfa y omega, edén y edén se tocan. Se necesita entonces la consumación de los siglos para que la especie humana alcance, con su destrucción, la sabiduría primigenia y pueda ser integrada en el todo divino. Hasta que todo vuelva a separarse, y aquí se encuentran, en la concepción espiral de la Historia, el círculo de las escatologías antiguas y la linealidad de la filosofía hebrea. En Martes tristes ocurre lo mismo, cada época histórica acrecienta sucesivamente el grado de avance material y espiritual, y esto se observa también en la familia Gracia. Ramón Gracia padre es el héroe épico por excelencia, todo fuerza física y entereza moral. Su hijo será, sin embargo, menos fuerte físicamente y más henchido de conciencia, y el tercero ausente, la figura del político asesinado, será la encarnación de las diversas virtudes, el santo y el mártir cuya muerte tiene una esencia crística. Por eso las horas que preceden a su óbito están narradas en Martes tristes con trazos apocalípticos: A las cuatro de la tarde, el sol ya no calentaba y por las calles de las dos Ricaventuras se colaba, impenitente, el viento de la pampa. Ramón Gracia abrió los postigos del cuarto que ocupaba y miró la plaza y las cumbres. Apenas se oían las hojas de los tamarugos del cementerio o el cacareo breve de una gallina extraviada, sólo el aire filtrándose por los tranvías que ya chorreaban herrumbre, entre las cuatro palmeras, que ya torcían sus troncos (p. 324). Y cuando la muerte de Ramón Gracia-Salvador Allende ya se ha consumado, uno de los amigos del difunto “supo entonces que Ricaventura agonizaba bajo un cielo negro y que aquellos cielos azules, luminosos de tanta luna, esos cielos que habían recibido a Ramón Gracia, no iban a volver” (p. 333). Sin embargo, sí volverán, porque las mujeres de los ricaventurenses se han llevado a sus hijos “ahí, donde al mojarse los pies, los tobillos salen cubiertos con polvo de oro o al lavar la ropa, las manos emergen enredadas en los anillos y en los brazaletes de las vírgenes del Inca, donde se cree que nació la raza” (p. 329). De igual modo, en Macondo las pasiones, las alegrías y las tristezas de los Buendía serán continuadas por los sobrevivientes al huracán, a saber, Gabriel y sus amigos, que de ahí en adelante iban a librar sus propias batallas en la arena de la épica cotidiana. Macondo y Ricaventura, paralelas que se difractan Mon âme fut saisie d’angoisse à la suite d’une circonstance qui était infiniment au-dessus de toute ma personne : c’était la conviction qui s’était emparée de moi qu’ici-bas tout est sans importance. Dostoïevski, Le Rêve d’un homme ridicule. Se descubre en el autor a un aficionado del puro maniqueísmo. Francisco Rivas, El informe Mancini. Todo esto muy bien pudiera ser así en Cien años de soledad, como pudiera no serlo, porque la novela dice muy claramente al final en relación con los pergaminos de Melquíades: “Todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.(8) Estas palabras cuestionan todo lo argumentado anteriormente respecto a la concepción de la Historia como una espiral, y convierten el devenir histórico en lo que probablemente es, un amasijo de azares, casualidades y coincidencias fortuitas que posiblemente carezcan de un sentido último. Cien años de soledad ha sido estudiada como una novela total precisamente por esto, porque en ella están presentes las creencias más acendradas (la hebrea, la clásica, la cristiana y la hindú) y el escepticismo más radical, una concepción de la vida épica y trágica pero también cómica, iconoclasta, desacralizadora. Por eso es una novela inagotable y no clausurada. El gran maestro ruso Mijail Bakhtine distinguía entre dos maneras de concebir la escritura y el mundo, la dialógica y la monológica. Acerca de la primera, dijo: “Le mot n’est pas une chose, mais le milieu toujours dynamique, toujours changeant, dans lequel s’effectue l’échange dialogique. Il ne se satisfait jamais d’une seule conscience, d’une seule voix. La vie du mot, c’est son passage d’un locuteur à un autre, d’un contexte à un autre, d’une collectivité sociale, d’une génération à une autre”.(9) Sin embargo, en el discurso monológico, “l’issue de toute discussion-lutte entre deux voix dans un seul mot pour sa possession exclusive, pour la suprématie, est décidée d’avance ; ce n’est qu’une lutte apparente, toutes les interprétations de l’auteur se rassembleront tôt ou tard autour d’un centre discursif et autour d’une seule conscience, tous les accents autour d’une voix unique” (Bakhtine, p. 281). La principal diferencia entre Cien años de soledad y Martes tristes estriba, por eso mismo, en que la novela de García Márquez es un texto dialógico, plural, en el que tienen un peso específico, lo mismo que el mito, la ironía y la parodia que lo desconstruyen, el realismo grotesco, el absurdo y el carnaval. Sin embargo, en Martes tristes el mito adquiere un estatuto sagrado que apuntala el mensaje político. El realismo mágico en la novela de García Márquez puede tener una función moralizadora, como cuando un revoloteo de mariposas amarillas acompaña los encuentros de Meme y Mauricio Babilonia; pero la magia también puede señalar la condición absurda e imprevisible de la vida, como cuando Remedios la bella (un personaje que en sus ratos libres decora las paredes de su habitación con su propia caca) sube al cielo como si fuera la Virgen. Esto por no hablar de la pasión erótica de Petra Cotes, que vuelve desaforadamente fértiles a los animales del corral de su casa. En Martes tristes no existe esta vena ridícula y carnavalesca. Los héroes y la naturaleza, como en la épica, están unidos como un solo ser contra los antagonistas, que quieren alterar el equilibrio del entorno. La magia tiene entonces un propósito moral y sobre todo político en esta novela. Los huesos del Embajador, empapados de salitre, multiplican la productividad de las tierras de los campesinos de Lo Cañas. Bernardo Coca asesina por ahorcamiento al candidato radical Baldemar Gallo por orden del candidato conservador Rafael Moxó, y el árbol en que lo cuelga aparece milagrosamente en la casa de este último, con un cartel al cuello que lo acusa. Ramón Gracia exhala un frío glacial que petrifica las injusticias de los conservadores, los santos de la iglesia cobran vida para expulsar al nuevo párroco fascista, Narciso Sepultura, y la tierra del desierto no acepta en su seno el cadáver de los traidores a la patria: Eran aquellos que no eran recibidos por las entrañas del despoblado. La tierra se ponía repentinamente áspera, se apretaba como el polvo pisoteado de los caminos de la cordillera y dosificaba a sus muertos. No existía fuerza humana ni divina que pudiera hacer que se entregara y aceptara a los cobardes, a los traidores, a los fanáticos y a los déspotas. Pero bastaba que se muriera un indio o un encapillado o una víctima de los pulgueros o del palomeo para que la tierra se pusiera liviana y suave y una tumba se abriera en dos cavadas (p. 126). Del mismo modo, la configuración de los personajes varía mucho de una novela a otra. En Cien años de soledad los personajes son complejos y contradictorios y ello se deriva de la mirada que los demás proyectan sobre ellos y de cómo se ven a sí mismos. Aquí se cumple la sentencia de Bakhtine en relación con la literatura de Dostoievski: “On peut dire que la pensée artistique de celui-ci n’admettait aucune valeur humaine sans une dose de bizarrerie (sous toutes ses formes)” (Bakhtine, p. 215). Esto se ve claramente aplicado al personaje de Amaranta, a la que todos consideran un monstruo de crueldad en la obra. Sin embargo, muy otro es el pensamiento de su madre: “Amaranta, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba, se le esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había existido jamás”(p. 285). Y el coronel Aureliano, el personaje más complejo de la obra, al que su amigo Gerineldo Márquez profesa una fidelidad canina, un hombre idolatrado por todo un país y que aparece en la enciclopedia, y al que su madre concibe, contrariamente, como “un hombre incapacitado para el amor”(p. 285). El coronel Aureliano, que se pasa la vida peleando por unos ideales de justicia en las guerras civiles y que en el fondo “no entendía cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos” (Mena, p. 56). Muy distintos son los personajes de Martes tristes. Hay que comprender que esta novela ha sido concebida según el modelo de la épica y que lo que caracteriza precisamente a este género es su carácter no problemático, afirmativo. No existe en la épica un proceso que lleve a la adquisición de nuevos valores (o que critique los ya existentes), sino que más bien se defiende el triunfo de valores colectivamente consensuados, de los cuales son portadores los héroes (en el aspecto positivo) y los enemigos de los héroes (en el aspecto negativo).(10) Así pues, en Martes tristes los defectos y las virtudes se polarizan en dos personajes: Bernardo Coca y Ramón Gracia. El primero representa el modelo del estafador y del hombre sin escrúpulos dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir el poder, y que por ello mismo es descrito en la novela con una pléyade de taras morales. Es hijo de una prostituta y la novela lo condena, con una lógica naturalista, a la condición permanente de renegado. Su credo mercantil es como sigue: “para que un negocio valiera la pena, Coca ya lo había descubierto, era indispensable la presencia de hombres que se dejaran engañar y explotar” (p. 61). Ramón Gracia, héroe popular, representa la bondad simple, directa e inocente del hombre que vive en contacto con la tierra: “Los hombres de la sierra no tienen dos palabras ni dos intenciones. Siempre miran a los ojos y siempre esperan una respuesta a sus preguntas” (p. 50). Como en la poesía épica, a diferencia de lo que ocurre en la novela burguesa, el héroe adquiere un reconocimiento inmediato e inquebrantable de los que le rodean: “Ventura lo señaló con el índice durante el sermón de ese domingo y aconsejó reconocer en él una autoridad que estaba faltando en Ricaventura. En la tarde nubosa de ese día, una larga cola de hombres creció frente a su casa” (pp. 37-8). Por otra parte, en Cien años de soledad puede decirse que la voz del narrador es bivocal o plurivocal y que el mito aparece siempre roído por la ironía y la parodia, por la risa popular. Así, la palabra de la ciudad letrada es siempre relativizada y carnavalizada por el discurso festivo del pueblo colombiano, cumpliendo con el precepto para el enunciado dialógico: “Tout mot avec un coup d’oeil de côté sur le mot d’autrui” (Bakhtine, p. 275). Si en Cien años de soledad la voz del narrador mantiene una distancia olímpica (dramática) respecto de los hechos referidos en la diégesis, en Martes tristes la dominante de la denuncia política consigue que la voz del narrador sea continuamente traspasada por la del autor implícito, que disemina en el texto comentarios, reprensiones, opiniones y juicios de valor, provocando que la ilusión novelesca se rompa y con ella el pacto ficcional. De esta suerte, la tercera persona narrativa cede en muchas ocasiones a la primera persona, que remite a un autor que impone su visión parcial sobre los acontecimientos que narra. Por su parte el narratario se transforma, por obra de la praxis política, en un lector ideal que comparte la perspectiva de la voz que cuenta. Estas incursiones e intrusiones del autor en la diégesis pueden ser divididas en “comentarios implícitos” y en “comentarios explícitos”. En lo que concierne a los primeros, se trata de alusiones del narrador al lector chileno, a la víctima del horror fascista con la que comparte el dolor y la solidaridad. He aquí el carácter testimonial de la nueva novela histórica chilena, como dice Antonia Viu: “Se trata de una opción, de la intención de comunicar una experiencia íntima y local que sólo podrá ser comprendida por quienes compartan los códigos generados por esa experiencia” (p. 27). Y aquí cuando Ramón Gracia apresa en la novela a Nicanor Paz y le dice a Matilde: “Ahí quedará esperando al próximo que trate de transformar a Ricaventura en un fundo” (p. 76). Se cuenta que, en la época de la dictadura, el nieto de Pinochet se refería a Chile como “el fundo del tata”.(11) Y en la novela, cuando Duhamel les propone a algunos obreros un negocio retorcido, se dice: “Algunos hombres no necesitan estudiar en Chicago para reconocer una estafa”, p. 105). Es una alusión directa a los “Chicago boys”. O la graciosa escena en que los generales se inquietan tras el acontecimiento de la victoria en las elecciones de Ramón Gracia: “Peligroso –dijo el de uniforme gris. Muy peligroso –dijo el de uniforme negro. Peligrosísimo –dijo el de uniforme azul. Lo que ustedes digan –dijo el de uniforme verde” (p. 293). Aquí se hace referencia al fanatismo antimarxista del general Gustavo Leigh Guzmán y a la falta de poder de decisión del general del cuerpo de carabineros, Cesar Mendoza, en la hora del golpe. Los “diarios de mala leche” (p. 119) a los que se refiere el texto es un dardo dirigido al periódico conservador El Mercurio, y “en este país no pasan estas cosas” es una frase recurrente desperdigada por toda la novela que corresponde a una declaración de Augusto Pinochet en la que tranquilizaba a la prensa ante la posibilidad remota de un golpe de Estado en Chile (él, que más tarde lo comandaría). Los comentarios explícitos son mayoritarios en la obra, como éste en que se habla del general Pinochet: “El tirano, el de la voz de pájaro y la gramática menesterosa, aquel que tuvo la peregrina idea de subastar el país” (p. 129). Dentro de este subapartado de los comentarios explícitos, sería interesante referirse a aquellos que incluyen una valoración sobre la historia de Chile y el modo como la historiografía burguesa la ha deformado. Valga un solo ejemplo, suficientemente representativo: “El coronel Siva R. era considerado un intelectual [...]. El historiador que en su adulación fantasiosa, lo ve alto, gallardo, marcial y hermoso, lo falsifica, así como falsifica lo que de él se cuenta” (p. 297). Estos comentarios y reflexiones metahistóricas y metadiegéticas tienen, pues, una finalidad claramente ideológica. Hay que decir que tanto La casa de los espíritus, de Isabel Allende, como Martes tristes, de Francisco Rivas, son dos ejemplos de novelas que en el panorama literario chileno de los años ochenta acusan el influjo de Cien años de soledad. En efecto, se trata de dos novelas de grandes proporciones que, como su modelo colombiano, están ambientadas en un vastísimo panorama espaciotemporal: la vida de un país (Chile) durante un siglo de existencia. No obstante, las novelas de Allende y de Rivas, si bien son novelas de denuncia, difieren enormemente en el tratamiento del tema de la dictadura y de la represión política. Pero si los puntos en común entre estas dos obras de García Márquez y de Francisco Rivas son importantes, también lo son las diferencias. Cien años de soledad es un texto total, épico y mítico, pero también humorístico, irónico, paródico y tantas otras cosas más. Martes tristes es una novela de protesta y de urgencia política que logra potenciar el efecto estético gracias a un perfecto ensamblaje de la dimensión factual en la dimensión mítica. Aun así, puede advertirse claramente que la meta de la novela de Rivas es ante todo contribuir al desgaste de un régimen totalitario que por aquellos días gobernaba en Chile. Mijail Bakhtine dijo a propósito de Resurrección (1890), de León Tolstoi: “Il y aura toujours des domaines de la vie de l’homme et de la nature qui exigeront des formes objectivées et achevantes, autrement dit monologiques, de l’approche artistique”.(12) Un país aplastado por la bota militar es sin duda uno de ellos. Bibliografía
Notas (1). E. Tornés Reyes, ¿Qué es el postboom?, La Habana, Letras Cubanas, 1996, p. 14. (2). P. L. Barcia, “Cien años de soledad en la novela hispanoamericana”, en: Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Madrid, Real Academia Española, 2007, p. 491. (3). J. Promis, “Novela y cambio social. A propósito de Martes tristes, de Francisco Simón”, http://hdl.handle.net/123456789/7273, p. 71. (4). F. Rivas, Martes tristes, Santiago, Galinost, 1987, pp. 27-28. Las citas se hacen por esta edición. (5). L. I. Mena, La función de la historia en “Cien años de soledad”, Barcelona, Plaza y Janés, 1979, p. 17. (6). Vid. C. Lepage et J. Cortès Tique, Lire Cent ans de solitude. Voyage en pays macondien, Paris, PUF, 2008. (7). María Cristina Pons dice acerca de la novela histórica del postboom: “La historiografía y la novela histórica tradicionales suponen una Verdad, y no siempre partida en cuatro mil pedazos. La nueva novela histórica ve la posibilidad de cuatro mil verdades según las perspectivas de tiempo y espacio (físico, político, social) desde las que son formuladas” (M. C. Pons, Memorias del olvido. La novela histórica de fines del siglo XX, México, Siglo XXI, 1996, p. 257). Por su parte, Antonia Viu Bottini incluye a Martes tristes en lo que denomina “novela semblanza”: “Si bien es posible identificar las trazas de un evento histórico determinado e incluso existen indicios temporales y espaciales que parecen delimitarlo, el relato se construye sobre una red de elementos más alegóricos que históricos” (A. Viu Bottini, Imaginar el pasado, decir el presente. La novela histórica chilena (1985-2003), Santiago, RIL, 2007, p. 170). Sin embargo, habría que afirmar que Martes tristes también puede entrar en la categoría de lo que ella llama “novela insignia”: “La reinvidicación que pasa por una necesaria mirada revisionista de la historia –dar valor a lo que fue condenado en otro momento–, sigue empeñada en buscar héroes y culpables. Son novelas que aún son presa del maniqueísmo más evidente. El pasado sigue dividiéndose en buenos y malos, solo que la perspectiva de los años permitiría atribuir correctamente dichas valoraciones” (ibid., p. 156). (8). G. García Márquez, Cien años de soledad, Madrid, Real Academia Española, 2007, p. 471. (9). M. Bakhtine, La poétique de Dostoïevski, París, Éditions du Seuil, 1970, p. 279. (10). R. Darmon, Fictionnalisation de l’Histoire et symbolisme dans l’oeuvre de Francisco Simón Rivas, Université de Poitiers, 2001, p. 181. (11).Vid. P. Azócar, Pinochet. Epitafio para un tirano, Madrid, Editorial Popular, 1999. (12). M. Bakhtine, “Préface à Résurrection”, in : Tzvetan Todorov, Mikhaïl Bakhtine : le principe dialogique, París, Éditions du Seuil, 1981, p. 365. |
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